Castillo Forga de Mollendo (Arequipa) |
Por Oswaldo Reynoso
Siempre me ha
gustado viajar. La primera aventura que tuve fue cuando me escapé de mi casa
con algunos amigos del barrio rumbo a las playas de Mollendo. Apenas llegaba a
los catorce años. Mis compañeros de travesía se fueron a Matarani a ver los
barcos. Como nunca había visto el mar, me quedé embrujado contemplando su
incansable vaivén y absorbiendo con todos los poros de mi cuerpo no solo su
aroma intenso de pecado sino también su resplandeciente verde-azul de paraíso.
Ahora, que
escribo este texto, vuelvo a revivir, después de casi setenta años, el
delicioso estremecimiento que sentí al ver los rostros de los chiquillos
mollendinos que se reían corriendo al encuentro de las olas. Eran rostros de un
dulce quemado de miel de caña que resaltaba, en contraste, con la blancura de
sus dientes. Luego que salían del mar embravecido, se tendían sobre la arena
caliente, cara al sol, abrían, desmesurados, sus ojos negros para quitarse la
sal y después los cerraban tiernamente y entonces sus rostros adquirían una
tranquila expresión de goce intemporal. Y sus
hermosos cuerpos broncíneos destellaban en gotitas blancas de espuma y
de límpido sudor en esa tarde de sol y de mar. Pero aún no había descubierto
las delicias del infierno. Mis amigos, ya de vuelta, se esforzaban por llevarme
a ver de cerca el Castillo que se erigía sobre una gran roca. No, les dije, y
me quedé sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros
adolescentes entre la llamarada azul del mar. Creo que ahí descubrí la secreta
pasión de mis viajes: la contemplación mística, sensual, de los rostros: el
verdadero paisaje de mi país.
* Capítulo de En busca de la sonrisa encontrada.
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