Mi madre no me leía cuentos. Ella misma los inventaba. No sólo para mí,
sino también para mis otros tres hermanos. Esas historias de sobremesa
marcaron con fuego nuestra vida. No exagero: mi primera mascota —un can
chusco y enorme que fue ultimado por el
balazo de un infeliz oficial de la Fuerza Aérea que estaba cansado de
verlo vagabundear por la base militar… o simplemente recostado debajo
del viejo carro de mi padre, esperándolo para perseguirlo y, así, tratar
de volver a casa; cosa que, en efecto, logró hacer en más de una
ocasión— fue bautizada con el nombre de uno de los personajes más
memorables que ella inventó: Solosín. Algunos suelen bautizar a sus
perros o gatos con nombres (o apellidos) de sus autores preferidos o los
de los personajes que estos inventaron. Yo, sin embargo, me quedé
prendado, desde muy chico y para siempre, con el que fabuló la mujer más
importante de mi vida. Contar historias es algo que, más allá de los
resultados, me produce un tremendo placer y me ayuda a sentirme vivo. Me
hace feliz reconocer que lo aprendí de la persona que más amo y
necesito: mi madre, la vela que nunca se debe apagar.
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