2013/04/14

Mollendo

Castillo Forga de Mollendo (Arequipa)
Por Oswaldo Reynoso


Siempre me ha gustado viajar. La primera aventura que tuve fue cuando me escapé de mi casa con algunos amigos del barrio rumbo a las playas de Mollendo. Apenas llegaba a los catorce años. Mis compañeros de travesía se fueron a Matarani a ver los barcos. Como nunca había visto el mar, me quedé embrujado contemplando su incansable vaivén y absorbiendo con todos los poros de mi cuerpo no solo su aroma intenso de pecado sino también su resplandeciente verde-azul de paraíso.

Ahora, que escribo este texto, vuelvo a revivir, después de casi setenta años, el delicioso estremecimiento que sentí al ver los rostros de los chiquillos mollendinos que se reían corriendo al encuentro de las olas. Eran rostros de un dulce quemado de miel de caña que resaltaba, en contraste, con la blancura de sus dientes. Luego que salían del mar embravecido, se tendían sobre la arena caliente, cara al sol, abrían, desmesurados, sus ojos negros para quitarse la sal y después los cerraban tiernamente y entonces sus rostros adquirían una tranquila expresión de goce intemporal. Y sus  hermosos cuerpos broncíneos destellaban en gotitas blancas de espuma y de límpido sudor en esa tarde de sol y de mar. Pero aún no había descubierto las delicias del infierno. Mis amigos, ya de vuelta, se esforzaban por llevarme a ver de cerca el Castillo que se erigía sobre una gran roca. No, les dije, y me quedé sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros adolescentes entre la llamarada azul del mar. Creo que ahí descubrí la secreta pasión de mis viajes: la contemplación mística, sensual, de los rostros: el verdadero paisaje de mi país.

* Capítulo de En busca de la sonrisa encontrada.

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