Ilustración de Dorian Estrada Arroyo. |
Por Fernando Morote
Publicado en Lima Gris:
Esto no es una crítica literaria,
gracias a Dios. Afortunadamente estoy descalificado para ello. Es una alegría
comprobar que vuelve a suceder. Reconocer espíritus afines representa siempre,
en cierto grado, el fin de la soledad.
Desde que conocí el trabajo de
Orlando Mazeyra en el 2009, de inmediato me atrajo su intensidad en la
narración, pero sobre todo su falta de afectación. Admiré su arrojo y
desfachatez. Celebré cruzarme otra vez en el camino con un escritor que tenía
las suficientes agallas para seguir más a su corazón que a su cabeza.
Como cualquier otra actividad en
la vida, escribir responde a motivos e influencias, refleja habilidades y
tendencias. Si la naturaleza conduce hacia la línea recta, es seguro que las
curvas (o rodeos, en este caso) no tendrán lugar. A Mazeyra, en cuestiones de
estilo, no le interesa ser fino ni elegante. Mucho menos refugiarse bajo la
sombra de ningún autor, digamos, consagrado. Su lenguaje es frontal, duro y
crudo. Prescinde de adornos insulsos e inútiles. Ésta es una de sus cualidades
más relevantes. Porque, en literatura, no se trata de escribir bonito sino de
perturbar, en más de un sentido.
Las historias de Mi familia y otras miserias (en
impecable edición de Tribal, salvo pequeños detalles de carácter tipográfico)
están colmadas de rabia, agonía y sorpresa. Poseen además la extensión precisa
para producir el impacto deseado. No se puede decir que son una ofensiva
bofetada en la cara, pero sí un amistoso empujón por la espalda, que sacude al
lector, lo despierta y lo mueve a reflexión.
Sus personajes batallan con
sentimientos contradictorios: son acosados por adicciones, rencores, ataques de
pánico e ideas de suicidio; sus aspiraciones románticas pugnan por vencer
simultáneos coqueteos con la promiscuidad; la tentación al ridículo y el
permanente conflicto entre vocación y profesión (que en un mundo ideal —excluido
el de un escritor— debieran ser las dos caras de la misma moneda) les corroe el
alma.
La trama, en la mayoría de
relatos, se desarrolla con tacto y sutileza, proveyendo información en el
momento adecuado, reteniéndola cuando es conveniente. En unos pocos, por el
contrario, la línea narrativa experimenta un giro demasiado brusco, apurado
incluso, dejando la impresión de que salta muy rápido a la conclusión y que un
proceso más pausado pudo haber alimentado y enriquecido el contenido.
Ya que no se puede complacer a
todos, habrá algunos lectores que se enojarán señalando sólo aspectos de teoría
literaria. Los menos sofisticados en cuestiones académicas, seguramente tendrán
mejores posibilidades de apreciar la lectura, aprovechando la oportunidad de
mirarse en un espejo por fuera y por dentro. Después de todo, si estos relatos
no hubieran surgido de las entrañas de su autor —sino sólo de
su cerebro—, no tendrían la fuerza que tienen ni transmitirían la emoción
que transmiten. Y ésa es, justamente, la intención del verdadero arte.
Personalmente, me alegro de que
Mazeyra haya desoído en su momento el discurso familiar, que asegura entre
disfraces cariñosos que la literatura es una pérdida de tiempo, una quimera
absurda, un error fatal, y haya optado por la lealtad suicida que le impone su
auténtica vocación.
Me alegra también compartir con
él los gustos por las películas de Scorsese y De Niro (¡qué dupla genial!), el
rock (de Calamaro y compañía), el fútbol (a pesar de la frustración congénita)
y, en especial, los esfuerzos diarios por encontrar un camino de cambio y
crecimiento (personal).
Hincha a muerte de su arequipeño
FBC Melgar, los colores rojo y negro parecen estampados en cada uno de sus
textos, que a simple vista en este libro se presentan como una descarga feroz,
virulenta, y enconada contra su núcleo familiar. Pero en realidad —y
en el fondo— son mucho más que eso. Son una declaración de amor a sus seres
más queridos.
Para leer más comentarios sobre Mi familia y otras miserias:
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