En la foto, de izquierda a derecha: Julio Ramón
Ribeyro, Fernando Ampuero y Toño Cisneros. HOY, SÁBADO 29 DE SETIEMBRE, PRESENTA A LAS 7 P.M. SU ANTOLOGÍA PERSONAL EN LA FIL AREQUIPA.
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Por Orlando Mazeyra Guillén
«No pensé que fueras tan alto», me dijo
Fernando Ampuero cuando lo abordé momentos antes de la presentación de su Antología
Personal (Punto de Lectura, 2012) en un conocido restorán miraflorino. Un
comentario banal que se le puede hacer a
quien uno acaba de conocer, pero que traigo a cuento porque recuerdo que,
en uno de sus libros, él señala algo que, en vez de pertinente aclaración, me
sabe a rotundo embeleco: «nada personal
tengo contra los sujetos de baja estatura. Muchos de mis amigos son personas
pequeñas, por quienes siento enorme respeto, afecto y admiración: gente abierta
y simpática, almas transparentes que saben que la calidad humana no se mide con
un centímetro». ¿La bonhomía tiene relación con la estatura de las
personas? Claro que no. Un narrador tan ducho como Ampuero, sin duda, lo sabe
(aunque el estereotipo lo lleve concluir que todos los no limeños somos
necesariamente cortos de estatura).
Este comentario, en vez de quedar como una mera anécdota,
me lanzó a indagar, otra vez, acerca de los indefinibles límites entre realidad
(verdad) y ficción (mentira). Quizá algunos, por qué no, tenemos especial
fijación en la apariencia física, es decir, en la envoltura antes que en el
contenido. Por ejemplo, en su última novela El
peruano imperfecto (Alfaguara, 2011) parece poner en práctica
—¿deliberadamente a medias?— el streaptease
invertido explicado por Mario Vargas Llosa en Historia secreta de una novela. Pedro José de Arancibia, el álter
ego de Ampuero, «es alto y delgado, de porte atlético, tiene el buen gusto de no teñirse
las canas y, bendición de sus genes del lado paterno, carece de arrugas». Corro ahora el riesgo del exabrupto
al convencerme de que acá hay un exhibicionismo desbocado que delata algo que
llamaremos una de las obsesiones de este importante narrador nacido en Lima en
1949: mirarse al espejo. Ejercitar una vanidad galopante. Lo cual no es delito,
sin embargo me interesa poner en relieve, pues quizá sea una de las razones por
la que es resistido por mucha gente (la entrevista que le hice fue censurada en
una novel revista limeña porque el director lo consideraba un escritor
antipático. Ésta finalmente apareció en el diario El Pueblo de Arequipa).
«La verdad está en la ficción. En ella es donde el
termómetro espiritual da su medición exacta», afirma Martín Amis y uno como
lector de El peruano imperfecto
—ironías de por medio— puede encontrarse con la medición exacta de la estatura
espiritual del autor de uno de los mejores cuentos peruanos que yo haya leído: Taxi driver, sin Robert DeNiro.
«¿Qué
es hoy el Perú? —se pregunta Pedro José de Arancibia— No lo sé, ni
tampoco sé si alguien lo sabe. Si unos siglos atrás se mencionaba esta palabra,
Pirú o Perú, el habitante de otros mundos pensaba en los incas,
El Dorado o el Cusco, o bien imaginaba la Lima vista por los viajeros, europeos
y decimonónicos, y por Ricardo Palma, las tapadas y algunas leyendas
pintorescas. Ahora, para nativos y extranjeros, la traducimos en imágenes:
pisco sour, cebiche, papa a la huancaína, Titicaca, Vargas Llosa,Machu Picchu,
líneas de Nasca, líneas de cocaína». Este último
Ampuero, como se podrá notar, a pesar de ser entretenido, es prescindible y
ligero. Yo prefiero a aquél que luego de darse unas vueltas por la calle Ocoña,
la que él llama el Wall Street del dólar informal, decidió escribir una novela,
Caramelo verde (1992), «conjuro
indispensable (sea usted autor o lector) contra el sinsentido de la existencia».
También
me declaro lector atento del Ampuero que nos acerca con solvencia al autor de El viejo y el mar, uno de sus escritores
predilectos: «Todo el mundo quiere a Hemingway. Todo el
mundo lo odia. Los valores que animan su obra, dicen algunos, ya no interesan.
¿Quién admira a un cazador en un mundo ecologista? ¿Quién celebra a un
boxeador en plena decadencia del machismo? Aquellos que lo quieren, rescatan la
tensión y belleza de su estilo, claro, sencillo, cero colesterol, así como la
calidad de sus cuentos, que consideran-lo-mejor-de-su-universo-creativo. Los
que lo odian, lo tildan de obsoleto. Ambas opiniones sacan lustre al lugar
común. Sin embargo, Hemingway sigue entre nosotros. Y esto, por cierto, no se
debe a que hoy nos apasione la pesca, los toros, la guerra o el alcoholismo,
sus temas recurrentes. Nos apasiona, creo yo, lo que está detrás de su enorme y
publicitadísimo vitalismo: la soledad y la derrota.»
Ampuero alguna vez me dijo que si a Shakespeare le hubiera
tocado nacer en estos tiempos, lo más seguro es que hace rato lo hubieran
mandado a parir. Aprecio también al narrador que sabe dar sobrios consejos a aquellos
que le confiamos nuestras tribulaciones literarias: «en este mundo ya nadie
triunfa. El triunfo es una ilusión óptica, ya que la humanidad ha perdido el
carnet de trascendencia. Uno no debe buscar eso. Uno solo debe buscar hacer las
cosas cada día mejor. No temerle al fracaso. El fracaso es un cómplice, un
aliado: muchas veces nos da una mano para salir del hoyo. Como decía el
gran Cortázar, la vida es caer y levantarse».
Para matizar mi
impresión, quizá apresurada, sobre este reconocido periodista (y, desde luego,
también poeta) dejo una de las preguntas que le formulé hace pocos meses:
—En el mundillo literario limeño
se habla mucho de su vanidad, el periodista Beto Ortiz ironiza sobre su
legendaria pose "ta-qué-rico-que-soy". En esto,
¿cuánto hay de verdad y cuánto hay de mentira (envidia)?
—¿Qué raro que esa gente piense que soy vanidoso? —me
respondió— ¿No estarán todos equivocados? La vanidad, en todo caso, es un
saludable movimiento del alma. Cura la melancolía y sirve de antibiótico
natural contra la infecciosa impertinencia de quienes nos malquieren.
Yo me arriesgo: él es un peruano perfecto. Y además,
claro que sí, un narrador de polenta.
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