2013/02/12

Correr, placer intelectual

Ahora, dada su edad, Mario Vargas Llosa ya no corre. Pero, hasta hace algunos años, correr fue una de sus grandes pasiones.  Revisar, para más señas, el inicio de Historia de Mayta.

Comencé a correr hace cinco años, cuando me di cuenta de que mi único ejercicio diario consistía en cruzar una docena de veces los cinco metros que mediaban entre el escritorio y la cama. Un amigo deportista me convenció de que los resultados de ese régimen de vida serían la obesidad, para empezar, y el ataque de miocardio para terminar, pasando por variados anquilosamientos. Fue sobre todo lo de la obesidad lo que me persuadió, pues siempre he creído que la gordura es una enfermedad  mental.

Corrí al principio en un estadio que estaba cerca de mi casa. El primer día intenté dar una vuelta a la pista de atletismo —cuatrocientos metros— y tuve que pararme a la mitad, asfixiado, con las sienes que reventaban y la certeza de que iba a escupir el corazón. Poco a poco, sin embargo, fui saliendo de ese estado físico calamitoso y alcanzando los niveles aceptables establecidos por un método conocido. Llegué a correr mil seiscientos metros, en menos de ocho minutos. Corría cuatro o cinco veces por semana, temprano y aunque los primeros meses sentía un aburrimiento y pereza, luego me fui acostumbrando, después apasionando y ahora soy un adicto al deporte.
Los resultados de las carreras matutinas fueron múltiples, todos benéficos. Es cierto que se trata del más rápido sistema para adelgazar sin hacer esas dietas que destrozan los nervios y ennegrecen la vida y una cura fulminante contra el cigarrillo —fumar y correr son vicios incompatibles— y también que toda persona que corre se ríe a carcajadas de los humanos que sufren de insomnio o de estreñimiento porque duerme a pierna suelta y tiene un estómago que funciona como reloj suizo. Pero no son esos los principales méritos.
Superado ese periodo inicial en que el cuerpo se pone en condiciones y adapta la rutina, correr deja de ser algo que se hace por obligación, terapia, vanidad, etcétera, y se convierte en un formidable entrenamiento, en un placer que, a diferencia de los otros, casi no exige riesgo ni causa estropicios.
Aunque las cosas han cambiado algo, todavía subyace en nuestros países la convicción de que los seres humanos se dividen en inteligentes y deportistas, que el desarrollo de la mente exige, o poco menos, el sacrificio del cuerpo (y viceversa).
Este fantástico prejuicio llevó a cabo, en efecto, una disociación real. Desde hace siglos, en Occidente, el hombre es orientado desde la cuna en una dirección o en la otra, al extremo de que ha llegado a tener cierta justificación el que los atletas piensan en los intelectuales como unos risibles mamarrachos físicos y el que para estos aquellos carezcan de sesos. Reintegrar esos dos aspectos de la experiencia humana, que nunca debieron escindirse, es una de las cosas que están por hacerse. Costará trabajo, pero hay indicios —a medida que las pistas, parques, playas, carreteras se llenan de corredores— de que no es imposible.
Tarde o temprano la gente tendrá que convencerse que, como leer un gran libro, correr —o nadar, patear una pelota, jugar al tenis— es, también, una fuente de conocimiento, un combustible para las ideas y un cómplice de la imaginación.

Mario Vargas Llosa (1979)

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