Sólo una pregunta (para comenzar bien y no irme por las tangentes como suelo hacerlo casi siempre): ¿conoces a Marcial Mena? Yo intuyo que sí: Marcial es un joven solitario, un tipo real, un sujeto que está hastiado de esa maldita indecisión congénita que lo ha catapultado al inextricable dédalo del fracaso.
Él está harto de ser un manojo de titubeos; pero, sobre todo, Marcial está extenuado de vivir rodeado de jóvenes desalentadores que lo tildan de ser un mero «idealista». Sus amigos lo llaman soñador, necio, iluso o simplemente despistado, por el simple hecho de que él está peligrosamente convencido de que los jóvenes de su pasiva generación son los únicos que pueden –¡y deben!– cambiar el mortal rumbo que sigue su vergonzoso y desorientado país tercermundista ("¡país que no vale un carajo!", como suele disparar su abuelo Orlando cada vez que la selección nacional muerde polvo de la derrota).
Para evadir a esa indiferencia desdeñosa que cree que todos muestran hacia él, Marcial decidió aislarse del mundo, pues alejarse de los demás significaba para él la mejor manera de apartarse de la agobiante incomprensión y del severo rechazo. Nunca imaginó que el remedio iba resultar siendo peor que la enfermedad, porque, en su soledad extrema, él ha cultivado una siniestra compañera: la frustración; pero Marcial intenta huir de ese sentimiento, oscuro y corrosivo, que le carcome a cuentagotas el escaso ego que aún se insinúa en su más recóndito interior.
Pero, ¿por qué razón se siente frustrado? ¿Cuál es su verdadero problema? Marcial sabe muy bien que todo este embrollo empezó hace varios años, cuando un día se sintió inflamado con la ilusión de llegar a ser un reconocido periodista; pero su propia indecisión, añadida a la enorme cuota de pesimismo que le inyectó su entorno íntimo, le hicieron estrangular a esa vocación que él veía como el único medio que lo podría llevar a alcanzar esa ansiada felicidad que todo ser humano persigue.
Marcial inmoló a su vocación más genuina: el periodismo ("carrerucha para acribillarse de hambre", diría su madre antes de dibujar una elocuente mueca); se dejó llevar por esos intereses metálicos que le impone un mundo consumista… y eligió como nueva aspiración a la rutilante y vertiginosa ingeniería informática.
Él está a punto de ser un flamante ingeniero informático, pero cada vez que explora su interior –cosa que lamentablemente hace muy a menudo–, siente ese obstinado vacío que, opresivo, lo somete y que lo obliga a chapotear en el hediondo fango de sus ingratos recuerdos y sueños marchitos.
Un día de esos (o mejor dicho, un día de aquéllos), Marcial, solo, ensimismado, siente unas desenfrenadas ganas de escribir. Esta actividad, que lo convierte en una especie de reo de la pluma y el papel, lo empieza cautivar. Él cree haber encontrado una nueva pasión, muy parecida pero más intensa y cautivante que la anterior. Marcial escribe, escribe y no para de escribir… Pero, poco a poco, va descubriendo la siempre truculenta realidad: Marcial no sirve para esos complejos menesteres.
Fue la tradicional Semana Santa mistiana, el breve periodo en el que Marcial quiso entregarse por completo a la insaciable creación literaria. Pero su falta de talento y su anémica imaginación lo llevaron a evocar los pasajes más recordados de su somnolienta vida: su solitaria infancia en Pucallpa, su etapa escolar en Colegio San Jerónimo y su todavía inconclusa vida universitaria. Él trató de amalgamar recuerdos pero, debido a su impericia, no pudo evitar salirse siempre del contexto: sus narraciones –al menos para mí– se ven desafortunadamente invadidas por percepciones superficiales y por un costumbrismo enfermizo que alcanza cotas intolerables.
En algún momento –momento que, para ser honestos, ni él ni yo recordamos con certeza–, Marcial percibió que sus narraciones eran turbias, aburridas y poco descriptivas; esto fue achatando de a pocos sus deseos de escribir. Y, después de casi una semana de trabajo intermitente, él dejó de escribir… dejó de escribir para nunca más volverlo a hacer.
¿Fracasó? Sí, pero no. ¿Cómo así? Con todas sus limitaciones de por medio, Marcial elaboró una obra rara, una obra distinta. Él cree haber escrito una novela mediocre ("una novela a la altura de su autor", como alguna vez sentenció él mismo después de apurar nerviosamente un vaso de cerveza en el bar La Ramadita); pero lo cierto es que cualquier lector medianamente avispado puede percatarse al instante de que lo suyo no es novela por ningún lado… son simples anécdotas empapadas con una pizca de ficción, relatos entrelazados, recuerdos rebuscados, memorias distorsionadas…
La primera vez que terminé de revisar sus manuscritos, apagué el velador de mi mesa de noche preguntándome "¿conoces a Marcial Mena?". Llegué, en medio de la oscuridad de mi tibia alcoba, a una conclusión apurada (que es un símil de la conclusión a la que llego cada vez que Marcial merodea mis pensamientos): no lo conozco y a veces estimo que nadie lo conoce. Valgan verdades: ¡juraría que ni él mismo se conoce en absoluto!
Antes de terminar, agrego una sola cosa: cierta mañana dominical, saliendo de la parroquia del vecindario, Lucrecia, la extraña novia de Marcial, se me acercó discretamente para ponerme al tanto de que una buena cantidad de los manuscritos de su novio andaban dispersos por toda la ciudad: «Ni siquiera el propio Marcial sabe quién demonios sacó tantas copias». Por suerte, mi mala conciencia alcanzó a permitirme un gesto de moderada sorpresa. «Incluso, y aunque parezca mentira: ¡están apareciendo algunos de sus relatos en algunos periódicos e internet!», agregó muy ofuscada. Debe ser cierto, porque de no ser así, tú, amigo lector, no estarías leyendo estas líneas… Y ya que no te conozco (y aún a sabiendas de que tu respuesta es bastante obvia), cumplo con formularte la misma pregunta que les hago a todos los que se animan a revisar sus manuscritos: ¿acaso tú conoces a Marcial Mena?
Si encuentras a alguien que lo conozca, llámenlo: díganle que ya no escriba, que lo mejor que puede hacer es dejarse vencer por la hoja en blanco… porque dejarse llevar –escribir, escribir, escribir– sería volver a caer en la tentación del fracaso.
Yo, antes que verlo escribiendo, prefiero saberlo muerto… y tú sabes que no exagero.
M.M.