Por Orlando Mazeyra Guillén
Alonso Cueto (Lima, 1954), gracias a una obra prolífica (novela,
cuento, teatro, ensayo, artículos), es considerado uno de los escritores
peruanos más representativos de la actualidad. Su primera novela El tigre blanco se hizo acreedora al premio Wiracocha en 1985. Veinte años después se consagraría a nivel internacional con La hora azul, obra que lo hizo merecedor del prestigioso Premio Herralde de novela.
Él entiende que el oficio de escritor es «por definición un
acto de negación del orden social porque supone mirar más allá de la
superficie». En esta entrevista, el autor de La venganza del silencio
reconoce que el acontecimiento más importante de su vida fue el de
descubrir el poder devastador de la muerte. Sin embargo, «el arte no es
un consuelo contra la muerte, sino un refugio para nuestra aspiración
natural a lo eterno».
Antes que nada, recordarle que Mario Vargas Llosa ha decidido
donar su biblioteca personal a la ciudad de Arequipa. Este es, sin
duda, un acontecimiento de gran envergadura en la vida cultural
arequipeña. Nos corresponde a todos estar a la altura de las
circunstancias. El premio Nobel nos ha regalado lo que más ama: sus
libros. No puede haber una muestra más genuina de amor por la tierra en
la que uno nació. Y, de paso, que esto sirva también para todos aquellos
—hablo de muchos arequipeños— que, hasta el día de hoy, siguen dudando de no sólo «si se siente arequipeño»,
sino de si se siente identificado con Arequipa. ¿Qué les podría
recomendar a las autoridades para que esta biblioteca se transforme en
un centro cultural que funcione cabalmente?
—La donación de la biblioteca es un acontecimiento de enorme
importancia y no es casual. A lo largo de su vida, Mario Vargas Llosa
siempre ha tenido el talante de los arequipeños para la protesta, el
tesón y el compromiso con sus ideas. Es algo que siempre he admirado en
él y creo que viene de su raíz arequipeña. Creo que es urgente el
contratar bibliotecarios de primer nivel y poner los libros en el
contexto de un centro cultural.
Octavio Paz cuenta que él perdió el paraíso cuando descubrió
que la guerra mundial no le era ajena; Mario Vargas Llosa lo perdió
cuando supo que su padre no estaba muerto, ¿quizá a usted se le acabó el
paraíso al revés: es decir, cuando su padre muere? He leído que en esa
dolorosa etapa de su vida usted leyó con fervor a César Vallejo. ¿Cómo
perdió el paraíso? ¿Intenta vencer a la muerte a través de la
literatura?
—Creo que el acontecimiento más importante de mi vida fue el de
descubrir el poder devastador de la muerte. Mi padre era el centro de mi
universo y el hecho de que desapareciera de un modo tan repentino e
inexplicable, resultó tan perturbador que de pronto el mundo no tenía
sentido. Cuando leí la poesía de Vallejo descubrí que el único antídoto
que los hombres hemos construido contra la contingencia y el deterioro
es el arte. Mi descubrimiento de la muerte, sin embargo, fue simultáneo
al de su antídoto. Al leer a Vallejo sentí que lo que yo sentía, es
decir la orfandad, la soledad, el abandono, estaban expresados en esos
versos. Me sentía muy solo y al mismo tiempo, gracias a Vallejo, muy
acompañado. Me di cuenta entonces del poder de las palabras por vencer
el tiempo. Las palabras, a diferencia de la pintura, la escultura o la
arquitectura, no dependen de ningún soporte físico. Pueden existir al
margen de la materia que se deteriora. El arte no es un consuelo contra
la muerte sino un refugio para nuestra aspiración natural a lo eterno.
El ser humano rompe la consigna biológica de reproducirse y morir.
Quiere sobrevivir y el arte expresa ese anhelo.
Su caso, como narrador, muestra precisamente de aquello que
Mario Vargas Llosa llama la perseverancia. Si bien ha sabido hacerse de
premios desde muy joven y desde su primera novela, su trayectoria
muestra una tenacidad resaltable: usted ha publicado con fecundidad
antes de dar ese gran salto hacia los lectores en el extranjero con el
Premio Herralde por La Hora Azul que incluso llegó ser
considerada la mejor novela en idioma español en China en el año 2005.
¿De eso se trata? ¿De persistir? ¿Cómo ve a la distancia su devenir
creativo?
—Cuando uno escoge ser escritor, ya está siendo un transgresor.
Se trata de un oficio que no tiene un lugar fijo en la sociedad. Los
escritores trabajan en sus casas, no en oficinas, y en horarios que
ellos escogen. Es por definición un acto de negación del orden social
porque supone mirar más allá de la superficie, a la verdadera identidad
de los seres humanos. Por eso es que su mirada puede ser más profunda y
su poder de comunicación más permanente. Quizá pensar en esto sea la
razón por la que me levanto todos los días: pensando sólo en que voy a
escribir y que es urgente hacerlo, aunque sólo lo sea para mí. Y sé que
lo seguiré haciendo siempre.
A mí, El susurro de la mujer ballena me parece un
libro que debería ser recomendado para los lectores escolares, sobre
todo de la secundaria, porque aborda un tema muy en boga: el bullying.Si
la literatura sirve para algo más que entretener y hacernos pasar un
buen rato, es también para hacernos tomar conciencia de cómo podemos
dañar al otro (y regresar a la realidad con armas para evitar este tipo
de sucesos). ¿No habla quizá esta novela de daños que a veces son
irreparables?
—Decidí escribir esa novela con algunos recuerdos de colegio y
también después de ver un programa de televisión que reunía a antiguos
compañeros de colegio. Me di cuenta que un salón de clase es un espacio
social, donde existen los líderes, los humillados, los que no toman
partido, etcétera. El poder se ejerce con frecuencia de la manera más
cruel entre los jóvenes. Es una novela, sin embargo, sobre el poder de
la amistad, sobre todo de la amistad femenina. Me interesaba mucho la
comunicación entre las mujeres y la capacidad de Verónica y de Rebeca
por revelarse a sí mismas ante la otra. Creo que, en general, las
mujeres son más capaces de comunicarse que los hombres.
Hablando de daños irreparables. El personaje principal de La hora azul,
Adrián Ormache, ¿no intenta reparar lo irreparable? ¿Hay una visión más
amplia, apuntando a vernos como país, para reconciliarnos y dejar atrás
el pasado?
—En realidad, el llamado de Adrián es a conocer la verdad. Es en
cierto modo un tipo que ha vivido en un paraíso y que recibe la noción
de que hay una realidad que él desconocía en su sociedad, su familia y
en él mismo. Por eso creo que la novela es un cuento de hadas al revés,
pues parte de la fantasía y se va acercando al mundo real. Creo que el
Perú ha avanzado mucho en la conciencia de su diversidad. En los años
que tengo de vida, he visto actitudes muy violentas y racistas que veo
que ahora van amenguando. Sin embargo, el camino que tenemos es muy
largo. Me interesaba explorar la posibilidad de que Adrián pudiera
efectivamente renunciar a su clase social, al mundo del que viene. Lo
logra, pero sólo en parte.
Usted ha dicho que todo escritor es esquizofrénico. Cuando
Alonso Cueto está metido de lleno en la creación de una nueva novela,
¿le cuesta salir de esos mundos ficcionales y volver a la realidad? ¿Es
común que esa esquizofrenia de la que usted habla de alguna manera
trastorne nuestro entorno afectivo (esposa, hijos, familia) o estoy
exagerando?
—Me cuesta mucho. Ahora escribo una novela con cuyos personajes
he soñado. Eso me asusta un poco y me alegro que esté a punto de
terminarla. Sólo espero que no los vea aparecer delante de mí. Mi
familia no se preocupa demasiado.
¿Qué cine consume? ¿Cuáles son sus películas favoritas y por qué?
—Las películas de mi vida, tal como las recuerdo ahora, son “Muerte en Venecia” de Visconti, “Vértigo” y “Psicosis” de Hitchcock, “Diario íntimo de Adele H.” de Truffaut, “El último tango en París” de Bertolucci
y “Ese oscuro objeto del deseo” de Luis Buñuel. Me parece que no se
puede renunciar a la historia. No hay nada más difícil que contar una
buena historia. Pero el cine (y la narrativa) es mucho más.
Usted conoce a Juan Carlos Onetti tan a fondo que el tema de
su tesis doctoral fue sobre su obra. Ésta luego se transformó en un
libro: Onetti: el soñador en la penumbra. Recuerdo una
entrevista que leí y que me marcó con fuego. Se la hizo Alfredo
Barnechea, y Onetti le confiesa: “En mí, creo que se trata de un
pesimismo natural; natural y radical. En el fondo, creo que soy una de
las pocas personas que cree en la mortalidad. Eso influye mucho. Sé que
todo va a acabar en fracaso. Yo mismo. Vos también. De todos los
escritores del boom se ha dicho que son pesimistas, que en ellos los
personajes siempre se frustran. Quizá. Pero en García Márquez o en
Vargas Llosa, yo noto una gran alegría de vivir. Sinceramente, no creo
que vean la muerte como un problema. Y no se trata de que ahora yo tenga
64 años y que pueda morirme esta noche. No. Es algo que he sentido
desde la adolescencia. Así como se descubre que yo soy yo, así se
descubre la muerte, se marcan sus linderos. Uno de los descubrimientos
más terribles, el más terrible, que tuve de muchacho, fue que todas las
personas que yo quería se iban a morir algún día. Eso me pareció
absurdo, y de esa impresión no me he repuesto todavía. No me repondré
nunca”. ¿Comparte Alonso Cueto esa idea del absurdo que tiene toda
existencia humana?
—No la comparto porque creo que la percepción que tenemos del
mundo no depende sólo de las razones sino también del ánimo natural que
tiene nuestra carga genética. Lo que cuenta no es comprobar que todos
nos vamos a morir, sino lo que vamos a hacer mientras llega ese momento.
Creo que todos los escritores son dichosos porque al menos han gozado
con la creación personal. No hay nada más gratificante que encontrar una
expresión adecuada a lo que queríamos decir. El escritor más pesimista
cree en la comunicación, porque no se imagina una vida sin lectores al
otro lado del silencio.
¿Qué descubrimiento lo marcó de una manera tan drástica como le pasó a Onetti?
—El descubrimiento simultáneo de la muerte y del poder del arte.
En la narrativa de Alonso Cueto, yo no noto una alegría de
vivir como la notó Onetti en la obra de García Márquez o la de Vargas
Llosa, sino más bien una especie de introspección, tratar de entender
qué somos, de qué estamos hechos pero hacia adentro, a dónde nos
dirigimos a partir de una suerte de intimismo…
—Sí, siempre me ha interesado lo que pasa al interior de los
personajes. Creo que los hechos no cuentan sino en la medida en que
repercuten en las conciencias. Henry James fue quien mejor sintetizó los
temas narrativos. Para él, la conciencia era el asunto esencial. Decía
que no interesa que una pared sea blanca sino que alguien vea que lo es.
Lo interesante es el drama de la relación entre los seres humanos y su
entorno. Una novela es una épica de la conciencia.
¿Tiene alguna manía o gimnasia previa antes de escribir?
—Mucho café, antes durante y después.
Aparte de la lectura y la escritura, ¿cuáles son sus otros grandes placeres?
—La música. Creo que se parece mucho a la literatura. Ocurre en
el tiempo y se dice que empezó al mismo tiempo que el lenguaje. Sin
música el mundo es mucho más pobre. No se puede vivir.
Mario Vargas Llosa propone en García Márquez: historia de un deicidio que uno se hace escritor porque ha llevado una «relación viciada» con la vida. ¿Es su caso?
—Sí, creo que la literatura expresa una fractura con la vida. Es
un modo de cerrar un vacío, de hacer una pregunta. Si una persona fuera
feliz, nunca escribiría y nunca leería. Si Adán y Eva se hubieran
quedado en el paraíso sin morder la manzana, no hubiera habido nada que
contar. La narrativa tiene que ver con la curiosidad. Una persona feliz
es una persona sin curiosidad. No es una persona interesante.
Como lector devoto de la obra vargasllosiana le comento que
observo que, en sus memorias y en su obra en general, subrepticiamente
me dice: No temas, ¡juega a ser Dios! Pero, ojo, cuidado con que te
guste, porque podrías terminar lastimado. No es sólo un juego: es un
arte, un estilo de vida. ¿La literatura es fuego? ¿En qué medida este
fuego puede «quemar» a los escritores en ciernes?
—Sí, siempre es fuego. Es asomarse a los abismos, explorar el
fondo de las conciencias, entregar todo de uno mismo a las historias, no
tener miedo de mostrarse, de comunicarse: creer en el poder del
lenguaje para nombrar lo oscuro, lo incierto. Un escritor debe proteger
tesoros personales como el dolor, la duda, el silencio. Sus materiales
están hechos de humillaciones, vergüenzas y fracasos. Sólo quien conozca
estos últimos puede aspirar a escribir algo bueno algún día.