Yo me pregunto, ¿qué cara tendrá un presidente en presencia del Gran Juez, Aquel que todo lo sabe y al que no se le puede engañar? Digamos, si yo fuese Alan García (1985-1990), ¿cómo podría justificar la inmensa desilusión que llevé a todos los hogares del Perú después de haber sido elegido, por amplia mayoría? Esperaban que pacificase el país y llevase a cabo el primer gobierno aprista, retardado decenas de años a fuerza de golpes militares. Esa injusticia costó la vida a muchos partidarios del único partido organizado de este siglo, cercano al pueblo y, en su tiempo, con luz ideológica propia.
Cómo podré dar la cara después de que toda la nación, apristas o no, creyó en mí, en mi entusiamo, mi juventud, en mis ademanes simpáticos y criollos que enloquecieron a las masas y dio esperanzas a los más recalcitrantes pesimistas. Toda esta euforia duró pocos meses, después me volví loco (quizá siempre lo fui). Loco como un caballo desbocado acabé llevando entre mis patas a mi Patria moribunda, y a miles y miles de compatriotas que murieron de hambre por mi culpa.
Además, entregué a esos mismos militares que antes odiaba el control de la lucha antiguerrillera, sabiendo que el asunto es económico y político, no militar.
Mientras se derrumbaba el país, yo no sólo cantaba rancheras en la Plaza Garibaldi de la Ciudad de México, sino que hacía crecer mi fortuna y las de mis “compañeros”. Qué cara tendré cuando se toque el tema del vandalismo y rapiña lujuriosamente extendida en los últimos años de mi régimen cuando los robos de los jefes de las instituciones públicas eran imitados por sus subordinados hasta extremos insospechados. En las últimas semanas, sabiendo que no volveríamos al poder, nos llevamos todo, literalmente todo, desde computadoras hasta papel higiénico, pasando por puertas, bisagras, escritorios, sillas, cuadros, etc. (sólo un etcétera por pudor).
Nuestros robos y malversaciones fueron indescriptibles. No puedo exagerar, hay cientos de miles de testigos. Yo, Alan García, ¿podré mantener ante “El de la Buena Memoria” la misma actitud arrogante y desfachatada que tuve cuando para evadir la responsabilidad de mi indescriptible fracaso económico, eché la culpa a las entidades financieras, e igual que otro famoso sinvergüenza, el presidente mexicano José López Portillo, ordené la expropiación de los bancos, las compañías de seguros y el cierre de las casas de cambio? ¿Fue una expropiación legal?, ¿se llevó a cabo?, ¿tenía gente preparada para manejar esas empresas?, y lo más importante, ¿solucionó mi fracaso administrativo?
Todas las respuestas son negativas. Lo único positivo, más que positivo, extraordinario, fue que obligué a Mario Vargas Llosa a lanzarse a la política en un acto desesperado para llenar el vacío de liderazgo en los partidos opositores.
Yo, Alan, que los primeros meses saludaba al pueblo desde los balcones de palacio con mi pañuelo blanco. No con el pañuelo del Jefe Víctor Raúl ni con el de Pavarotti, sino con el de aficionado que pide que al toro del pueblo le corten las orejas y el rabo.
Sí, yo, Alan, alias “Caballo Loco”, que quebranté la unidad del partido aprista. Que no paré la masacre de los presos políticos en Lurigancho y en el Frontón. Que no cumplí ninguna de mis promesas de gobierno.
Que dejé a los narcotraficantes apoderarse de nuestra montaña, de nuestras fuerzas armadas y de nuestros campesinos. ¿Qué diablos puedo decir ante los hechos?
Yo, “el compañero Alan”, que en el discurso inaugural de mi mandato presidencial prometí acabar con la corrupción, que al día siguiente destituí indiscriminadamente a jefes y oficiales de la Guardia Civil, que los sustituí con personas de mi confianza, que no contento con esto hasta cambié el nombre a las fuerzas policiales para que no quede una pizca de los antiguos “Caballeros de la Ley” ni del lema “El Honor es mi Divisa”, que todo eso fue para crear una fuerza organizada de extorsión, represión y crimen. Yo, que dejé finalmente a la ciudadanía sin protección y con mayor peligro que antes. Y a las instituciones policiales desprestigiadas para siempre. ¿Me pondré atrevido ante el Señor y seré capaz de negar todo? Sería mucho concha.
Yo, Alan García, hice mucho más daño. No tuve el menor sentido común para tratar el pago de la deuda externa. Demagógicamente declaré que no la pagaría, y en todo caso los pagos no serían mayores al 10% de nuestras exportaciones. Yo, que no me senté a negociar con mis deudores, que no les presenté un plan dilatorio que pudiera ser tragado de alguna manera por la banca extranjera. En vez de decirles: “el cheque está en el correo”, “mañana se lo pago”, o indicarles cortésmente: “quisiera pagarles pero no puedo”, “con todo respeto es imposible
por el momento”. No, yo que no tuve la menor idea de cómo funciona la política y finanzas internacionales, me puse como un matón de barrio. Fui más insolente y descomedido con sus representantes en privado que en público, gané no sólo enemigos institucionales. El resultado fue trágico, todos nos cortaron el crédito y nuestro país terminó pagando un 50% más de lo que dije. ¡Qué imbécil fui!
Repito, si yo fuese Alan García qué cara pondría ante la Verdad. Si además, junto al Juez Supremo veo al fundador del partido, Víctor Raúl Haya de la Torre, ¿qué le diré, cómo me justificaré? ¿Qué muecas deformarán mi rostro cuando tenga que dar cuenta de tantas irresponsables decisiones, que causaron un desconcierto generalizado entre todos los que vivían en el Perú o los que tenían algo que ver con él? ¿No fui yo, el que convertí la inflación en un reto para las calculadoras, que tenían que absorber tres ceros cada pocos meses?
Cualquier intento de respuesta es inútil, cualquier refutación es innecesaria. El asunto es muy privado, es de Alan García y el Juez, nadie más. Así está de seria la cosa. Claro, él debe estar feliz por ahora, la Justicia Peruana no le culpó ni le culpará, y para hacer lo que hizo del Perú, se nota que no creyó nunca en la Otra Justicia. O, quizás Alan, aventurero irresponsable, cree que el Señor es como el pueblo peruano: amnésico.
Hay cada desalmado...
Cómo podré dar la cara después de que toda la nación, apristas o no, creyó en mí, en mi entusiamo, mi juventud, en mis ademanes simpáticos y criollos que enloquecieron a las masas y dio esperanzas a los más recalcitrantes pesimistas. Toda esta euforia duró pocos meses, después me volví loco (quizá siempre lo fui). Loco como un caballo desbocado acabé llevando entre mis patas a mi Patria moribunda, y a miles y miles de compatriotas que murieron de hambre por mi culpa.
Además, entregué a esos mismos militares que antes odiaba el control de la lucha antiguerrillera, sabiendo que el asunto es económico y político, no militar.
Mientras se derrumbaba el país, yo no sólo cantaba rancheras en la Plaza Garibaldi de la Ciudad de México, sino que hacía crecer mi fortuna y las de mis “compañeros”. Qué cara tendré cuando se toque el tema del vandalismo y rapiña lujuriosamente extendida en los últimos años de mi régimen cuando los robos de los jefes de las instituciones públicas eran imitados por sus subordinados hasta extremos insospechados. En las últimas semanas, sabiendo que no volveríamos al poder, nos llevamos todo, literalmente todo, desde computadoras hasta papel higiénico, pasando por puertas, bisagras, escritorios, sillas, cuadros, etc. (sólo un etcétera por pudor).
Nuestros robos y malversaciones fueron indescriptibles. No puedo exagerar, hay cientos de miles de testigos. Yo, Alan García, ¿podré mantener ante “El de la Buena Memoria” la misma actitud arrogante y desfachatada que tuve cuando para evadir la responsabilidad de mi indescriptible fracaso económico, eché la culpa a las entidades financieras, e igual que otro famoso sinvergüenza, el presidente mexicano José López Portillo, ordené la expropiación de los bancos, las compañías de seguros y el cierre de las casas de cambio? ¿Fue una expropiación legal?, ¿se llevó a cabo?, ¿tenía gente preparada para manejar esas empresas?, y lo más importante, ¿solucionó mi fracaso administrativo?
Todas las respuestas son negativas. Lo único positivo, más que positivo, extraordinario, fue que obligué a Mario Vargas Llosa a lanzarse a la política en un acto desesperado para llenar el vacío de liderazgo en los partidos opositores.
Yo, Alan, que los primeros meses saludaba al pueblo desde los balcones de palacio con mi pañuelo blanco. No con el pañuelo del Jefe Víctor Raúl ni con el de Pavarotti, sino con el de aficionado que pide que al toro del pueblo le corten las orejas y el rabo.
Sí, yo, Alan, alias “Caballo Loco”, que quebranté la unidad del partido aprista. Que no paré la masacre de los presos políticos en Lurigancho y en el Frontón. Que no cumplí ninguna de mis promesas de gobierno.
Que dejé a los narcotraficantes apoderarse de nuestra montaña, de nuestras fuerzas armadas y de nuestros campesinos. ¿Qué diablos puedo decir ante los hechos?
Yo, “el compañero Alan”, que en el discurso inaugural de mi mandato presidencial prometí acabar con la corrupción, que al día siguiente destituí indiscriminadamente a jefes y oficiales de la Guardia Civil, que los sustituí con personas de mi confianza, que no contento con esto hasta cambié el nombre a las fuerzas policiales para que no quede una pizca de los antiguos “Caballeros de la Ley” ni del lema “El Honor es mi Divisa”, que todo eso fue para crear una fuerza organizada de extorsión, represión y crimen. Yo, que dejé finalmente a la ciudadanía sin protección y con mayor peligro que antes. Y a las instituciones policiales desprestigiadas para siempre. ¿Me pondré atrevido ante el Señor y seré capaz de negar todo? Sería mucho concha.
Yo, Alan García, hice mucho más daño. No tuve el menor sentido común para tratar el pago de la deuda externa. Demagógicamente declaré que no la pagaría, y en todo caso los pagos no serían mayores al 10% de nuestras exportaciones. Yo, que no me senté a negociar con mis deudores, que no les presenté un plan dilatorio que pudiera ser tragado de alguna manera por la banca extranjera. En vez de decirles: “el cheque está en el correo”, “mañana se lo pago”, o indicarles cortésmente: “quisiera pagarles pero no puedo”, “con todo respeto es imposible
por el momento”. No, yo que no tuve la menor idea de cómo funciona la política y finanzas internacionales, me puse como un matón de barrio. Fui más insolente y descomedido con sus representantes en privado que en público, gané no sólo enemigos institucionales. El resultado fue trágico, todos nos cortaron el crédito y nuestro país terminó pagando un 50% más de lo que dije. ¡Qué imbécil fui!
Repito, si yo fuese Alan García qué cara pondría ante la Verdad. Si además, junto al Juez Supremo veo al fundador del partido, Víctor Raúl Haya de la Torre, ¿qué le diré, cómo me justificaré? ¿Qué muecas deformarán mi rostro cuando tenga que dar cuenta de tantas irresponsables decisiones, que causaron un desconcierto generalizado entre todos los que vivían en el Perú o los que tenían algo que ver con él? ¿No fui yo, el que convertí la inflación en un reto para las calculadoras, que tenían que absorber tres ceros cada pocos meses?
Cualquier intento de respuesta es inútil, cualquier refutación es innecesaria. El asunto es muy privado, es de Alan García y el Juez, nadie más. Así está de seria la cosa. Claro, él debe estar feliz por ahora, la Justicia Peruana no le culpó ni le culpará, y para hacer lo que hizo del Perú, se nota que no creyó nunca en la Otra Justicia. O, quizás Alan, aventurero irresponsable, cree que el Señor es como el pueblo peruano: amnésico.
Hay cada desalmado...
Herbert Morote, Réquiem por Perú, mi patria
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