Hace un año, el 18 de mayo de 2012, pude conocer la biblioteca de Mario Vargas Llosa. (Foto: Orlando Mazeyra Guillén) |
«O comes o te comen, no hay más remedio.
A mí no me gusta que me coman»
Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros
Me gusta estar al lado del camino
fumando el humo mientras todo pasa…
fumando el humo mientras todo pasa…
Fito Páez, Al lado del camino
—¿Quieres uno?
—Gracias —le respondí y alargué la mano para
sacar un cigarro de la cajetilla. Luego, Boris me alcanzó la cajita de fósforos
Inti y empezamos a fumar mientras contemplábamos la inmensidad del mar
barranquino. Se me vinieron a la mente algunas historias de Hemingway. Recordé
su suicidio: había terminado siendo el cazador de sí mismo, la presa
definitiva. Tal vez la literatura consistía en eso: ajusticiarse, ir de safari
tras de uno mismo (exhibir grandezas y miserias, méritos y vergüenzas). Quise
inmortalizar esa fecha: no todos los días se podía realizar turismo literario: acceder al
refugio de alguien que, como el autor de París
era una fiesta, había ganado un asiento en el gran teatro de la
posteridad.
—¿Me puedes tomar una foto? —pregunté. Al fin y
al cabo, yo, por suerte, en Lima siempre seré un turista.
—Claro —me dijo y lanzó el pucho del cigarro—. ¿A
qué hora vamos a subir?
—Me citó a las diez en punto —le informé—.
Todavía faltan cinco minutos.
Me volví a acomodar el cuello de la camisa y le
señalé la puerta del edificio: «vamos». El portero nos miró con desconfianza:
—¿Qué desean?
—Tenemos cita con la secretaria de Vargas Llosa.
—Un momento —y apretó un intercomunicador—. ¿Sus
nombres?
—Orlando Mazeyra, reportero; y Boris Mercado,
fotógrafo.
—Ya pueden pasar —nos informó señalando el
ascensor.
La noticia del momento era la represión policial
contra los manifestantes que rechazaban las minas en Conga, allí muchos
cajamarquinos se resistían a entregar su agua a cambio de la falaz prosperidad
minera. El presidente de la República, durante la campaña electoral, les había
dicho a aquellos incautos: «Chugur, Bambamarca y Hualgayoc son una cicatriz en el
rostro de Cajamarca, la cicatriz de los pasivos medioambientales. He visto un
conjunto de lagunas y me dicen que ustedes las quieren vender. ¿Ustedes quieren
vender su agua?»
—No.
—Porque, ¿qué es más importante? ¿El agua o el
oro?
—El agua —respondían al unísono. Al asumir el
poder, el camaleón había tenido buenas migas con las transnacionales mineras. «¡Vendepatria!», lo
llamaban.
Un poblador de Conga le había preguntado a un
iracundo policía:
—¿Por qué nos golpean? ¿Acaso somos sus enemigos?
¿Por qué se abusan de nosotros?
—¡Porque son perros! —había respondido el hombre
con su vara en la mano.
Fuimos recibidos por la secretaria de Vargas
Llosa, una señora muy educada y formal:
—¿Cuál es tu plan?
—Sólo queremos investigar, conocer la biblioteca,
sus libros favoritos, y de paso tomar algunas fotografías.
El archivo personal de Vargas Llosa era inmenso.
Tomé al azar a uno de los portafolios y examiné la primera página. Databa de
noviembre de 1964. Un artículo del escritor cubano Ambrosio Fornet, publicado
en la revista de La Casa de las Américas de La Habana, que hacía especial
énfasis en un instante de la novela, una pregunta cruda, definitiva:
—¿Usted es un perro o un ser humano?
No importaba. El dilema no existía: muerto el perro se
acababa la rabia y a otra cosa, mariposa. Éramos una peste rabiosa para el
presidente, un cero a la izquierda en las encuestas «prepago». Pero esa biblioteca, atestada de
anaqueles con libros forrados en cuero, parecía otro país, el descansillo de
los ensueños. El sobrio escritorio de Vargas Llosa tenía una vista espléndida
de los acantilados que asedian las costas de Lima.
Mientras pasaba revista a la lista de autores, perdí de vista
a Boris, el fotógrafo, y éste se colgó de la ventana con su enorme cámara
fotográfica a cuestas e intentó hacer una toma panorámica para contrastar el
paraíso libresco con el océano Pacífico. Fue muy temerario, pues estábamos nada
menos que en el sexto piso del edificio:
—¡Por Dios Santo! —exclamó espantada la secretaria—. ¿Qué
haces ahí? ¡Te puedes matar!
Corrimos a sujetarlo. La señora lo amonestó de una manera
incontestable:
—Tu vida vale más que toda biblioteca de Vargas Llosa, hijo
—reflexionó y, luego de insistir con la comprensible reprimenda, gentilmente nos
invitó a retirarnos para no pasar más sobresaltos, mientras Boris lanzaba otra
ráfaga de flashes. Me quedé pensando en aquella frase cuando regresábamos a la
revista en la unidad móvil:
—Boris.
—¿Qué hay?
—¿Crees que tu vida valga más que toda esa biblioteca?
—indagué, provocador, consciente de la invalidez de mi pregunta.
Me mostró un gesto reluctante y siguió revisando las fotos.
—¿No me vas a responder? —insistí y aguardé en silencio.
Cuando llegamos a la revista, Boris por fin habló: «¿Quieres
uno?». Acepté y fumamos antes de pisar la
redacción. Al mediodía llegó el director: el Negro Cano.
—¿Qué novedades, Mazeyra? ¿Cómo te fue en la casa de Vargas
Llosa?
—Creo que muy bien.
—Vamos a comer un chifa, ¡yo te invito!
Lo acompañé y disfrutamos de un pantagruélico almuerzo. Le
conté mil y un anécdotas de lo que pasó en la biblioteca, había libros
autografiados por el propio Cronopio argentino. Aproveché para decirle que
Boris casi se mata por conseguir una foto digna del bronce: «La
secretaria nos dijo que la vida de Boris valía más que toda la biblioteca». A Cano la aseveración de la dama le supo a
helado de arvejas. Se quitó la cuchara de la boca y me miró con desdén y aires
de suficiencia:
—¿Sabes una cosa?
—Dígame, señor Cano.
—La vida de Boris no vale nada. No vale ni mierda.
—¿Y por qué lo dice?
—Boris es un perro, ya te vas a dar cuenta.
Seguimos comiendo en silencio. El bocado me resultó amargo
cuando entendí que para él, todos sus empleados (periodistas, diseñadores,
correctores y fotógrafos) éramos perros. Al parecer nuestra patria era una
enorme y caótica perrera y yo recién la estaba conociendo. «¿Quieres
uno?», me preguntó Cano apenas ganamos la
avenida Gregorio Escobedo: eran Pall Mall, los mismos que fumaba Boris. Antes
de responder, sentí un ladrido. No era Batuque —el perro de Zavalita en Conversación en La Catedral—, sino una
ciudad y ciertas gentes que ya me estaban engullendo.
«Algún
día escribiré sobre esto», pensé mientras le daba la primera calada al
cigarrillo.
Jesús
María, Lima, 2012.
No comments:
Post a Comment