Una niña,
mientras maquina la venganza perfecta contra su hermano, se pregunta por qué él
es tan matón y, sobre todo, consentido. Eso, al parecer, es lo que más la
confunde e irrita: ¿Por qué la madre de ambos nunca lo riñe o castiga como sí
lo hace con ella? Este primer cuento (de los nueve en total que trae el libro Nena), es un «plan maestro», no sólo por
el título que eligió el autor, sino por cómo éste dosifica la información, algo
que Ernest Hemingway llamaría el «dato escondido». En esta historia
apenas accedemos a la punta del iceberg cuando la madre le pide al muchacho que
le diga de una vez quién era aquel señor que lo abordó. ¿Quién era? ¿Qué le
dijo? ¿Qué le hizo a su hijo ese extraño sujeto? El lector se encuentra con
más de un plan maestro: venganzas, traumas y desdicha; todo sazonado con una
prosa sobria que muestra, pero que también sugiere, esconde.
El segundo cuento se titula «La captura». El personaje principal se
llama Leopoldo, y no ve la hora de llevar a cabo la captura de una escoria
social. El narrador, a través de los ojos de Leopoldo, escudriña al mesero, un
sujeto de unos sesenta años al que los clientes ignoran o, en todo caso, miran
con desprecio. Leopoldo llega a la conclusión de que aquel mesero refleja
perfectamente lo que era ese huarique: algo mísero, sombrío, toda una ruina (p. 24).
Adjetivos válidos para describir, en muchos casos, a los personajes que
desfilan en los nueve cuentos de Rivera de los Ríos: seres sombríos,
miserables, en fin: ruinas humanas que general repulsión, y a la vez, gracias
al pulso narrativo del autor, nos seducen.
En «El puente y la ardilla», tercer cuento del libro, Klaus acude a
una fiesta en el ex club Alemán (hoy restorán El Montonero). Allí tiene una cita con el destino: será, pues, una
noche de ajustes de cuentas con un amor contrariado: Sofía. Aquí es preciso resaltar
la buena disposición de los diálogos en este libro, pues siempre dan un paso
adelante en la historia, enriqueciéndola, y nunca funcionan como un mero
relleno, ni mucho menos como un estorbo. Sofía sabe algo de las imposturas de
Klaus, un mitómano que, según ella, «inventa mentiras para hacerse el importante,
el misterioso, el sufrido» (p. 42). Este cuento habla sobre las mentiras piadosas y
también las otras: las escabrosas. Personalmente, vuelvo a confirmar que todos
somos mentiras, empezando por Alex Rivera de los Ríos, por supuesto. Y las
mentiras que hay en este libro nos sacuden.
«Invencible y
sanguinario», el cuarto relato del volumen, aborda tormentosas relaciones
homosexuales, en este caso, entre un turista y alguien que no llegaría a
calificar como «brichero». Para la gran mayoría de los seres humanos, igual que
para el gringo de la historia, la vida es una confusión total, y la escritura
de ficciones como las de Nena constituyen viajes sin un destino exacto, huir de los demonios o comparecer ante ellos.
Para Álex Rivera de los Ríos su escritura es un amuleto, una
satisfacción, y quizá, como ocurre con el gringo, su forma de ocultar la
congoja y la cólera por una vida frustrada. Decía Mario Vargas Llosa que todo
escritor peruano es, al fin y al cabo, un frustrado, un fracasado.
Me detengo en este cuento, porque una concisa pero bastante pedagógica
mirada del foráneo nos remite a ese país que para algunos prospera y para otros,
entre los que me incluyo, se está yendo al demonio: «A Richard lo conocí en
alguna ciudad del Perú, ese país que ha dejado de ser el profundo y bello lago
de historias, leyendas y riquezas que al comienzo me provocó conocer, y que
pasó de pronto a convertirse en una horrible amalgama de urbanizaciones y
edificios deprimentes, vomitados por la contaminación y subdesarrollo» (p. 49).
Este último es un magnífico brochazo para describir a nuestra caótica Ciudad
Blanca: una horrible amalgama de urbanizaciones y edificios deprimentes,
vomitados por la contaminación y el subdesarrollo.
Entiendo que «Nena», el cuento que le da título al primer libro de Álex
Rivera de los Ríos, es quizá su ficción predilecta. No lo sé, pero la
dedicatoria ya nos da algunas luces: «A la memoria de Edmundo de los Ríos». El
narrador de la historia cuenta que alguna vez le dijo a la Nena: ¿nos ayudas a
inventar un nuevo juego?, sin imaginar que ella ya era experta en esas lides.
Es decir, jugar a las mentiras, ficciones orales que, contrabandeadas como
reales, le otorgaban a la Nena muchas vidas, muchos pasados, o para ser
precisos, muchas madres. Los inofensivos juegos de la niñez, como policías y
ladrones, bata o la pesca-pesca son reemplazados por las mentiras, nunca
gratuitas y jamás inocuas de la ficción: la Nena solía inventar historias de
todo tipo y este cuento duro, triste y sobrecogedor, habla sobre nosotros,
nuestros más ocultos secretos y de los miles de antifaces que, a medida que
crecemos, utilizamos no sólo para soportar la vida, sino para evitar que los
demás accedan a nuestras vergüenzas, o puedan hacernos daño.
Del mismo venero que «Nena» parece haber brotado el relato titulado «Mi
cualquiera», el sexto de la colección: amores lésbicos. «¿Y por qué no te has ido con uno de esos galanes que se te insinúan a cada
rato?», le pregunta una a la otra, y la respuesta nos mantiene pegados a la
historia: «Porque me gustas tú. Porque me miras y me haces sentir más mujer que
todos los hombres con los que he estado. Porque contigo no me siento impresionada,
sino libre, completa» (p. 72). Es mediante estas historias que el autor escapa de las
presiones sociales, para ser un espíritu libérrimo.
Ya que hablamos de la libertad del creador, podemos acercarnos a «Simoné», así se llama la esposa del narrador, ella sufre de migrañas y
cuando habla de un viaje a la playa exuda otro viaje más intenso y envolvente,
el viaje a la ficción, aquél que nos hace ser auténticamente libres: «Ahora ya
no siento más tormentas en mi mente», le confiesa Simoné a su marido: «Ya no
siento rencor ni asco de mis defectos. Estamos juntos y ahora sé que nunca más
te dejaré. Somos una familia, y tú dependes de mí. Eres mío» (p. 83). Un comentario, en
apariencia grato, trasunta la relación entre el autor y acto creativo, la única
forma en que uno encara sin rencor ni asco sus defectos: los cuentos son como
nuestros hijos y estos nueve vástagos de Alex Rivera de los Ríos revelan a un
autor con una propuesta auspiciosa.
«El beso», es la penúltima narración de este libro y quizá el menos
interesante de las nueve historias de la colección. No por eso debemos dejar de
reconocer la solvencia de los diálogos para contar una historia sobre la
vocación por la figuración: el sueño de ser artista a toda costa y «triunfar»…
siempre entre comillas.
«Better man», cierra con broche de oro esta magnífica primera entrega
de Rivera de los Ríos. Y confieso que tengo una vieja predilección por los
personajes desadaptados, aquellos que ocultan anomalías mentales, para decirlo con cierto decoro (o quizá no tanto). Serafín quiere ser un hombre bueno pero
la vida lo supera y el infierno está empedrado de buenas intenciones. ¿Hay
mejor manera de disfrutar de un cumpleaños que viendo un excelente partido de
fútbol? Seguro que sí. Pero Serafín no es normal. Es una bomba de tiempo que
entraña reacciones descomunales. Si me permiten una confesión: siempre he
creído que el fútbol es una locura efímera y benigna (si uno no termina
convirtiéndose en barrabrava, por supuesto). El fútbol —«nuestra
pavada insigne», sentencia Martín Caparros— nos
roba el cerebro durante noventa minutos y un poco más y, si nuestro equipo
gana, como hoy lo hizo el FBC Melgar en Moyobamba, entonces acariciamos el
cielo.
Álex Rivera de los Ríos, a través de estas nueve historias, me ha
hecho disfrutar de más de noventa minutos de placentera lectura.
La relectura de Nena de esta mañana me ha
permitido corroborar que estamos ante un autor que ha debutado con el pie
derecho (yo, que soy zurdo, acudo a ese lugar común que discrimina a los mejores del mundo como Maradona y Messi): aquí no hay goles de
media cancha, pero sí jugadas bien elaboradas, paredes y gambetas, recursos
narrativos que hacen gala de la pericia y el buen oficio del autor: la prosa es
segura y las imágenes logradas, algo inusual en un narrador tan joven como él.
Claro que hay algunos errores que antes se llamaban «mecanográficos» y que el
editor, Arthur Zevallos, debió corregir para evitar los gazapos que aparecen en
buena parte de las historias. Sin embargo, esto no desmerece en absoluto la calidad
de Nena. A través de la lectura de
estas ficciones he descubierto a un verdadero hermano de las letras (es difícil
encontrar hermanos de sangre en esta comarca literaria plagada de laureados
posetas): la narrativa de Rivera de los Ríos coquetea con la tentación del fracaso
y, algunas veces, le abre las piernas… cuando le da la gana se va a la cama con
él.
Como ya dije, la ficción cumple las funciones de un amuleto para que, así, el autor pueda conjurar las desgracias que persiguen a los personajes de sus
historias: hombres violentos, individuos castigados por el destino, mujeres
tan intrigantes como mentirosas. La mentira al servicio de un fabulador. En
muchos casos, hay un soterrado ejercicio de ficción sobre la ficción, es decir,
metaficción, si me permiten el término.
Como se habrán dado cuenta, no soy académico ni mucho menos crítico
literario. Lo único que soy (o intento ser) es un contador de historias. Y acá
estoy tratando de contarles que este libro es apenas el cimiento donde seguramente se erigirá una catedral.
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