2008/02/22

A la memoria de José B. Adolph (1933-2008)


Nunca llegué a conocerlo pero, al contemplar sus fotos, siempre me pareció un tipo extraño, enigmático. Por sus raíces (nació en Stuttgart, Alemania, en 1933), su semblante y su aparente desaliño lo comparaba en secreto con Albert Einstein.
Hace exactamente un año me atreví a enviarle, vía correo electrónico, un manojo de mis cuentos esperando ansioso sus críticas y comentarios. Me trató de usted y, en muy pocas líneas, me animó a seguir escribiendo: “Usted escribe muy bien. Felicitaciones. Me gustó especialmente ‘Urgente: necesito un retazo de felicidad’, y no es que los demás estén mal. Como que con el primero siento cierta afinidad. Cuestión muy subjetiva mía”. No hace falta confesar que me emocionó saber que un anciano ilustre como el buen José Adolph había sentido “cierta afinidad” con el anciano infartado que buscaba la felicidad en el relato que le da título a mi primer libro.
Luego respondí a su misiva aprovechando para formularle la pregunta del lugar común: “usted, don José, con un poco más de siete décadas a cuestas y con una producción ficcional profusa, qué me puede decir de la literatura, ¿qué ha significado para usted?, ¿haciendo las sumas y restas valió la pena dedicar toda una vida a la invención de ficciones?, ¿cree en el compromiso del escritor del que tanto habla Vargas Llosa? ¿Motivaría o disuadiría a un aspirante a escritor?
Me dijo que normalmente no respondía a esa clase de preguntas y, en su brevedad, me dio una gran lección sin buscarle tres pies al gato: “Me limito a decir que escribir nació conmigo, independientemente de que sirva o no sirva para algo”.
Una de sus columnas (“El señor de los colmillos”) que más recuerdos fue aquella en donde habló de los títulos académicos: “No es indispensable haber asistido a una universidad para ser mediocre."
Le llamaban mucho la atención aquellas “denuncias contra algún personaje más o menos VIP, porque carece de los respectivos títulos académicos. ¿Cómo?, se preguntan, ¿NN puede ser tal o cual cosa si ni siquiera tiene un título?”
Adolph concluía: “La imagen que queda es la de que un título -desde secundaria completa al más bajo nivel hasta un doctorado- es prueba fehaciente de capacidad, talento y gracia sin par. Y en el Perú todavía, con sus cuchumil universidades e instituciones. A veces parece que hubiera más universidades que colegios. En la mayoría de casos ambos tipos de instituciones educativas son entidades comerciales con profesores discutibles y alumnos sedientos no de saber sino de cartoncitos. La calidad de la enseñanza y su receptividad auténtica son joyas escasas. Antes de que alguien me lo pregunte, revelaré que llegué hasta el tercero de secundaria. Carezco de todo título académico basado en estudios y jamás asistí a universidad alguna. No soy doctor en nada -salvo quizás, como decía Gonzalo Rose, en privaciones y melancolías- y la pared que hubiera podido destinar a diplomas sólo registra el triste paso de alguna arañita. Por lo tanto, en el Perú oficial y semioficial no soy nada, para usar una de esas deliciosas dobles negaciones de nuestra lengua. Marx (el Carlos) decía que toda su vida había militado en alguna minoría y se sentía muy bien así. Este servidor toda su vida ha militado en el analfabetismo funcional académico, inadecuado para la utilidad pública, y se siente muy bien. Ni siquiera estudié periodismo pero lo ejercí durante aproximadamente 50 años. Y encima tuve la insolencia de publicar 17 libros. Tal como dije a los encuestadores, no necesité apoyo pedagógico para ser mediocre”.
Otra de sus columnas se tituló “No somos nada”. Acertó como nunca el maestro. Que este recuerdo de un desconocido sirva para que algunos otros desconocidos descubran lo más importante que nos dejó: sus libros.

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