Mario Vargas Llosa, cumplió 77 años en Chacas. |
¿Cómo la realidad se convierte en materia prima de las obras
de Mario Vargas Llosa? Tomando como referencia Los cachorros, el
escritor arequipeño Orlando Mazeyra da cuenta de esos demonios vargasllosianos
que han sido el punto de partida de sus ficciones. Este artículo es un homenaje
al autor de Conversación en La
Catedral por sus 77 años.
Por
Orlando Mazeyra Guillén
A
Mario Vargas Llosa, en su cumpleaños 77
«Ser un
escritor significa observar
con atención las heridas que
llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada o casi nada, descubrirlas con
paciencia, estudiarlas y sacarlas a la luz para luego asumirlas», afirma el
escritor turco Orhan Pamuk.
Mario Vargas Llosa no sólo es un experto en escudriñar
sus heridas secretas, sino que no
le interesa en lo absoluto la sanación, pues utiliza un lanzallamas
simbólico —la literatura es fuego,
dejó dicho en sus años de ira creativa infinita, y un
escritor que se precie de serlo debe inmolarse por ella—
para que las llagas sigan abiertas, incordiando: los recuerdos horribles son los más estimulantes,
los traumas y fracasos siempre serán el mejor antídoto contra la página en
blanco.
En el
prólogo de Los cachorros (cuyo
título original fue Pichula
Cuéllar, pero sus editores lo persuadieron para que lo cambiara por ser
muy procaz en el Perú), el escritor cuenta que la historia le rondaba la cabeza desde que leyó en un diario que un
can había emasculado a un recién nacido en
un pueblecito andino: «soñaba
con un relato sobre esa curiosa herida que, a diferencia de las otras, el
tiempo iría abriendo en vez de cerrar»[1].
La verdad
de las mentiras que descubre
cualquier lector atento de su obra nos
permite vislumbrar que la herida más grande y dañina —«su
sombra me acompañará sin duda hasta la tumba», reconoce en sus memorias— es la que le ocasiona el
padre al irrumpir en su vida. Pues con Ernesto Vargas Maldonado recortando abruptamente sus
libertades y engreimientos, el niño Marito, confiesa, en El pez en el agua, que «a la distancia, incluso los malos
recuerdos de Cochabamba parecen buenos. Fueron dos: la operación de amígdalas y el perro danés del garaje de un alemán, el señor Beckmann
(...) me fascinaba y aterraba. Lo tenían amarrado y sus ladridos atronaban mis
pesadillas. En una época, Jorge, el menor de mis tíos, guardaba su auto en las
noches en ese garaje y yo lo acompañaba, paladeando la idea de lo que ocurriría
si el gran danés del señor Beckmann se soltaba. Una noche se abalanzó sobre
nosotros. Nos echamos a correr. El animal nos persiguió, nos alcanzó ya en
la calle y a mí me desgarró el
fondillo del pantalón. La mordedura fue superficial, pero la excitación y
las versiones dramáticas que de ella di a los compañeros de colegio duraron
semanas».
En Los cachorros, Vargas Llosa
vuelca quizá el peor recuerdo
de su niñez cochabambina (y por ello tan estimulante para su masoquismo
creativo): un perro que bien pudo manducarle el pene como le sucedió al
malhadado Cuéllar. El elemento añadido es
determinante(exagerar la realidad, hacerla más truculenta en este caso)
para, a su vez, hablar de una herida del espíritu: un padre castrador que temía que su
hijo terminara siendo un maricueca.
ESOS
DEMONIOS VARGASLLOSIANOS
El afán de contradicción es tan intenso en
el novelista arequipeño que, en primer lugar —venganza señera—,
hizo que su padre ficticio (don Fermín Zavala)fuera sodomizado por su propio chofer, Ambrosio, un
zambo con el que Zavalita (álter ego de Vargas Llosa) se reencontró en el bar
La Catedral.
¿Así que
no quieres que yo sea homosexual? Pues, primero, tú lo serás —Efraín
Kristal, un crítico tan perspicaz que,
en palabras del premio Nobel, le ha bajado los pantalones,
afirma que el autor de La
Casa Verde jamás contará
algunas cosas de su vida— y luego yo mismo lo seré gracias a la ficción: Alejandro
Mayta, los encuentros homoeróticos de Paul Gauguin y
hasta sus obras teatrales Ojos
bonitos, cuadros feos(el temor a salir del clóset) y Al pie del Támesis (en donde el personaje se encuentra en
Londres con un amigo de la infancia convertido en mujer). ¿A dónde queremos
llegar? Si Ernesto Vargas le
hubiera prohibido a su hijo ser marino, entonces la obra de Vargas Llosa
tendría más mar que la narrativa deJoseph Conrad[2],
Herman Melville o Ernest Hemingway.
En Los cachorros está didácticamente, redivivo e inmortalizado por
la ficción, el gran perro danés de su infancia, aquel que con sus ladridos
atronaba sus pesadillas: «en
su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau guau, les mostraba
los colmillos, guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau guau guau,
sacudía los alambres. Pucha diablo si se escapa un día, decía Chingolo, y
Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses sólo mordían cuando
olían que les tienes miedo». Sin la mascota del señor Beckmann, la novela corta de Vargas
Llosa no hubiera existido.
A la experiencia como punto de partida se
deben añadir otros dos componentes: la
disciplina (alguien que se
cuadra antes de escribir, como bromeaba Bryce; García Márquez decía que el
arequipeño tocaba una corneta) y el
fanatismo heredados de Flaubert[3].
«A
la disciplina debo todo lo que soy», dice el dictador dominicano en la
novela La fiesta del Chivo: «y la disciplina, norte de su vida,
se la debía a los marines. Cerró los ojos. Las pruebas, en San Pedro de
Macorís, para ser admitido a la Policía Nacional Dominicana que los yanquis
decidieron crear al tercer año de ocupación, fueron durísimas. Las pasó sin
dificultad. En el entrenamiento, la mitad de los aspirantes quedaron
eliminados. Él gozó con cada ejercicio de agilidad, arrojo, audacia o
resistencia, aun en aquéllos, feroces, para probar la voluntad y la obediencia
al superior, zambullirse en lodazales con el equipo de campaña». El
escritor, al ponerse en la
piel del abyecto tirano —para familiarizarle con él
y, así, dotarlo de humanidad y no hacer una mera caricatura—, evoca su estadía en el colegio
militar Leoncio Prado tan bien
retratada en La ciudad y los
perros: «como en las
campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la
hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano o un pitazo
cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de
los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados,
emboscados, pulverizados».
El fanatismo se expresa cabalmente en Pantaleón Pantoja, tan obsesivo
y maniático que, a pesar de los
traspiés e injusticias de la vida militar, era capaz de levantarse a las
cinco de la mañana y someterse al frío de Pomata, para ver los desayunos de los
soldados.
Escribiendo, en 1980, acerca de un autor tan
decisivo en su obra como William Faulkner, Vargas Llosa asegura que «Mosquitos es también un libro esclarecedor en
otro sentido, gracias a sus
deficiencias. Resulta apenas creíble que el autor de este trabajo
mamarracho y el que inventó la saga de los Compson y de los Snops, a la
tragedia de Joe Christmas, sean la misma persona. Que lo sean es aleccionador sobre la
forja del genio, esa facultad de crear una obra imperecedera en la que
reconocemos algo que simultáneamente nos expresa en nuestra verdad más secreta
y nos trasciende, tendiendo un
vínculo misterioso e irrompible, con los hombres del pasado y venideros.
Hay algo turbador, desconcertante y hasta temible en quienes son capaces de
producir aquello que, según Cyril Connolly, debía ser la obsesión del artista:
la obra maestra. Cuando uno lee La
guerra y la paz, Moby Dick, El Quijote o Hamlet tiene, junto con el deslumbramiento, la
deprimente sensación del accidente o el milagro, es decir, de algo
inhumano».
Esto
viene a cuento porque, durante una entrevista,César Hildebrandt me dijo que Vargas Llosa prevalecerá por lo que
hizo, no por el Perú, sino por la literatura. Para él, las tres primeras
novelas de Vargas Llosa son universales y son de una calidad extraordinaria: «y
además es más extraordinario si uno piensa que Mario era un escritor muy mediano cuando empezó, o sea, los Los Jefes es horrible, ¡un libro horrible! Es
decir, si uno lee Los Jefes no puede asociar Los Jefes con La
ciudad y los perros. Es imposible: parecen dos personas distintas, dos
estilos distintos. A Mario le ha costado una enormidad aprender a escribir».
—Es un obrero, ¿verdad? —indagué.
—Sí, pero es un obrero que se
convierte en el arquitecto de Brasilia, es increíble, ¿no?, o sea, ¡es el
albañil más esforzado del mundo!
Si algunos escritores al releer La ciudad y los perros, La Casa Verde o Conversación
en La Catedral sentimos la
deprimente sensación del accidente o el milagro. Está bien que así sea. La obra del Premio Nobel de Literatura
2010 tiene cotas que nos pueden resultar inhumanas, pues para ser un
escritor de verdad hay que tener (aparte de talento, disciplina y fanatismo) muchos Judas y escorias —demonios—
alrededor como, qué duda cabe, los tuvo Vargas Llosa.
¿Un
consejo final a manera de celebración del escritor que nunca dejó (ni dejará)
de ser escritor? Por supuesto: «yo creo que un escritor deja de ser escritor no
cuando se le acaba el tema sino
cuando resuelve su problema», le confesó a César Hildebrandt en una entrevista publicada en 1972 en la revista Caretas, que, sin duda,
es un pequeño manual sobre cómo escribir ficciones.
[1] En el Diccionario
del amante de América Latina (2006),
Vargas Llosa nos cuenta que este relato nace de un «pequeño demonio» con el que entró «en contacto en un
colectivo, yendo de Miraflores a Lima, a través de un periódico [...] En
realidad los terribles efectos en el destino de ese niño sólo iban a aparecer
más tarde cuando él dejara de ser niño y fuera adolescente, un hombre».
[2] «[si la literatura no existiese sobre la faz de la
tierra] pues sería un hombre
de acción, no un científico, no un hombre de gabinete, sino alguien volcado
hacia afuera, si hubiera vivido en el siglo XIX me hubiera gustado tener la
vida que tuvo Conrad antes de ser escritor, un aventurero, un explorador, tengo
una nostalgia de la que no me he librado nunca, quizá cierta frustración de ese
tipo es la que hace que para
mí la acción sea tan importante en lo que escribo, tan fundamental, eso es
lo que me hubiera gustado ser, sí», le responde el autor de La civilización del espectáculo a César Hildebrandt.
[3] «Lo que hago hoy, lo haré mañana y lo hice ayer. He sido el mismo hombre hace diez
años. Ha resultado que mi organización es un sistema; todo sin idea
preconcebida de uno mismo, por la inclinación de las cosas, que hace que el oso
blanco viva en los hielos y que el camello camine sobre la arena. Soy un hombre-pluma. Siento por
ella, a causa de ella, con relación a ella y mucho más con ella. A partir del
invierno próximo, verás un cambio aparente. Pasaré tres inviernos desgastando
algunos escarpines. Después volveré a mi cubil, donde reventaré oscuro o
famoso, manuscrito o impreso. Sin embargo, hay algo en el fondo que me
atormenta, es el desconocimiento de mi medida. Este hombre que se dice tan
tranquilo está lleno de dudas sobre sí mismo. Querría saber hasta qué nivel
puede subir, y la potencia exacta de sus músculos. Pero pedir eso es muy
ambicioso, pues el conocimiento preciso de la propia fuerza no es quizá sino el
genio», confiesa Flaubert en una carta a Louise Colet, fechada el 1 de febrero
de 1852. ¿Hombre-pluma, un solitario oso blanco o, acaso, un dios? Quizá las tres
cosas a la vez. En una carta escrita el
26 de diciembre de 1858 (dirigida
a Mlle. Leroyer de Chantepie), cuenta lo siguiente: «Mi madre se fue a París y
desde hace un mes estoy completamente solo. Empiezo el tercer capítulo, ¡el
libro tendrá doce! He arrojado al fuego el prefacio en el que había estado
trabajando durante dos meses este verano. Por fin empiezo a divertirme con mi
obra. Todos los días me levanto a las doce y me acuesto a las cuatro de la
madrugada. Un oso blanco no es
más solitario y un dios no
tiene mayor serenidad. ¡Ya era hora! Sólo pienso en Cartago, y así debe ser. Un
libro siempre ha sido para mí una manera de vivir en un ambiente cualquiera.
Esto explica mis vacilaciones, mis angustias, mi lentitud». En su ensayo
La orgía perpetua, Vargas Llosa intenta aproximarse al método creativo de
Flaubert (que él emuló tan fanáticamente que, en el caso de Los cachorros,
quiso que la historia más que contada fuera cantada, aunque quizá esta
digresión no resulte pertinente): «La frase resume maravillosamente el método
flaubertiano: esa lenta, escrupulosa, sistemática, obsesiva, terca,
documentada, fría y ardiente construcción de la historia. Igual que su poética,
Gustave descubrió (inventó) su sistema de trabajo mientras escribía Madame Bovary; aunque sus
textos anteriores le habían exigido esfuerzo y disciplina —sobre
todo la primera Tentation—,
sólo a partir de esta novela quedaría perfectamente definida esa suma de
rutinas, manías, preocupaciones y ocupaciones que le permitían el máximo
rendimiento. Una manera de vivir en un medio para recrearlo verbalmente, es
algo que Flaubert consigue mediante la entrega absoluta de su energía y de su
tiempo, de su voluntad y de su inteligencia, a la tarea creativa».
Arequipa, 28 de marzo de 2013.
Publicado previamente en Lee por gusto
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