Alguna vez, César Luis Menotti, al referirse a Andrés Iniesta, dijo que tenía «cara de oficinista». Ahora, al referirse a mí, Juan Carlos Valdivia Cano dice que bien puedo pasar por «cajero de la SUNAT». Claro que la comparación es mala —torpe— porque el talento futbolístico de Iniesta es inmenso. En cambio, el mío (si se le puede llamar literario) es muy escaso o nulo. No obstante, agradezco esta generosa lectura.
ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN: LA PROSPERIDAD INCONCLUSA
Por Juan Carlos
Valdivia Cano
Nadie
niega su tremebundo talento, más que su talante, literario. Si no lo conociera
y me dijeran que es un cajero de la SUNAT no me sorprendería. Pero nadie encarna como él en su vida y en su pequeña
gran obra, eso que los de la farándula culturosa de los setenta, en casa de
Rolo, llamábamos y vivíamos como «la muerte del padre», en este caso a través
del privilegio de la literatura, de la pasión literaria que todo lo transfigura, todo lo transforma, todo lo recrea. Poquísimas
obras han sido tan atrevidas, tan
crudas y sinceras en nuestras letras peruanas como La prosperidad reclusa. ¿Cuántos escribas han roto «el pacto infame
de hablar a media voz» que denunció don Manuel?
En
la setentera Casa de Rolo eso se
vinculaba a la capacidad para mirarse uno mismo hasta la crueldad, llámese autocrítica,
autoconocimiento, autoanálisis, o como
se llame, sin asco ni piedad, más allá
de la negación y el nihilismo, por supuesto, o según advierte Vila-Matas citado por Orlando Mazeyra
Guillén, más allá del «mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión
negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores , aun
teniendo una conciencia literaria muy exigente (o precisamente por eso) no
lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o
bien, tras poner en marcha una obra, queden, un día, literalmente paralizados».
¿No se supone que un buen cristiano busca la
verdad hasta donde ésta lo lleve y caiga quien caiga? Es la fe, la fuerza del mito, aunque sólo se exprese
como amor obseso por la literatura. Pero aquí, como en todas partes, no basta
con romper las tablas, aunque sea a
través del enorme privilegio de la literatura, no basta con matar la ley. Es
menester escuchar de nuevo a Zarathustra. «He matado la ley, y si no voy más allá de ella seré el más
réprobo de los réprobos».
El
apellido Mazeyra es para mí personalmente
muy significativo porque está ligado a mi vida desde la adolescencia y no de
manera casual o pasajera. Esto lo explico
en el libro de homenaje al doctor
Eusebio Quiroz Paz Soldán cuando confieso que, en cierta manera, fui iniciado a
la vida ciudadana y a la participación cultural activa gracias a la institución
que Orlando Mazeyra Ojeda fundó y dirigió con el nombre de Víctor Andrés Belaúnde
y a la que tuve el honor de pertenecer como socio voluntario (aunque jamás vuelva a inscribirme en una
institución que acepte a un tío como yo). Y cómo gracias también a ello asistí a
la primera conferencia en mi poco santa vida, a cargo del joven
historiador Eusebio Quiroz Paz Soldán, que se ocupaba de José Carlos Mariátegui,
nada menos. Ahora veo que lo que me
inoculó fue su admiración.
Si
la crítica y autocrítica han parido la civilización europea moderna, como
recordaba Octavio Paz, eso es mucho más decisivo en el caso del escritor. Por eso espero que Orlando Mazeyra Guillén no pare, que no se
detenga, que no crea que ha encontrado,
que siga buscando, que siga «matando al
padre», que no necesita de apoyos ni dependencias de ningún tipo y tal vez sea muy conveniente literariamente
independizarse también de esos padres, de esos modelos tradicionales por los
que apuesta, porque todo lo demás lo tiene de sobra.
Necesitamos nuevos mitos. Los mitos de
nuestros padres son muy respetables, pero ya no generan nada de pasión entre
las nuevas generaciones, sino indiferencia en la mayoría y fanatismo en algunos casos. Y necesitamos,
al revés, más libertad, más dignidad,
menos discriminación y más tolerancia, los mitos de San Martín y Bolívar, más que
los de Abraham, el hijo de Yahvé.
Sólo
alguien que tiene la fuerza y el
carácter necesario puede arrogarse el
derecho a escribir con su sangre lo que le viene de la sangre como «mandato
vital». Lo cual no tiene que ver con la
descripción de escenas para los lectores sexualmente reprimidos sino con
la práctica de un arte. El arte de
Orlando Mazeyra Guillén:
«La idea del sexo como única verdad se había presentado ante mí desde que conocí a Camila, una muchacha de apenas catorce abriles. Todavía no recuerdo si leí Lolita antes o después de conocerla. Aunque, a la luz de los hechos acontecidos, eso era lo de menos. Lo que de veras importaba era el nuevo trayecto: los juicios, las insidias, las calumnias de gente que juzga, pero no vive. Un trayecto repleto de ignorantes que ahora me miran perplejos sin saber que ella y yo siempre estuvimos por encima del resto.» (p. 100).
No
son sólo las cosas sino, sobre todo, las palabras lo que importa. El cómo se dice es inseparable de lo
que se dice. Y Orlando Mazeyra Guillén sabe contar muy bien lo que cuenta.
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