Oswaldo Reynoso a punto de firmarme la primera edición de En octubre no hay milagros (1965). |
«La vida sin libertad no es sólo fea, sino sucia.»
Oswaldo Reynoso, Los eunucos inmortales
«(...) el pecado no
existe: sólo la límpida moral de la piel y en las playas de Mollendo donde por
primera vez vi el mar yo tenía catorce años y era casto por miedo al infierno
inculcado en oscuras y abovedadas iglesias de sillar donde ardían grandes
cirios como avisos luminosos anunciando los tormentos de Satanás y con el brazo
extendido la renuncia a los pecados de la carne y antes la muerte que el sexo
como mártires cristianos y ahí en la playa con Malte y otros amigos en la noche
marina jugando a tumbarse unos a otros sobre la arena y luego conturbados Malte
grita: Ahora, a corrérsela.»
Oswaldo Reynoso, El goce de la piel
«Siempre
es él quien pone en marcha el tren del pensamiento; siempre es el pensamiento
el que escapa de su control y regresa para acusarle. La belleza es la
inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del
placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo
nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es
culpable.»
J. M. Coetzee, Infancia: escenas de una vida en provincias.
Por Orlando Mazeyra Guillén
Una de mis hermanas —precoz y afanosa
lectora de ficciones— solía robar libros de la biblioteca de mis abuelos. Íbamos todos los
domingos a donde la Mamá María y, luego del almuerzo, ella aprovechaba la
siesta de la abuela para escabullirse por los oscuros cuartos de la añosa
vivienda y accedía a la polvorienta biblioteca donde uno podía encontrarse con
Arguedas, Cortázar o Camus.
Cuando nos despedíamos de la Mamá María, mi
hermana empezaba a leer en el auto los libros que había escondido entre su
ropa. Recuerdo con nitidez aquella ocasión cuando la vi sostener dos novelas: El coronel
no tiene quien le escriba y En
octubre no hay milagros. Abrió la novela de Reynoso para, ávida, echarle
una ojeada y, de pronto, la noté turbada, un enigmático rubor se había
apoderado de ella: negó moviendo la cabeza —insobornable señal de
reprobación— y cerró el libro. Luego acudió apresurada a la historia del coronel
Aureliano Buendía y, ahora sí, todo volvió a la normalidad mientras, creo, se
lo imaginaba destapando el tarro del café. ¿Qué había leído en aquel libro? Lo
supe llegando a casa cuando ese «giragiragiragira»
de la cabeza de don José de San Martín me hizo ponerme en la piel de Leonardo y
sentir aromas inéditos: «el olor arrecho del mar en mis manos. Olor a
Cigarro Inca, fuerte. Olor de
ruda con incienso. Olor de puta morena. Olor azulino en lengüitas
amarillas como llama de cirio prendido. Olor de procesión. Y los morenos de la
Santa Hermandad estarán sacando de Nazarenas al Señor. Y las velas encendidas
estarán quemando pelos y rabos de beatas putas. Y los giles, serios, haciéndose
los rezadores, se juntarán a las hermanas. Y con el pretexto del Señor, muy de
mañana, comenzará el cochineo general».
Mi hermana se encontró con una
aspérrima realidad que evidentemente no quiso aceptar: el retrato fiel,
incómodo e inmisericorde de una ciudad. César Hildebrandt me confesó, en una
entrevista, que Reynoso le descubrió un mundo, un lenguaje, una violencia, que
su aislamiento le había impedido conocer.
—Había un mundo allá, afuera de su alcoba —indagué.
—Exactamente —me respondió
Hildebrandt—. Y Reynoso me abrió las puertas y me abrió las ventanas y ventiló
mi covacha. Y metió un montón de ruido. Es contundente, coral, callejero, eso
es lo que más me gustó.
Contundente. Coral. Callejera. La
narrativa de Reynoso es eso y más. Poética. Sensual. Comprometida. La crítica
oficial, por supuesto, no quiso reconocer que el país había encontrado a uno de
sus mejores intérpretes narrativos. José Miguel Oviedo lo catalogó como: «un autor fascinado por la
abyección, la morbosidad y la inmundicia en que se revuelca el hombre de esta
misma pudibunda ciudad —ese tipo de narrador escandaloso y coprolálico que
apenas si asoma en nuestra literatura».
¿Es En octubre no hay milagros una
novela pornográfica? Una respuesta certera la dio Mario Vargas Llosa: «No, la novela de Reynoso no es pornográfica ni
obscena. Es un libro de una crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira
y tiene los altos méritos —raros, entre nosotros— de la insolencia y de la ambición. Él ha
querido trazar un fresco verídico y múltiple de Lima, una radiografía
horizontal y vertical de la ciudad, tal como lo hizo con México Carlos Fuentes
en La región más transparente, y lo ha conseguido en gran parte».
EN BUSCA DE LA SONRISA
ENCONTRADA
«A todos —afirmó Octavio Paz—, en algún
momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular,
intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la
adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un
sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente
muralla: la de nuestra conciencia». Es durante su primera aventura de collera
en el Puerto Bravo de Mollendo, y contemplando a sus iguales, cuando el
adolescente Reynoso se asombra de ser (de descubrirse a sí mismo a través de
los otros): «sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros
adolescentes entre la llamarada azul del mar». ¿Qué buscaba? ¿Acaso ya lo
sabía? «Caminaba por las calles estrechas de mi adolescencia buscando lo que no
sabía que buscaba». Vivir es un continuo aprendizaje: Patria no es más que el
rostro de la gente que uno ama; la armonía y la salud se pueden recobrar
abrazando un árbol en China; y es de sabios el saber escuchar a los demás con
suma reverencia.
Reynoso constata que la ficción —su ficción— es un viaje que siempre conduce a la misma ciudad:
«Arequipa de mi adolescencia donde un viento feroz quiso apagar para siempre la
llama de la lámpara de Aladino que ardía en mi piel». Y el descubrimiento de la
belleza puede ser una tarea larga y dolorosa, pues hay que ir «destruyendo,
poco a poco, las pautas de la belleza que me habían inculcado desde que abrí
los ojos». El narrador de este libro es hedonista y rebelde, sensible y
marginal, siempre nadando contra la corriente: dando cuenta de su propia
concepción de la belleza y de la misma pregunta que el premio Nobel sudafricano
John Maxwell Coetzee se hace en Infancia:
escenas de una vida en provincias: «Belleza
y deseo: le inquietan las sensaciones que las piernas de esos chicos, lisas,
perfectas e inexpresivas, provocan en él. ¿Qué más se puede hacer con las
piernas aparte de devorarlas con los ojos? ¿Para qué sirve el deseo?»
«(…) Uno a uno los muchachos se fueron. Al final, sólo quedó Colorete. Me
asustó su mirada. Ya no había cólera ni burla en sus ojos: había ternura,
extraña, terrible. Cuando se dio cuenta que lo miraba, se avergonzó. Quise darle
la mano y decirle: «te comprendo». Pero qué difícil es sincerarse sin cebada.»
Fragmento de Los Inocentes (relatos
de collera)
«(…) Y entonces en lo más hondo de mi
estómago comenzó a ovillarse una angustia física que luego se desmadejaba
dolorosamente en mis venas y acuchillaba mis sueños y azotaba inmisericorde mis
memorias duermevelas y a esa angustia visceral había que darle un contenido
psíquico y entonces venía la búsqueda desesperada en los olvidos de una palabra
dicha al desgaire o de un mal gesto indeliberado o de un acto no pensado que
hubiera podido desencadenar a mis espaldas un conflicto o una situación
gravísima y entonces toda actitud vivida se hacía sospechosa y era el mismo
proceso de exploración de culpa en el recuerdo que me atormentaba cuando
adolescente caía de rodillas en el confesionario o cuando me metieron en una
celda en el Perú sin formularme cargo alguno y entonces y entonces, ¿por qué te
has quedado más de diez años en China? ¿por masoquista? ¿o a lo mejor porque
querías expiar una culpa? ¿o tal vez porque creías de verdad que ibas a
encontrar en medio de tanto derrumbe y soledad la clave que te daría la
felicidad?»
Fragmento de Los eunucos inmortales
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