In Memoriam
Mario, quiero contarte que hoy creí estar en el cielo (acaso, por jugarreta que el destino les depara a los escépticos, ¿ya estarás por ahí tomando mate y recitándole algunos inéditos premeditados a Jesucristo, Marx y Freud?). A orillas del Titicaca hay un pueblito llamado Pomata, una suerte de antesala al infinito donde la mano del hombre resulta siendo un agobio futurista que haría las delicias de Verne y compañía; una válvula de escape en estado basal plagada de ambientes que –al igual que tus poemas– podrían sensibilizar a un hombre de piedra o de hojalata. Estuve durante horas frente a un mar dormido, tan quieto como ahora debe andar tu cuerpo, maestro (tu palabra, en cambio, está más viva que nunca y, como sólo acontece con los predestinados, decidió sobrevivirte desde que garrapateaste tus primeros borradores).
¿Que por qué le escribo a un muerto? No lo sé, sólo me dejo llevar por ese mismo impulso que me invita a releer con devoción tus cuentos y poemas.
Hace tanto tiempo quería escribirte una extensa misiva a puño y letra –así como lo hice con Ernesto Sábato cuando le dije que yo era Juan Pablo Castel y que no estaba loco, ¡ese túnel existía, y aun existe!– pero no encontré tu dirección postal en la guía telefónica de Uruguay.
Fue sabia tu decisión de borrarte de las páginas blancas de ese mapa para impertinentes, porque te hubiera telefoneado tantas veces que mejor lo olvidamos. Ahora ya sé que nunca podré hablar contigo y que la carta en donde te confiaba que la búsqueda de un retazo de felicidad en (y mediante) la literatura es la quimérica razón de mi existencia. A propósito de eso: ahora que ya cerraste el paréntesis sabrás si la existencia tiene algún sentido, poeta.
Lo que no sabes es que justamente hoy, en la sierra peruana, un escribidor confundido empezó a leer Memorias de Adriano y recordó a ese uruguayo moribundo que, ¡pésima ironía!, lo había sacudido con Réquiem con tostadas: “he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos”.
Así es para todos, Mario. Pero no todos podrán escribir un diario existencialista como La tregua, o poemas de la envergadura Hagamos un trato o Te quiero. No todos pertenecemos a esa extraña estirpe que, jugando en serio con las palabras, suele cambiar la vida de las personas.
¿Algo más, Mario? El mal de altura, también llamado soroche por estos lares quechuas, es un perfecto coqueteo con la muerte. Cuando sientes los amagues del vahído, dudas, mientras luchas por una bocanada de aire quieres creer en Alguien superior que, aparte de salvarte del inminente trompicón, pueda tenderle la mano simbólica al Hombre para borrar lo que hizo la otra mano (la siniestra, la que nos deshumanizó a punta de canalladas que hoy todos llaman noticias). Que yo también sufra un mal gástrico crónico no es sólo una anécdota que no viene a cuento: tómalo como una argucia que me hace sentirme más cerca a ti, hermano.
Hace mucho tiempo un amigo poeta me invitó a ver Vivir, una película de Kurosawa que me hizo prometerme con fervor escribir algo digno de recordarse antes de cerrar el paréntesis. Podrás darte cuenta que, por pereza o falta de talento, estoy haciendo bien poco (dame el beneficio de la duda, ten en cuenta que tengo un padre que habla con nadie en el excusado y que esta misma tarde se dijo a sí mismo “Me da pena mi hijo”… y no hablaba de mí, Mario. A veces creo estar muerto, aunque, de ser así, ya sabría si en verdad La muerte es una joda).
Volvía de Pomata a esta civilización en donde el desasosiego prefabricado y las gripes de laboratorios porcinos ofician de titiriteros duchos y, de pronto, la radio lo informó fríamente: Mario Benedetti ha muerto. Punto aparte.
El locutor deslizó una escueta biografía que no decía nada de ti, pero delataba mucho del mal tiempo que vivimos. Un flashback, a manera de pararrayos contra la nada, me sacó del mazazo de saberte muerto: una madrugada de año nuevo, en La Punta, Camaná, ríos de licor y mares de poesía. El Búho –un viejo amigo– recitando Táctica y estrategia antes de dar cuenta de una botella de cerveza bebida del pico. Entonces vivir otra vez valía la pena y salud por Benedetti, ese uruguayo universal al que todos debemos recordar cuando nos quedamos inmóviles al borde del camino, cuando congelamos el júbilo, cuando queremos con desgana, cuando nos llenamos de calma.
Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farugia, este réquiem lo escribí con el alma, es cierto que debí hablar de ti y sólo hablé de mí hasta la impudicia; pero hablé de mí pensando en ti (táctica y estrategia, escritor): NO TE SALVES AHORA NI NUNCA. NO TE SALVES.
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