En una entrevista con Joaquín Soler, el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti confesaba que para escribir carecía de disciplina, sistema o método. El decía: “Yo no puedo ir a sentarme a la máquina de escribir, o sentarme con el lápiz, de tal hora a tal hora. Me es imposible hacerlo. Yo tengo arranques, ganas de escribir de un momento a otro, y de ahí viene la confusión porque tal cosa va a la libreta número 7, otra es un recorte de papel, a lo mejor un papel que me llevé de la confitería y después todo eso es un embrollo, ¿no? Además muchas veces me pregunto si yo escribí esto, o cómo juega esto otro dentro de la novela”.
Vargas Llosa, adoptaba (y sigue adoptando) la postura de un oficinista, se sienta a escribir, todos los días, de tal hora a tal hora.
La vieja y consabida anécdota literaria dice que en un hotelucho de San Francisco, en donde discutieron el uruguayo y el peruano. Onetti le dijo: “Mira, Mario, lo que pasa es que tú con la literatura tienes una relación conyugal, tienes que cumplir todos los días y de tal hora a tal hora; y para mí, en cambio, es una relación con una amante, cuando tengo deseos de escribir entonces escribo: loca, absurdamente”.
Dos opciones distintas, opuestas, pero ambas con resultados sobresalientes.
Yo, en cambio, humildemente confieso que soy un oficinista por deformación profesional. Aunque carezco de profesión: porque soy analista de sistemas, pero no soy ingeniero ni deseo serlo. Así como tampoco soy escritor, pero sí quiero serlo (y a veces creo serlo). Oficinista a regañadientes tengo que fingir que ‘trabajo’ mientras escribo. O lo que es peor: hacer ambas cosas a la vez. La idea que da pie a la construcción de cuentos es repentina, viene de un momento a otro como un movimiento telúrico, muy similar al caso de Onetti: entonces la literatura es, todavía y muy a mi pesar, mi amante. Pero aspiro a que pronto –y para siempre– sea mi mujer.
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