Todavía recuerdo la larga cola que tuve que hacer un fin de semana perdido en el tiempo para poder adquirir un boleto para Días de Santiago, la primera película de Josué Méndez. Mi siempre vigente ingenuidad afloró una vez más y me hizo creer que la gente quería apostar por el cine peruano. Me equivoqué: todos terminaron dirigiéndose a la sala en donde estrenaban La Terminal, filme en donde el rol principal corría a cargo del multipremiado Tom Hanks.
Fuimos muy pocos –con los dedos de las manos me alcanzó para contarlos– los que degustamos de aquella película que lanzó a la fama a Pietro Sibille y le dio un espaldarazo al joven cineasta limeño (que escribió el guión de Dioses gracias a Cinefondation, el programa residencial del Festival de Cine de Cannes). Todavía puedo sentir el vértigo de las escenas finales y la turbación con la que regresé apresurado a mi casa tomando notas mentales, tratando de comprender o imaginar lo que le pasaría a Santiago, y, a través de él, de lo que le pasaría a mi país. Tarea equívoca, si es que no estúpida como mi desbordada empatía con las paranoias y el franco proceso autodestructivo del personaje central.
Y ahora, por fin llegó Dioses. O digo mejor: llegaron “los” Dioses. Los Dioses de Asia, el rincón elitista del verano limeño… para presentar una historia incestuosa en donde Diego, el hermano menor (Sergio Gjurinovic), desea a Andrea, su propia hermana (Anahí de Cárdenas). Este vendría a ser el gatillo del segundo largometraje de Méndez que me trae a la cabeza el también segundo capítulo de La tía Julia y el escribidor que aborda una historia que tiene el mismo germen y termina con esa pregunta ensamblada por el morbo que carcome al fisgón (sea lector o cinéfilo): ¿estallaría el escándalo o un pudoroso velo de disimulación y orgullo pisoteado ocultaría para siempre esa tragedia?
La tentativa de Josué Méndez de mostrar cómo es la clase alta peruana podría ser fallida o hasta cierto punto maniquea, sobre todo cuando él, generalizando, le lanza adjetivos que calzan en el lugar común: "patética, vacía e ignorante". La película seguramente no muestra cómo es la clase alta peruana, lo que sí hace es componer una efectiva historia que se enmarca dentro de la burguesía más privilegiada del país. Ahí es donde uno se ve doblegado por sentimientos contrapuestos: asco y atracción. Porque es una historia que habla del poder, de las garantías y anchos espacios que cubre (y que nunca cubrirá) el dinero. Y, creo que a todos, el poder nos produce sensaciones dispares: la crítica y la fascinación, en donde sí acierta Méndez cuando él mismo se confiesa: "Yo sin venir de clase alta acabé en ese colegio y me crié con esos chicos privilegiados, lo que me hizo crecer con contradicciones. Por un lado criticándolos y por otro fascinado por sus vidas".
Hay dosis de crítica y, por otro lado, rendidas muestras de fascinación de la que todos somos partícipes. Vemos, por ejemplo, cómo Agustín, un prototípico pituco limeño (Edgar Saba), se enamora de Elisa, una chola de la clase baja que oculta sus raíces (rotunda y sensual Maricielo Effio). Y es Elisa quien acaudala nuestra fascinación por ese mundo de ostentación y abundancia: cuando ensaya, frente al espejo, la pose, la forma de hablar de las pitucas. Cuando juega a jugar y procura recrear su personaje en la intimidad, nos vemos ante un juego de espejos en donde la impostura es el escape a los complejos y miserias del que se siente inferior. Pero luego vemos que los espejos no sólo acusan al pobre lo hacen, a su vez, con el rico. Diego también empezará a actuar, fingir, hacer como que no pasa nada, todo anda bien: el chico que se templó de su hermana no está más, desapareció o se esconde detrás de una falsa sonrisa. Pero el espejo es igual para todos. Al final, no importa ser cholo o gringo, tener plata o ser un misio: todos somos iguales frente al espejo: uno solo no puede escapar ante sus miserias y secretos más inconfesables. Ante el espejo, en resumidas cuentas, se refleja ese juez incorruptible que es la conciencia.
La pesadillas de la pobre Elisa conmueven y nos señalan a todos, como lo hace, pero de una manera indeseable, la típica escena del chico bien que, llevado por las trepidantes hormonas, toquetea a la empleada (en estos casos, la platea siempre termina celebrando la ‘picardía’ del muchacho, cosa que nos denuncia como alegres cómplices de este espanto que es pan de cada día en el Perú).
La servidumbre encuentra en su lengua nativa (el quechua) su propio reducto para poder manifestar sin temores su sentir –sus críticas furtivas– frente al patrón, el amo que si no duerme, bebe y si no bebe, duerme.
Hay un también en Dioses una actualización de la temática de No se lo digas a nadie que, en palabras de Mario Vargas Llosa, describe con desenvoltura y desde dentro la filosofía desencantada, nihilista y sensual de la nueva (de)generación.
A Andrea tanta sensualidad y nihilismo no le hizo mucho bien. Termina embarazada. ¿De su hermano? No. ¿De quién? De todos: es decir, de nadie. Abortar ya no es la salida, ha pasado mucho tiempo. No queda otra cosa que hablar de ‘esa nota’ con su progenitor, que lo decide de un tiro: ella se irá del país por un buen tiempo y tendrá a la criatura que luego él mismo reconocerá con la complicidad de Elisa, quien aceptará ser parte fundamental de la mentira: la falsa maternidad tiene un precio, el ansiado matrimonio. El viejo manda a la hija a Miami y ella, inquietada por la incertidumbre que se cierne sobre su vida le pregunta: ¿Cómo voy a vivir allá? La respuesta del padre es terminante: igual que acá.
Luego vemos al abuelo en una postal irreprochable de la clasa alta capitalina: él, solo, en su espaciosa casa de playa, con el vaso de whisky, perdiendo la mirada en el horizonte, allá donde el mar y el cielo se encuentran mientras la tarde se alimenta de sus deseos y carencias. Aparece la servidumbre, la empleada que lo escucha en silencio sin asentir ni disentir, simplemente cumpliendo su misión: recibir órdenes sin opinar. El abuelo imaginando el futuro del nieto mientras su hijo, confuso y angustiado, huye de casa y se va a El Agustino, para refugiarse en el hogar de una de sus sirvientas, encontrándose cara a cara con su propio país, con esa cosa molesta que no le mostraron porque enferma, abruma: la pobreza. Talvez eso lo sensibilizó, como comentará después una vieja pituca al saber que piensa estudiar letras o sociología… Y hay mucha sociología cuando vemos a Elisa volver a casa, su barrio populoso, su esquina, a contarle a su gente que se casa en París para sorpresa de todos. Su madre intuye algo pero comparte la alegría de su hija. Le pide que le cuente la buena nueva a la abuela. Elisa sube las gradas y entra al cuarto de su abuela: la encuentra durmiendo en medio de su miseria, Elisa la arropa con su silencio y una lástima extraña, peligrosa. La abuela durmiendo es una metáfora de ese Perú que duerme, sueña, pero no ve el progreso del que muchos hablan, está de espaldas a la realidad de los Dioses.
Dioses habla del poder y de cómo combatimos su ausencia para acariciarlo o acercarnos un poco más, hasta donde podamos (o hasta donde nos deje la policía). Habla de los ricos y los pobres, habla de las carencias de todos. Por eso Agustín piensa al nieto distinto a los hijos que no son más que proyectos fallidos (una madre prematura y un futuro sociólogo), dos vidas desperdiciadas. El nieto, en su imaginación, será distinto: lo piensa ingeniero metalúrgico. Hasta lo bautiza, idealizando hasta el infinito: Gianluca, le llama y ya lo ve al mando de alguna fundición mientras su propia vida –que él cree ordenada y exitosa– se le escapa de las manos, va a la deriva. Talvez de eso están hechos los Dioses: pantallas, ensueños, apariencias… carencias y nada más.
Fuimos muy pocos –con los dedos de las manos me alcanzó para contarlos– los que degustamos de aquella película que lanzó a la fama a Pietro Sibille y le dio un espaldarazo al joven cineasta limeño (que escribió el guión de Dioses gracias a Cinefondation, el programa residencial del Festival de Cine de Cannes). Todavía puedo sentir el vértigo de las escenas finales y la turbación con la que regresé apresurado a mi casa tomando notas mentales, tratando de comprender o imaginar lo que le pasaría a Santiago, y, a través de él, de lo que le pasaría a mi país. Tarea equívoca, si es que no estúpida como mi desbordada empatía con las paranoias y el franco proceso autodestructivo del personaje central.
Y ahora, por fin llegó Dioses. O digo mejor: llegaron “los” Dioses. Los Dioses de Asia, el rincón elitista del verano limeño… para presentar una historia incestuosa en donde Diego, el hermano menor (Sergio Gjurinovic), desea a Andrea, su propia hermana (Anahí de Cárdenas). Este vendría a ser el gatillo del segundo largometraje de Méndez que me trae a la cabeza el también segundo capítulo de La tía Julia y el escribidor que aborda una historia que tiene el mismo germen y termina con esa pregunta ensamblada por el morbo que carcome al fisgón (sea lector o cinéfilo): ¿estallaría el escándalo o un pudoroso velo de disimulación y orgullo pisoteado ocultaría para siempre esa tragedia?
La tentativa de Josué Méndez de mostrar cómo es la clase alta peruana podría ser fallida o hasta cierto punto maniquea, sobre todo cuando él, generalizando, le lanza adjetivos que calzan en el lugar común: "patética, vacía e ignorante". La película seguramente no muestra cómo es la clase alta peruana, lo que sí hace es componer una efectiva historia que se enmarca dentro de la burguesía más privilegiada del país. Ahí es donde uno se ve doblegado por sentimientos contrapuestos: asco y atracción. Porque es una historia que habla del poder, de las garantías y anchos espacios que cubre (y que nunca cubrirá) el dinero. Y, creo que a todos, el poder nos produce sensaciones dispares: la crítica y la fascinación, en donde sí acierta Méndez cuando él mismo se confiesa: "Yo sin venir de clase alta acabé en ese colegio y me crié con esos chicos privilegiados, lo que me hizo crecer con contradicciones. Por un lado criticándolos y por otro fascinado por sus vidas".
Hay dosis de crítica y, por otro lado, rendidas muestras de fascinación de la que todos somos partícipes. Vemos, por ejemplo, cómo Agustín, un prototípico pituco limeño (Edgar Saba), se enamora de Elisa, una chola de la clase baja que oculta sus raíces (rotunda y sensual Maricielo Effio). Y es Elisa quien acaudala nuestra fascinación por ese mundo de ostentación y abundancia: cuando ensaya, frente al espejo, la pose, la forma de hablar de las pitucas. Cuando juega a jugar y procura recrear su personaje en la intimidad, nos vemos ante un juego de espejos en donde la impostura es el escape a los complejos y miserias del que se siente inferior. Pero luego vemos que los espejos no sólo acusan al pobre lo hacen, a su vez, con el rico. Diego también empezará a actuar, fingir, hacer como que no pasa nada, todo anda bien: el chico que se templó de su hermana no está más, desapareció o se esconde detrás de una falsa sonrisa. Pero el espejo es igual para todos. Al final, no importa ser cholo o gringo, tener plata o ser un misio: todos somos iguales frente al espejo: uno solo no puede escapar ante sus miserias y secretos más inconfesables. Ante el espejo, en resumidas cuentas, se refleja ese juez incorruptible que es la conciencia.
La pesadillas de la pobre Elisa conmueven y nos señalan a todos, como lo hace, pero de una manera indeseable, la típica escena del chico bien que, llevado por las trepidantes hormonas, toquetea a la empleada (en estos casos, la platea siempre termina celebrando la ‘picardía’ del muchacho, cosa que nos denuncia como alegres cómplices de este espanto que es pan de cada día en el Perú).
La servidumbre encuentra en su lengua nativa (el quechua) su propio reducto para poder manifestar sin temores su sentir –sus críticas furtivas– frente al patrón, el amo que si no duerme, bebe y si no bebe, duerme.
Hay un también en Dioses una actualización de la temática de No se lo digas a nadie que, en palabras de Mario Vargas Llosa, describe con desenvoltura y desde dentro la filosofía desencantada, nihilista y sensual de la nueva (de)generación.
A Andrea tanta sensualidad y nihilismo no le hizo mucho bien. Termina embarazada. ¿De su hermano? No. ¿De quién? De todos: es decir, de nadie. Abortar ya no es la salida, ha pasado mucho tiempo. No queda otra cosa que hablar de ‘esa nota’ con su progenitor, que lo decide de un tiro: ella se irá del país por un buen tiempo y tendrá a la criatura que luego él mismo reconocerá con la complicidad de Elisa, quien aceptará ser parte fundamental de la mentira: la falsa maternidad tiene un precio, el ansiado matrimonio. El viejo manda a la hija a Miami y ella, inquietada por la incertidumbre que se cierne sobre su vida le pregunta: ¿Cómo voy a vivir allá? La respuesta del padre es terminante: igual que acá.
Luego vemos al abuelo en una postal irreprochable de la clasa alta capitalina: él, solo, en su espaciosa casa de playa, con el vaso de whisky, perdiendo la mirada en el horizonte, allá donde el mar y el cielo se encuentran mientras la tarde se alimenta de sus deseos y carencias. Aparece la servidumbre, la empleada que lo escucha en silencio sin asentir ni disentir, simplemente cumpliendo su misión: recibir órdenes sin opinar. El abuelo imaginando el futuro del nieto mientras su hijo, confuso y angustiado, huye de casa y se va a El Agustino, para refugiarse en el hogar de una de sus sirvientas, encontrándose cara a cara con su propio país, con esa cosa molesta que no le mostraron porque enferma, abruma: la pobreza. Talvez eso lo sensibilizó, como comentará después una vieja pituca al saber que piensa estudiar letras o sociología… Y hay mucha sociología cuando vemos a Elisa volver a casa, su barrio populoso, su esquina, a contarle a su gente que se casa en París para sorpresa de todos. Su madre intuye algo pero comparte la alegría de su hija. Le pide que le cuente la buena nueva a la abuela. Elisa sube las gradas y entra al cuarto de su abuela: la encuentra durmiendo en medio de su miseria, Elisa la arropa con su silencio y una lástima extraña, peligrosa. La abuela durmiendo es una metáfora de ese Perú que duerme, sueña, pero no ve el progreso del que muchos hablan, está de espaldas a la realidad de los Dioses.
Dioses habla del poder y de cómo combatimos su ausencia para acariciarlo o acercarnos un poco más, hasta donde podamos (o hasta donde nos deje la policía). Habla de los ricos y los pobres, habla de las carencias de todos. Por eso Agustín piensa al nieto distinto a los hijos que no son más que proyectos fallidos (una madre prematura y un futuro sociólogo), dos vidas desperdiciadas. El nieto, en su imaginación, será distinto: lo piensa ingeniero metalúrgico. Hasta lo bautiza, idealizando hasta el infinito: Gianluca, le llama y ya lo ve al mando de alguna fundición mientras su propia vida –que él cree ordenada y exitosa– se le escapa de las manos, va a la deriva. Talvez de eso están hechos los Dioses: pantallas, ensueños, apariencias… carencias y nada más.