Ahora, dada su edad, Mario Vargas Llosa ya no corre. Pero, hasta hace algunos años, correr fue una de sus grandes pasiones. Revisar, para más señas, el inicio de Historia de Mayta. |
Comencé
a correr hace cinco años, cuando me di cuenta de que mi único ejercicio diario
consistía en cruzar una docena de veces los cinco metros que mediaban entre el
escritorio y la cama. Un amigo deportista me convenció de que los resultados de
ese régimen de vida serían la obesidad, para empezar, y el ataque de miocardio
para terminar, pasando por variados anquilosamientos.
Fue sobre todo lo de la obesidad lo que me persuadió, pues siempre he creído
que la gordura es una enfermedad mental.
Corrí
al principio en un estadio que estaba cerca de mi casa. El primer día intenté dar
una vuelta a la pista de atletismo —cuatrocientos metros— y tuve que pararme a
la mitad, asfixiado, con las sienes que reventaban y la certeza de que iba a
escupir el corazón. Poco a poco, sin embargo, fui saliendo de ese estado físico
calamitoso y alcanzando los niveles aceptables establecidos por un método
conocido. Llegué a correr mil seiscientos metros, en menos de ocho minutos.
Corría cuatro o cinco veces por semana, temprano y aunque los primeros meses
sentía un aburrimiento y pereza, luego me fui acostumbrando, después
apasionando y ahora soy un adicto al deporte.
Los resultados de las carreras matutinas fueron múltiples,
todos benéficos. Es cierto que se trata del más rápido sistema para adelgazar
sin hacer esas dietas que destrozan los nervios y ennegrecen la vida y una cura
fulminante contra el cigarrillo —fumar y correr son vicios incompatibles— y
también que toda persona que corre se ríe a carcajadas de los humanos que
sufren de insomnio o de estreñimiento porque duerme a pierna suelta y tiene un
estómago que funciona como reloj suizo. Pero no son esos los principales
méritos.
Superado ese periodo inicial en que el cuerpo se pone en
condiciones y adapta la rutina, correr deja de ser algo que se hace por
obligación, terapia, vanidad, etcétera, y se convierte en un formidable entrenamiento,
en un placer que, a diferencia de los otros, casi no exige riesgo ni causa estropicios.
Aunque las cosas han cambiado algo, todavía subyace en
nuestros países la convicción de que los seres humanos se dividen en
inteligentes y deportistas, que el desarrollo de la mente exige, o poco menos,
el sacrificio del cuerpo (y viceversa).
Este fantástico prejuicio llevó a cabo, en efecto, una disociación real. Desde hace siglos, en Occidente, el hombre es orientado desde la cuna en una
dirección o en la otra, al extremo de que ha llegado a tener cierta
justificación el que los atletas piensan en los intelectuales como unos risibles mamarrachos físicos y el que
para estos aquellos carezcan de sesos. Reintegrar esos dos aspectos de la
experiencia humana, que nunca debieron escindirse, es una de las cosas que
están por hacerse. Costará trabajo, pero hay indicios —a medida que las pistas,
parques, playas, carreteras se llenan de corredores— de que no es imposible.
Tarde o temprano la gente tendrá que convencerse que, como
leer un gran libro, correr —o nadar, patear una pelota, jugar al tenis— es,
también, una fuente de conocimiento, un combustible para las ideas y un
cómplice de la imaginación.
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