“si continúo así: voy a morirme joven y sin identidad
Ska del éxodo… de un pueblo desechable,
donde la corrupción resulta excarcelable…
y usted y yo somos culpables…”
ATTAQUE 77, Éxodo Ska
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–¿Ya viste las últimas encuestas? –te había preguntado tu hermana en la mañana–. Si sale ese cachaco no sé cómo hago pero como sea me voy del Perú. Hasta de sirvienta en Chile voy a estar mejor que con ese nazi de presidente.
El taxista acelera en el tramo final de la pendiente, se abre hacia la izquierda y deja atrás a una camioneta tapizada con coloridos anuncios que, alternando entre el rojo y el verde, te dicen: “Vota por el Flaco Eguren: marca el mapa de Unidad Nacional y escribe el número 1”. Las últimas reminiscencias de ese cerro colorado que le da nombre a tu distrito se extinguen mientras cruzas el Puente del Diablo y, de pronto, se erige ante ti la Cruz de Juan Pablo II: el chofer forma un puño cerrado con la mano derecha, se golpea el centro del pecho tres veces –cada golpe más fuerte que el anterior– y se persigna. Se percata de que observas sus movimientos con atención y te mira como diciéndote “¿y tú por qué no te haces la señal de la cruz?”; pero, por suerte, él es más cauto:
–Hace un año se murió.
–Sí… –respondes y tratas de evitar el tema porque en esta ciudad casi nadie entiende lo que es el agnosticismo; miras la fachada de la cevichería El Puente y recuerdas ese plato sabatino que tu gastritis crónica te impide comer desde hace un buen tiempo: Choritos a la Chalaca.
–Estos últimos días le ando pidiendo que nos proteja.
–¿De quiénes? –le preguntas acomodando tu corbata.
–De todos estos políticos cochinos y mentirosos.
–Ojalá lo escuche…
–Esta cruz la construyeron para la llegada del Papa –te dice como si tú no lo supieras–. ¡Cómo se pasa el tiempo, no hay vuelta que darle! Eso fue a mediados de los ochentas, tú todavía eras un chibolo…
–Yo tenía cuatro años, ¡cómo no me voy a acordar!, toda mi familia se congregó de madrugada en la avenida Pumacahua para verlo bajar del aeropuerto en el papamóvil –Y toda tu mente se desplaza al año 1985: el frío del alba mistiano, las masas de gente apostadas en las orillas de la avenida, la pista ornada con rosas y el Misti con el mejor semblante posible. Todos ansiosos, todos esperándolo. Todos con el absoluto convencimiento de estar a punto de ver a un hombre bueno y honorable, a alguien digno de ser admirado (y hasta venerado). Esa multitud tenía algo distinto, peculiar; estaba dotada de un alma colectiva: todos parecían sentir, pensar y obrar en torno a la imagen del Papa. ¿Qué político peruano podría lograr hoy ese tipo de aquiescencia colectiva? ¿Qué candidato presidencial estaba en condiciones de agolpar a las masas de una manera tan rotunda y espontánea? No había nadie, nadie en absoluto… y eso te jodía… te jodía sobre todo porque tú tampoco hacías nada para cambiarlo.
Léelo todo en Todo vale... Nada valen... .
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