Siempre me gustaron
los almuerzos anuales de ex-alumnos. Los entendía como una imperdible
oportunidad de volver al colegio. Inclusive, y hasta ahora no sé por qué, me
llegaron a elegir presidente de mi promoción. Recuerdo que en aquella
oportunidad di un breve discurso citando, de memoria (y seguramente mal), un
hermoso prólogo de un libro de cuentos de Gabriel García Márquez, en donde el
colombiano contaba que, a través de un sueño que le permitió presenciar su
propia muerte —habría que decir, su propio entierro—,
cayó en la cuenta de que morir era no
estar más con los amigos. Pocos de mis compañeros tomaron en serio ese mensaje.
Quizá porque no supe dar ese mensaje.
No me importó en ese momento. Lo que sí me apena, ahora y mucho, es que cada
vez me importa menos volver a encontrarme con la gente con la crecí en las
altas aulas de sillar de un colegio que sólo está en mis recuerdos, pues un
terremoto —el del 2001— se lo llevó para siempre…
Apenas un grupo de los más de cien que terminamos en cole en 1997... algunas cosas no cambian. |
«Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela.»
Bernard Shaw
I
—Así que eres profesor —dijo Manuel Pomareda durante el almuerzo en el
que celebrábamos quince años de egresar de La Salle. El comentario
estaba revestido de una truculenta amalgama de mofa y desdén.
—Sí,
profesor —asintió con orgullo Aníbal Mendiola—. ¡Por eso nunca me olvido del
colegio!
La mirada bronca, furiosa, de Aníbal puso sobre el mantel postales de la
secundaria (aquellas que condiscípulos como Manuel preferirían meter debajo de
la alfombra). Aníbal era un embetunado humilde y estudioso. Manuel, en cambio,
un blanquiñoso vago, lenguaraz, la imagen perfecta del ignorante patán (y
orgulloso de su condición): admirador confeso de José Luis Carranza (un futbolista
cuasi analfabeto que era respetado por los barrabravas por su estilo de juego
violento y su lenguaje primitivo, pues todo lo que había aprendido lo resumía con
una sola frase: «La U es la U»). En algún recreo lo escuché filosofar: «El Puma debería de ser el presidente del Perú.
¡Es más macho que Fujimori!».
Asomó entonces, en los extramuros de mi imaginación, el ídolo crema con la
banda presidencial. Un desvarío improbable hasta para Kafka. O quizás no.
Tampoco podía sacarme de la mente aquella vez en que nos hicieron ir a todos
con terno para tomarnos, en la fachada del colegio, la foto promocional que
todavía tengo pegada en la pared de mi habitación. Cuando Aníbal apareció con
un terno sobrio y una corbata algo envejecida —probablemente de su padre—,
Manuel lo aplaudió con sorna:
—Mendiola, por primera vez en tu vida pareces gente —exclamó—. Pero no te
olvides de que a la mona, aunque la vistan de seda, mona se queda…
Todos celebramos el comentario. Aníbal permaneció en riguroso silencio.
—Dime, Pomareda, ¿por qué nunca estudias? —le increpaba el profesor de
literatura—. Después estás sudando en los exámenes. Tienes que esforzarte y ser
como tu padre, ¿entiendes?
—Claro, no quiero ser un simple profesor —murmuraba y otra vez la algarabía
generalizada se hacía del aula: Pomareda estaba batiendo sin temores a uno de
nuestros maestros.
—Tú y yo sabemos por qué los Hermanos no te echan del colegio —volvía a la
carga el profesor Torres—. Tu padre es el médico de cabecera del Hermano
Bejarano, si no fuera por él ya estarías en un cenecape… si es que te aceptan
en alguno… cosa que yo dudo.
II
Terminaba el recreo y dos mocosos llorando entraban a nuestra clase acompañados
del temido prefecto de disciplina, Telésforo Galdos:
—Ya, de una vez resolvamos esto —ordenaba furioso—: señálenme al infeliz que
les quitó su refrigerio.
No hacía falta. Era obvio: Manuel Pomareda, el hijo del médico de nuestro
director, el fanático de Universitario de Deportes que tenía claro que sólo un
fracasado podía ser profesor de secundaria. A los ganadores los aguardaba un
futuro promisorio: ser futbolistas de la «U», por supuesto.
A propósito de la «U». Una
vez fui a ver un clásico a su casa y me percaté de cómo jugueteaba con
Aquilino, su empleado, un muchacho puneño dos años menor que nosotros que, en
aquel tiempo, ya teníamos quince. Un pellizco furtivo en el trasero y luego
bromas obscenas sobre el tamaño de los colgajos de los jugadores de Alianza
Lima:
—Todos estos son como el Mendiola: negros, pingones y huevones…
Sí, Manuel Pomareda se las daba de machito, de matón y pelotero nato (florón de
la corona: un racista sin fisuras que no era serrano, «como todos los arequipeños de la promo», pues había nacido en un puerto moqueguano: «soy de Ilo, ¡costeñazo!»… Años después mostraría orgulloso
su DNI en donde se señalaba que residía en la capital: «ya soy limeño, serranos envidiosos»). Menudas apariencias y nada más:
en la intimidad de su casa era una loca desatada que le tocaba el traste —y
algo más— a un serrano de Pomata. Salvajes ironías de la vida.
III
Muchos
años después, volvió a la ciudad un compañero de clase, Serafín Lunarejo, que
pensaba implantarse senos y trasero en Italia, en donde estudiaba teatro.
—¿Con cuántos de la promo te acostaste? —le pregunté, lo confieso, con morbo y
malicia.
—Con pocos —dijo luego de contarlos mentalmente—. Eso sí, hay uno al que nunca
le di bola… y esto que me persiguió hasta en la universidad…
—¿Quién?
—Manuel Pomareda —disparó—. Es un acosador, siempre me hacía propuestas
enfermas y yo lo ignoraba. ¡Es un asco!
Recordé el colegio y sentí eso: asco. Paradójicamente la comida sabía exquisita
y, en ese instante, una imagen me supo a regalo de los dioses: quince años
después Manuel Pomareda no le pudo empatar la mirada a Aníbal Mendiola en la
mesa de la picantería. Para bien o para mal, muchos habíamos cambiado… aunque
no todos. Por eso Pomareda se puso de pie para unirse de prisa a otro grupo.
Había un gran ausente en la reunión: Lucho Carrizo, el más acudido, en aquellos
años de la secundaria, por eso que ahora todos llaman bullying. Se
comentaba que el colegio —es decir, ese «nosotros» que era, y es la promoción— lo había vuelto
misántropo, inestable y bastante loco.
—¿A quién crees que mataría primero el Carrizo? —me deslizó la pregunta Aníbal
con una mirada que me hizo dudar mucho al momento de dar mi respuesta.
—No sé —le dije—. Ya pasaron quince años: muchas heridas se cierran, ¿no crees?
—Ésta yo la tengo bien abierta y sé que tú también lo matarías a él primero. No
lo niegues.
No lo negué. Tampoco lo reconocí (quizá este texto sea un poco amable, aunque
bastante expeditivo, reconocimiento).
Manuel sigue encarnando para mí lo peor de la especie: un semental de lo
sombrío, un desatinado pertinaz que, con más de treinta años encima, seguía
convencido de que un maestro era (o podía ser) peor que él:
—¡Salud, carajo, por el Puma! —tronó desde la otra mesa la construcción más
sesuda que podía formular su humanidad, aquella que me recuerda por qué festejo
tanto cada vez que me entero de que ha perdido un partido el equipo crema—: ¡La U es la U!
Orlando Mazeyra Guillén
6 de enero de 2013
“El puma y sus cachorros” fue publicado previamente en Lima Gris
6 de enero de 2013
“El puma y sus cachorros” fue publicado previamente en Lima Gris
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