El empedrado, resbaloso y brillante, se
deslizaba, vertiginoso, por debajo de mis pies que subían y bajaban,
desesperados por avanzar. Atropellé a un borrachito que gritaba, escandaloso,
en medio de la calle, frente a la picantería “El Misti”. Perdón, y me zafé de
sus manos violentas que trataban de sujetarme por la camisa. Ya llegamos tarde,
me dijo entrecortado Efraín corriendo a
mi lado. Una bandada de niños, en alboroto de chillidos, se fugaba en el Centro
Escolar de La Palma. Por tu culpa, le contesté, y la respiración como culebra
de fuego se retorcía dentro de mi pecho. Las maestras, asustadizas, intentaban
atraparlos punta de jalones. El calor de
las tres de la tarde me picaba el cuerpo. El Chuzo Ramírez nos alcanzó: ya
viene la tropa, y a patada limpia nos abrió camino por entre los niños que se enredaban en nuestras
piernas. ¿Por dónde?, y grupos de noveleros, en puertas y calles, quedaban atrás.
Por Goyeneche, el Chuzo Ramírez volteando la cabeza sin dejar de correr. La
sangre me encendía el rostro. Tú que te hiciste esperar, Efraín secándose el
sudor. El amarillo y rosado de las paredes, en río de sol, se escurrían en
veloz acuarela. Nos detuvimos en la esquina de la Avenida Centenario: curiosos
frente a la policía; en azoteas, mujeres y niños, asombrillándose los ojos con
las manos, miraban el Colegio Nacional de la Independencia; a lo largo de la
calle La Palma, los tranvías detenidos parecían un extraño tren rojiverde de
parque infantil. Nos subimos a un muro: la avenida, desierta, resguardada por
la policía montada; los edificios grises, descascarados, del colegio, exhibían
banderas y cartelones, y en los techos, se arracimaban estudiantes con cristina
o pañuelo amarrado en la cabeza, camisa abierta en el pecho y fuera del pantalón,
y en las manos ladrillos y palos y viejos fusiles de madera. Vamos mejor por
las chacras, el Chuzo Ramírez. Todo el colegio está rodeado, nos informó un muchacho despeinado, no se puede pasar, la
cara roja y sucia de tierra y sudor. Esa tarde, te cuento, era calurosa y seca.
Un auto negro entró a la avenida y se detuvo a media cuadra del colegio. Entonces,
los estudiantes comenzaron a gritar. Los curiosos de la esquina intentaron
avanzar, pero la policía con varas largas de jebe los hicieron retroceder. Vendidos,
los insultó un borracho, y una señora lo metió rápido en una tienda. El sol me
enceguecía y apenas si podía ver cómo los altos y macizos caballos coceaban,
nerviosos, sobre el asfalto, y cómo sus jinetes uniformados los sujetaban por
las riendas. Del vehículo negro salieron tres personas. El prefecto, dijo un
joven que estaba prendido en una ventana. Me empiné sobre el muro: dos militares
y un civil avanzaban por en medio de la calle. Sonó un clarín. Un niño, desde la copa de un árbol, gritó:
miren, señalando el asta principal del colegio. El sol destellaba dorado en el
clarín y chispeaba en el pecho desnudo de un estudiante. Multitud, hormiga,
gritona, de alumnos invadió los techos.
Soldados con bombas lacrimógenas y fusiles y metralletas aparecieron por una
esquina y en veloz desplazamiento de cascos se apostaron frente al colegio. Los
curiosos se arremolinaron, las mujeres y los niños de las azoteas se
asombrillaron más los ojos; la puertas y ventanas de los chalés de la avenida
Centenario se cerraron violentamente. Los estudiantes corrían, desaforados, por
los techos, hacia la puerta que da al patio. Por La Palma, un tumulto de perros
y niños seguían a la loca Collantes que, enredada con serpentinas, mallas y
tejidos y con descomunal sombrero de paja, vociferaba rabiosa contra los jueces
y policías. Era junio: el cielo estaba clarísimo, cristal, y la luz era tan
densa que podía tocarse con las manos, y el viento traía el violeta y dulce
olor de eucalipto de las chacras. El Prefecto, bajo, rechoncho, dirigía a un grupo de policías que, con las
culatas de sus fusiles, trataban de romper el portón. Entonces, los alumnos,
enloquecidos, comenzaron a arrojar piedras y ladrillos, y los caballos
levantaban los pescuezos y echaban espuma por la boca. ¿Viste?, me preguntó
Efraín medio asustado. ¿Qué?, los ojos me ardían. Así, una piedra en la cabeza
del Prefecto, me contestó el Chuzo Ramírez que por abrir las manos casi se cae
del muro. Estiré más mi cuello. El Prefecto se sostenía el quepis con la mano
izquierda mientras que con la derecha levantaba su revólver. Cuatro secas y
seguidas detonaciones impusieron silencio en el colegio, en la avenida y en la
esquina de La Palma. Solo, en la tarde, ladridos lejanos y dispersos. El calor
picaba más mi cuerpo y esa culebra de fuego en mi pecho me impedía respirar. Los
alumnos corrían de un lado al otro por los techos. La nariz de Efraín se perfiló
más y el Chuzo Ramírez daba pitadas seguidas a su cigarro. La loca Collantes,
ojos desorbitados, enredándose más en sus serpentinas, mallas y tejidos, daba
vueltas, con los brazos levantados, mirando el cielo. En las azoteas de las
casas, y no habían ni mujeres ni niños. El muchacho sin camisa volvió a tocar
el clarín y esta vez sonó tan triste y penetrante que parecía romper el cielo
en pedacitos y la bandera fue arriada a media asta. El Prefecto avanzó hasta la
tropa, habló con un oficial, luego entró a su automóvil, y el vehículo negro, a
toda velocidad, desapareció al final de la avenida. Varios policías corrían con
la cara ensangrentada. Han matado a un estudiante, gritó un joven desde el
techo del colegio. Nos bajamos del muro y con los curiosos de la esquina
comenzamos a desempedrar la calle. El borrachito, desprendiéndose de las manos
de su mujer, lanzaba botellas vacías. La policía montada, sable en mano,
arremetió y corrimos por La Palma tirándoles piedras. A Efraín se le salió el
zapato y cuando volvió a recogerlo recibió en la espalda un tremendo sablazo, y
recuerdo muy bien, Max, que escuchamos, en medio del alboroto, tiros, bombas y
los independientes que en tropel desalojaban el colegio y gritaban furiosos: a
la Plaza de Armas a levantar barricadas, y no me agrada pasear por esta
neblina, ya te he dicho, varias veces, que la neblina de La Cantuta es el
bostezo pestilente de Lima. No te rías: soy provinciano y para tu cólera arequipeño.
¿Tienes un cigarrito?
Oswaldo Reynoso
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