–¡Ese huevón me quitó a mi mujer!
Su mano apuntaba en línea recta. Hacia allí miré sorprendido, estaba en la vereda de al frente: salía con un gesto adusto de la tienda de alfajores de doña Rosaura. Un sobretodo azul marino lo protegía de la garúa. Al voltear la vista, nos reconoció (mejor dicho, reconoció a Felipe):
–¿No te cansas de perseguirme, vago de mierda?
Felipe, asustado, me tironeó del chaleco:
–¡Vámonos, vámonos!
–Suelta mi chaleco, Felipe, me ha costado un ojo de la cara y es el único que tengo –le dije retirando su mano de mi prenda y empezamos a caminar, de manera desordenada, rumbo a la Plaza de Armas.
La garúa paulatinamente se transformaba en lluvia: caía verticalmente sobre nuestras cabezas (y también nos cayó una amenaza de parte de ese sujeto que yo creía haber dejado atrás):
–Sí, mejor váyanse porque no quiero perder el tiempo rompiéndoles la crisma a ustedes dos, par de ociosos.
Volteé de inmediato y le lancé una mirada resoluta antes de gritar a voz en cuello:
–¿A quién le vas a pegar tú, mojón? Dame dos minutos, nada más dos minutos para cerrarte el hocico a punta de trompadas.
–Mejor haz algo que valga la pena: ¡págale un psiquiatra a tu amigo! –exclamó, con una falsa sonrisa, antes de detener un taxi y subir en él.
–Vámonos, Martín, acabas de llegar a la ciudad: ¡no te ganes problemas! –me dijo Felipe–. Vamos al Cyrano a tomar unas cervezas.
–Ese sujeto nos ha querido cuadrar por tu culpa, te ha dicho vago y luego loco –le dije, molesto, molestísimo–. Y tú, en vez de encararlo, te escapas, ¡arrugas como un cobarde! ¿Qué chucha te ha pasado, Felipe?
–Ando medio loco, eso es lo que me pasa: desde que perdí el trabajo he tenido problemas mentales, estoy enfermo de ésto –me confesó avergonzado, tomándose las sienes–. Claudia me ha dejado… se fue con Florcita. ¡Me dejaron solo, hermano!
Parecía un niño, lloraba a lágrima viva en un estado que, más que pena, provocaba vergüenza ajena.
Saqué un poco papel higiénico de mi pantalón y se lo entregué.
–Toma, límpiate esas lágrimas y no hagas tanto roche que nos están mirando –le dije–.¿Cuándo perdiste la chamba?
–Casi un mes después de que te fuiste –me dijo, tratando de hacer memoria.
Yo, escrutando sus fachas, ahora ya caía en la cuenta. Empecé a entender el por qué de ese traje grasiento y de esos zapatos sin hileras que parecían carecer de zuela... y de decencia.
– ¿Y Claudia se fue con ese sujeto?
–Sí –asintió volviendo a humedecer sus ojos y buscando cigarrillos en sus bolsillos–. Qué mala suerte, no encuentro ni un puto pucho. Dame un cigarro y te cuento cómo se mandó a cambiar con ese tipo que se subió al taxi...
–¿En serio? –le pregunté, incrédulo, imaginando a su esposa con el extraño en la cama: haciéndole toda clase de maromas que el pobre Felipe había visto jamás en su triste vida–. Es un mocoso, podría ser tu hijo.
–Hijo mío no es. Es el hijo menor del doctor Cabrejos.
–¿Y quién miércoles es el doctor Cabrejos?
–Era mi psiquiatra hasta que me enteré de que su hijo se metía con Claudita y…
–¿Claudita? –pregunté, irritado–. ¿Le dices Claudita a esa perra?
–Cállate, Martín, no te permito que hables así de mi mujer
–¿Tu mujer? ¡Será la mujer de ese mocoso que te hizo orinarte en los pantalones! Te pones machito conmigo, con tu pata del alma; pero con ese mojón que se la culea a tu mujer te encogiste como un pichón mojado. Ya no sé qué pensar de ti... Hablemos claro: te me caíste. Yo no volví a esta ciudad para encontrarme con las ruinas de mi amigo. ¿Te acuerdas de que te dije para irnos juntos? No hiciste caso, ahora pues, ahora pues, ¡arrepiéntete!
–Carajo, Martín, no me hagas sentir mal.
–Te juro que yo me siento peor que tú. Todo lo que te digo me sale del alma y si te duele, mejor. Me voy por un par de años y todo se pone de cabeza. Mucha información para un solo día, Felipe… Ahora sólo falta que me digas que el Joselo se ha vuelto cabro.
–¿Qué comes que adivinas? –me preguntó cambiando radicalmente de actitud y de semblante. Antes de continuar, endulzó su voz premeditadamente–: Ha puesto una peluquería al frente del parque Duhamel. Si quieres vamos a verlo, aunque te advierto que ya no le decimos Joselo: todos le dicen Monique.
–¿Monique? –escupí tratando de recordar.
–Sí, Monique, siempre dice que es parte de una promesa de amor.
“Cumpliste la promesa, Joselo”, pienso en silencio, “me juraste que de volver a vernos todo sería distinto: serías Monique… mi Monique y para siempre…”
–¿Quieres ir a verlo?
No –respondí, sin terminar de oír la pregunta–. Quiero ir a verla. Me muero por verla.
–¿Se van a casar? –indagó a boca de jarro.
–¿Quiénes? –pregunté haciéndome el desentendido.
–Ustedes dos pues, no te hagas el loco. Monique me lo contó todo. Ojo: sólo a mí ah, a mí y a nadie más… dice que como estoy loco no hay problema… que si me pongo a hablar nadie me haría caso, ¿tu qué piensas? ¡Dime qué piensas, hermano!
Pensaba en cómo pasa el tiempo y en cómo cambiamos todos. Pensaba en desaparecer para siempre. Me arrepentí de haber vuelto, quise estrangularlo antes de escapar de la ciudad, pero, los dos lo sabíamos: no iba a poder hacerlo…
–Ya pues, Martín, ¿Monique y tú se van a casar? –me preguntaba tan recocijado como rejuvenecido–. Responde de una vez y no te hagas el loco, hermano.
© Orlando Mazeyra Guillén, 2006.