Una relectura de los libros de Fernando Savater (en este caso me refiero en específico a su lúcido conjunto de ensayos titulado acertadamente “Contra las patrias”) nos puede vacunar, en un momento candente, contra ese patriotismo entendido de la peor manera. Una palabra que, desde su concepción y a través de la historia, ha demostrado tener más espinas que pétalos de rosas (“si no hubiera enemigos, no habría patrias; queda por ver si habría enemigos en caso de no haber patrias”). Todos, al fin y al cabo, hemos sido víctimas del patriotismo en alguna oportunidad. Savater aclara que todas las víctimas del patriotismo son, en realidad, víctimas de un malentendido y de un absurdo del que al fin de cuentas sólo unos cuantos –los más brutales– sacan auténtico provecho.
Todo esto viene a cuento luego de que el suboficial FAP Víctor Ariza Mendoza fuera capturado por ser un vulgar felón. Sí, señores, un espía en nuestra propia casa: la Fuerza Aérea Peruana. Ahora, el almirante Jorge Montoya, ex jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, pide platea para contarnos –¡vaya primicia!– que la acción de espionaje a favor de Chile efectuada por este malnacido demuestra que "el sistema de inteligencia peruano está debilitado". Perogrulladas de esa estofa sólo pueden salir de miembros de nuestras fuerzas armadas. Ya lo dejó dicho Winston Churchill en uno de sus días más lucientes: la guerra es un asunto demasiado importante como para dejársela a los militares.
Sí, hablo de guerra, una guerra a tientas (de nuestro lado, pues muchos todavía se resisten a darse por enterados), una guerra gélida (del lado de ellos, los chilenos, conspicuos amigos de lo ajeno), una muestra nítida de lo que se está cocinando en las altas esferas del país del sur. La actitud de Chile no sólo es inamistosa, sino que es abiertamente clara: estoy armado hasta los dientes, estoy listo para dar un golpe que, te lo aseguro, será más perfecto que el siglo XIX. ¿Lo oyeron todos? O acaso estoy siendo víctima de un malentendido. Lo dudo.
Ahora se me acusará de nacionalista trasnochado, de ver cuervos en donde sólo hay mansas palomas. ¡Bah! Los hechos respaldan una verdad más grande que una catedral: en este mundo donde la bestialidad se pasea a sus anchas, es mejor tener un Arma y no necesitarla; que necesitarla y no tenerla. ¿Qué se puede decir para evitar ser incendiarios? Que no estamos hablando del pueblo chileno en su conjunto, sino del poder chileno, ése que, de puro ambicioso, no se conforma con lo que tiene (¡nunca lo hizo!). Porque nuestra historia lo dice (porque Bolivia lo vivió en carne propia y porque, faltara más, la Argentina lo ratifica). Y a la historia hay que recurrir cada vez que sea necesario.
No se trata de nuestro sistema de inteligencia ni de nuestras fuerzas armadas que, en caso de un conflicto limítrofe –hay que reconocerlo–, podrían hacer bien poco. Se trata, en todo caso, de una falta de identidad porque como país estamos balbucientes: el suboficial FAP Víctor Ariza es el resultado de lo que sembramos, un hijo bastardo de la patria, un desecho de nuestra viciada industria castrense, escoria parlante emblemática en el país de los tránsfugas.
Un buen amigo, me dijo alguna vez, “yo no soy peruano, yo soy terrícola”. Y es que, en verdad, todos somos terrícolas. La bandera supranacional, la definitiva, sería la del planeta entero, esa esfera que se sigue calentando porque la tratamos como a las cucarachas. Ser terrícola equivaldría a pasearme por la plaza de armas de Santiago sin que nadie insinúe que seguramente soy otro peruano “come-palomas”. Ser terrícola significaría no mirar con recelo a todos los capitales chilenos que van alargando sus tentáculos a lo largo y ancho del territorio nacional (hoy que muchos festejan la llegada del Parque Arauco a Arequipa). Ser terrícola sería el bálsamo contra los odios (in)fundados y contra la estupidez de las visas (que no son más que una manera poco sutil de decir “yo soy distinto” y de reafirmar las fronteras).
Celebro la idea de una bandera indoblegable y, a veces, yo también me siento terrícola. Pero esa sensación de hacer un mapa global, borroneando los límites entre nuestras naciones, todavía es impensable; y, mientras tanto, tenemos que señalar un camino claro y sereno, pero sin medias tintas.
La historia no está sólo para recordarla y sufrirla. También está para corregirla. Chile tiene gente de primera fila, artistas descollantes y, ¡qué duda cabe!, ciudadanos que quieren progreso pero sin violencia; pero Chile también tiene un viejo lema que reza “por la razón o por la fuerza”. Nosotros, por otro lado, tenemos lo nuestro: un pueblo indiscutiblemente pacífico, intelectuales que deben meter la mano de una buena vez pero con pulso firme y tomando partido: primero, por la PAZ; luego, por el PERÚ; después NADA. Hoy más que nunca recordemos que tenemos alimañas tan ponzoñosas como el tal Víctor Ariza, que desconoce lo que son la lealtad y el amor por el suelo propio. Defendamos la PAZ otra vez, defendamos nuestra soberanía, ahora: ¡POR LA RAZÓN O POR LA FUERZA, PERUANOS!
Todo esto viene a cuento luego de que el suboficial FAP Víctor Ariza Mendoza fuera capturado por ser un vulgar felón. Sí, señores, un espía en nuestra propia casa: la Fuerza Aérea Peruana. Ahora, el almirante Jorge Montoya, ex jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, pide platea para contarnos –¡vaya primicia!– que la acción de espionaje a favor de Chile efectuada por este malnacido demuestra que "el sistema de inteligencia peruano está debilitado". Perogrulladas de esa estofa sólo pueden salir de miembros de nuestras fuerzas armadas. Ya lo dejó dicho Winston Churchill en uno de sus días más lucientes: la guerra es un asunto demasiado importante como para dejársela a los militares.
Sí, hablo de guerra, una guerra a tientas (de nuestro lado, pues muchos todavía se resisten a darse por enterados), una guerra gélida (del lado de ellos, los chilenos, conspicuos amigos de lo ajeno), una muestra nítida de lo que se está cocinando en las altas esferas del país del sur. La actitud de Chile no sólo es inamistosa, sino que es abiertamente clara: estoy armado hasta los dientes, estoy listo para dar un golpe que, te lo aseguro, será más perfecto que el siglo XIX. ¿Lo oyeron todos? O acaso estoy siendo víctima de un malentendido. Lo dudo.
Ahora se me acusará de nacionalista trasnochado, de ver cuervos en donde sólo hay mansas palomas. ¡Bah! Los hechos respaldan una verdad más grande que una catedral: en este mundo donde la bestialidad se pasea a sus anchas, es mejor tener un Arma y no necesitarla; que necesitarla y no tenerla. ¿Qué se puede decir para evitar ser incendiarios? Que no estamos hablando del pueblo chileno en su conjunto, sino del poder chileno, ése que, de puro ambicioso, no se conforma con lo que tiene (¡nunca lo hizo!). Porque nuestra historia lo dice (porque Bolivia lo vivió en carne propia y porque, faltara más, la Argentina lo ratifica). Y a la historia hay que recurrir cada vez que sea necesario.
No se trata de nuestro sistema de inteligencia ni de nuestras fuerzas armadas que, en caso de un conflicto limítrofe –hay que reconocerlo–, podrían hacer bien poco. Se trata, en todo caso, de una falta de identidad porque como país estamos balbucientes: el suboficial FAP Víctor Ariza es el resultado de lo que sembramos, un hijo bastardo de la patria, un desecho de nuestra viciada industria castrense, escoria parlante emblemática en el país de los tránsfugas.
Un buen amigo, me dijo alguna vez, “yo no soy peruano, yo soy terrícola”. Y es que, en verdad, todos somos terrícolas. La bandera supranacional, la definitiva, sería la del planeta entero, esa esfera que se sigue calentando porque la tratamos como a las cucarachas. Ser terrícola equivaldría a pasearme por la plaza de armas de Santiago sin que nadie insinúe que seguramente soy otro peruano “come-palomas”. Ser terrícola significaría no mirar con recelo a todos los capitales chilenos que van alargando sus tentáculos a lo largo y ancho del territorio nacional (hoy que muchos festejan la llegada del Parque Arauco a Arequipa). Ser terrícola sería el bálsamo contra los odios (in)fundados y contra la estupidez de las visas (que no son más que una manera poco sutil de decir “yo soy distinto” y de reafirmar las fronteras).
Celebro la idea de una bandera indoblegable y, a veces, yo también me siento terrícola. Pero esa sensación de hacer un mapa global, borroneando los límites entre nuestras naciones, todavía es impensable; y, mientras tanto, tenemos que señalar un camino claro y sereno, pero sin medias tintas.
La historia no está sólo para recordarla y sufrirla. También está para corregirla. Chile tiene gente de primera fila, artistas descollantes y, ¡qué duda cabe!, ciudadanos que quieren progreso pero sin violencia; pero Chile también tiene un viejo lema que reza “por la razón o por la fuerza”. Nosotros, por otro lado, tenemos lo nuestro: un pueblo indiscutiblemente pacífico, intelectuales que deben meter la mano de una buena vez pero con pulso firme y tomando partido: primero, por la PAZ; luego, por el PERÚ; después NADA. Hoy más que nunca recordemos que tenemos alimañas tan ponzoñosas como el tal Víctor Ariza, que desconoce lo que son la lealtad y el amor por el suelo propio. Defendamos la PAZ otra vez, defendamos nuestra soberanía, ahora: ¡POR LA RAZÓN O POR LA FUERZA, PERUANOS!
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