Los conejitos suicidas de Riley me han hecho pensar, además, en el Perú, que es un país que varias veces ha intentado matarse y que hoy está a punto de reincidir en tan inexplicable tarea.
Ese amor por la fatalidad es viejo en este viejo país.
Lo vimos cuando, desde adentro, minamos nuestra confederación con Bolivia. Estuvo presente cuando decidimos acompañar a Bolivia, por honor, en una aventura bélica que sabíamos que teníamos que perder. Adquirió esplendideces degeneradas cuando el hijo del mayor traidor que estas tierras han parido —Mariano Ignacio Prado— pudo ser, dos veces, presidente de la república. O, antes, cuando permitimos el saqueo del guano perpetrado por nuestra oligarquía y descuidamos el sur salitrero porque era más fácil cobrar impuestos ridículos que extraer y procesar esa riqueza. O cuando los Echenique y todos los que se le parecieron quedaron impunes. O cuando Dreyfus. O cuando sucedió lo de los trenes inútiles que enriquecieron a tanto sinvergüenza. O cuando depredamos el mar hasta dejarlo exhausto. O cuando permitimos que todo se pusiera “en valor” y se vendiera en nombre de un liberalismo que los liberales, cuando están en el poder, se encargan de no practicar.
O cuando le hicimos la vida imposible a José Luis Bustamante y Rivero. O cuando sitiamos al Apra hasta lograr que a Haya le pareciera bien comerse un cebiche con Eudocio Ravines. O cuando matamos a Heraud, exiliamos a Rose, maltratamos a Basadre.
Y si quieren, más recientemente: cuando permitimos que el país fuera un charco chapoteado por la pandilla de Fujimori y la prensa fuera la puta contagiante de la esquina mala.
Matamos al Perú y nos matamos con él cuando elegimos presidente por segunda vez a un hombre que había robado con denuedo durante cinco largos años. Y nos matamos a lo Guyana, en mancha, en ruma, cuando estamos a punto de reivindicar, para vergüenza de nuestros descendientes (espero), eso que Cotler ha llamado, como entomólogo, “el lado más repulsivo del Perú”.
¿Qué somos, qué es este país que amamos y detestamos a la vez? ¿Una tierra baldía donde prevalecen los valores violentos de la horda? ¿O es que seguimos siendo el país del oro y los esclavos que decía Bolívar?
Un país no es un nombre ni una frontera y mucho menos una marca. Un país es una nación juntada por propósitos comunes y elevados.
No podemos unirnos para ser menos, para degradarnos, para perder la dignidad. Para eso no hicimos el Perú. Y, sin embargo, eso es lo que estamos haciendo, lo que podríamos hacer, lo que la derecha analfabeta desea que hagamos.
¿Y saben qué? Pocas veces he sentido vergüenza de ser periodista. Ahora sí. Algún día alguien de los suyos les enrostrará tantas infamias. Espero vivir para verlo.
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