Miró por la ventana una vez más y a tiempo retiró la cabeza, una piedra hizo trizas el vidrio y avivó los gritos de la multitud enardecida.
—Agarra la puerta, huevón. Hay que esperar a que venga la policía —le dijo a su asistente que, confundido, corrió hacia la puerta y se apoyó en ella.
Agazapado tras la cortina permaneció mirando a las personas que seguían acumulándose fuera de la casa y escuchó con claridad cómo cedía la reja y las patadas que descargaban contra la puerta principal. Cogió su teléfono y revisó la lista de sus contactos hasta dos veces, completamente desconcentrado, sin decidirse a llamar a alguien. Barrió rápidamente el suelo y pasó varios minutos en el baño bajando la palanca del inodoro y dejando correr el agua; salió sacudiendo dos botellas y las colocó debajo del escritorio, luego se dejó caer en su sillón sin dejar en ningún momento de fumar, secándose constantemente el sudor del rostro con el puño de su camisa. Desde ahí repasaba mentalmente la sucesión de los hechos y se levantó para examinar la superficie de uno de los sillones. Por último hizo una llamada breve y apoyó todo su peso contra la puerta, junto a su asistente, que prefirió permanecer en silencio.
De repente las sirenas de un patrullero acallaron los gritos, dos policías fueron informados al instante de los hechos e hicieron lo posible por despejar la entrada. La muchedumbre crecía a cada minuto y muchos no sabían qué había pasado, estirando el cuello llegaban a mirar a una mujer desfalleciente y a varias señoras que le hacían aire con lo que tenían a mano; también llamaba la atención un grupo de niños que lloraba sin tregua y por la excitación general concluían que se trataba de algo grave. Aquellos extraños no sabían si entristecerse o sentirse afortunados ya que la desgracia, cualquiera que sea, esta vez no les tocó a ellos.
Pronto penetraron en el edificio y se condujeron por el camino que casi todos conocían bien, subieron las escaleras y arremetieron contra la puerta de la oficina. Los gritos de una mujer se hicieron audibles en medio del escándalo, era la madre del asistente y clamaba por la integridad de su hijo, que nada tenía que ver en el asunto. Esa pausa se le antojó inacabable y permaneció mirando una franja de cielo límpido que se colaba por el hueco de la ventana. Calculó la hora y pensó que su esposa e hijos lo estarían esperando para almorzar, jugando en el jardín, sin preocuparse por nada. Claramente pudo verlos en ese momento, pero su ensueño se vio interrumpido por los golpes enfurecidos de la tromba. A lo lejos las sirenas de los patrulleros se hacían presentes y calculó esta vez cuánto tiempo tendrían que aguantar la puerta para poder entregarse a las autoridades.
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Giovanni Barletti (Moquegua, 1988) Estudia Derecho en la UCSM de Arequipa. Publicó en el 2009 la colección de cuentos El que no corre vuela y más recientemente Dabai, Chelo, dabai.
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