2011/05/31

Todavía tengo un sueño




Por Orlando Mazeyra Guillén

«¡Vas a ser periodista, carajo! Periodista: el cuarto poder…
y a veces somos el primero, porque en este país la gente se caga de miedo.»

Tinta roja de Francisco Lombardi
(basada en la novela homónima de Alberto Fuguet).

Hace cinco años, cuando la consabida amnesia colectiva del pueblo peruano, aunada a una atosigante campaña del «miedo» que hoy vuelve a estar en boga, le dio una nueva oportunidad a Alan García Pérez, me juré no volver a entonar el Himno Nacional hasta el 28 de julio de 2011, fecha en la que supuestamente nuevos y buenos vientos soplarían en nuestro país y, así, harían hondear hacia otras direcciones ese pendón bicolor que nos recuerda a Grau, Bolognesi, Cáceres, Quiñones y a tantos otros peruanos de excepción.
Hoy, en el cierre de una incandescente segunda vuelta electoral, en que la dictadura informativa de un gran número de medios capitalinos de prensa escrita, radial y televisiva que, paradójicamente, luchan porque las libertades (éstas encorsetadas y hechas a la medida de los intereses de aquéllos) no se pongan en riesgo ante una posible (temida, aborrecida, vilipendiada) victoria del candidato de Gana Perú, Ollanta Humala Tasso, soy presa de un escepticismo lacerante y un mar de dudas y lamentos: ¿acaso volveremos a tener la oportunidad de decir con convicción y con algún atisbo de esperanza «¡somos libres, seámoslo siempre!»? Libres de la rapiña aprista y de la corrupta dinastía fujimorista, partidos que, codo a codo –audios, vídeos y tropelías de por medio–, engañifa tras engañifa, se han convertido en unos repulsivos hermanos siameses que defecan sobre el pueblo peruano, a vista y paciencia de la «prensa libre».
En el Perú, la democracia parece ser una entelequia, un ejercicio macabro en el que nos resistimos a tocar fondo: «siempre se puede caer más», parece ser el martillazo de la conciencia nacional. Son estas situaciones las que aprovechan los extremistas o malintencionados para ponerla en entredicho: ¿Democracia? ¿La voz del pueblo es la voz de Dios? Entonces Dios no existe o, con el respeto que se merecen mis compatriotas, el infierno se llama Perú.
Con las dos opciones que tenemos a la mano no hay dilema. Y si lo hay, pues éste se reduce al escarceo hamletiano: ser o no ser. ¿Ser o no ser democráticos? He ahí el dilema. Erich Fromm nos dice: «No debemos confiar en que nadie nos salve, sino conocer bien el hecho de que las elecciones erróneas nos hacen incapaces de salvarnos».
Una decisión errónea, soliviantada por prejuicios y miedos que nos pueden llevar a la ceguera absoluta que reivindique a un régimen totalitario, nos hará incapaces de salvar la democracia… o lo que, a estas alturas, queda de ella.
Yo no creo en mesías, caudillos fugaces, ni autócratas militaristas como Hugo Chávez Frías. Sé, como todos, que Ollanta Humala, con su discurso (ahora bastante moderado) que muchos, llevados por el lugar común, catalogan de «estatista» y «populista», no nos garantiza ninguna prosperidad inclusiva. Sin embargo, tengo que elegir y, por un acto de asepsia elemental, quiero creer que apostará por ella, por la vía democrática, tal como lo indica su «Compromiso con el pueblo peruano», emulando al modelo brasileño del ex presidente Lula y, asimismo, tomando ancha distancia del sistema que está desmoronando a Venezuela.
En la vereda de enfrente, en cambio, tenemos, personificando un haraquiri masivo, a la hija del reo Kenya Fujimori, condenado a 25 años de cárcel por ser autor mediato de una ola de crímenes de lesa humanidad como los baños de sangre de Barrios Altos y La Cantuta; quien, ya el 5 de abril de 1992, nos dio el primer indicio que iría colmando deprisa su prontuario: implantó una dictadura funesta que con cada muerto, con cada mujer esterilizada con la venia de Juan Luis Cipriani, con cada canal o periódico comprado en la tristemente célebre sala del SIN, nos dio cuenta de un ser envilecido que no sólo no creía en la democracia ni en los Derechos Humanos –martirizó sistemáticamente y estuvo a un paso de llevar a la locura a su propia mujer, Susana Higuchi–, sino que buscó erradicarla gracias al retorcido concurso de un personaje no menos truculento y ramplón: Vladimiro Lenin Montesinos Torres.
Votar por Ollanta Humala, con ciertos y comprensibles resquemores, significa dejar atrás y para siempre el pasado tenebroso del fujimontesinismo. Debemos fumigar de una vez por todas del escenario político peruano a una pantomima de partido –que cambia de ropaje en cada elección: Cambio 90, Nueva Mayoría, Perú 2000, Sí cumple, Fuerza 2011, etcétera– en donde, ahora, la hija oficia de dócil testaferra, pues presta su nombre en una pretensión que en realidad no es de otra persona que su padre –“¡chino, chino, chino!”, escupe excitada la fanaticada delirante que, como el barrabrava o el ebrio empedernido, parece haber anulado cualquier esbozo de razón–, aquel que luego que escapar entre gallos y medianoche, y renunciando vía fax, tuvo el cuero suficiente como para presentarse como un inaudito candidato al senado japonés.
Antes de elegir, el peruano de a pie debe recordar a los medios de comunicación sumisos o con bozal, la prensa amarilla, la televisión cautiva que estupidizaba al país convirtiendo en íconos a Magaly Medina (quien nació con la dictadura y persiste todavía) y a Laura Bozzo (que nadie olvide «Laura en América», programa hediondo en donde se llegó al extremo de ofrecer unos cuantos dólares si se era capaz de lamer axilas sudorosas; dinero de la mafia en componenda con la familia Crousillat).
Debemos también revisar el informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) y desempolvar los viejos psicosociales apristas que sirvieron para que el temor le ganara a la cordura y se elija a un advenedizo, rechazando así a un peruano honesto; el mismo temor que nos hizo volver a darle la primera magistratura al líder del partido aprista.
Alberto Fujimori ha sido uno de los muchos asesinos de la ilusión que, rodeándose de escorias y oportunistas, se ha burlado de las esperanzas de nuestro pueblo. Sin embargo, a contrapelo de unas encuestas de dudosa veracidad, hay que seguir soñando, eso sí, con los pies bien puestos sobre esta tierra que no pocos amamos.
Hace casi cincuenta años un afroamericano intachable pasó a la posteridad con un discurso que se resume en cuatro palabras «Yo tengo un sueño». Soñemos entonces con un país donde la prensa anteponga la verdad sobre la infamia, con un pueblo que abrace a la dignidad y a la memoria, antes que a un «modelo económico» o pantomimas ideológicas enarboladas por chuscos nietos de referentes intelectuales o escribidores desquiciados por el exceso de sicotrópicos. Otro país es posible: aquél en el que nuestros hijos nos juzguen por nuestra estatura moral antes que por el tamaño de nuestras billeteras.
La política y todo lo que vincula al poder sirve para ventilar lo mejor y lo peor de los seres humanos. ¿Tan poca cosa somos? Yo me resisto a creerlo. Votemos por una posibilidad y, de paso, extirpemos las reminiscencias de un pasado nefando.
Yo tengo un sueño, pero para hacerlo realidad necesito el concurso de los peruanos honestos y bienpensantes. Porque la democracia más genuina viene del pueblo y debe dirigirse a éste, yo todavía sueño que este 28 de julio, henchidos de emoción, podamos decir «Somos libres, seámoslo siempre». Que así sea, peruanos.

Orlando Mazeyra Guillén
31 de mayo de 2011

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