2013/10/05

Mi familia y otras miserias: un excelente anti-manual de cruda realidad


Escenificación del cuento "Solosín". Dirección: Héctor Cornejo Belón. Actuaron Martha Rebaza y Rody Núñez.
Por Iván Montes Iturrizaga[1]
Publicado en Lima Gris:http://www.limagris.com/?p=12915

Debo confesar —y antes de comenzar con mis comentarios— que no soy un literato ni mucho menos un crítico especializado de este mundo; soy solamente un psicólogo que publica estudios sobre el tema educativo y con una ferviente vocación por escribir crónicas, breves relatos y artículos de opinión.
Me centraré en solo tres grandes dimensiones acerca de esta obra de Orlando Mazeyra Guillén: el estilo, el contenido y las implicancias de este texto.

El estilo

He leído con grata sorpresa este texto que pinta de cuerpo entero a Mazeyra como un escritor maduro con características propias y una identidad particular a pesar de sus influencias «vargallosianas» que él mismo ha explicitado en varias ocasiones. Pero, bueno, el estilo es un sello personal y la única forma en que sea posible que dos personas tengan el mismo estilo es que hayan transitado por la vida de la misma manera, o mejor dicho, que la hayan sufrido igual. Algo realmente imposible.
Orlando Mazeyra Guillén es lingüísticamente preciso, lo cual es diferente a ser un economizador de palabras. Cuando alguien hace economía está siendo avaro. Cuando se es preciso, simplemente uno es justo. Pero, para alcanzar esa justicia en términos literarios, es necesario narrar como fotógrafo, lanzar las palabras sin divagar y ponerse en el lugar de quien leerá el texto. A esto último, Daniel Cassany denominó como el estilo del lector y no es más que una forma de empatía, donde quien escribe asume una  intención comunicativa permanente y, por ende, se preocupa por ofrecer detalles, información y alcances suficientes para lograr la tan ansiada comprensión (la antítesis de este estilo, digamos, entendible, la encarnó el psicoanalista francés Lacan, quien, con mucho esfuerzo, desarrolló un estilo esotérico solo comprensible por él mismo). En este caso, Orlando Mazeyra escribe con un refinado estilo de lector y me imagino ya que no he conversado acerca de esto con él que su responsabilidad no está tanto en que si causará heridas a alguien, sino más bien, en dejarse entender.
Es limpio en la expresión y a eso le podemos sumar la musicalidad con que remata sus párrafos, a través diversas cadencias que lo hacen un narrador que invita a la lectura sostenida. No encontramos baches comprensivos a pesar de apelar a recursos muy propios del habla coloquial limeña y arequipeña. Igual, de haber unos cuantos —me refiero a esos baches— no hay nada que no se pueda arreglar con una pizca de «cayetano».
Otro valor importante en esta obra es la honestidad. Pero no en el sentido de que lo cuenta todo y no se calla nada. No, eso no es, al menos para mí. Esa no creo que sea la intención. No es crónica, pues no es 100% autobiográfica; tiene, por supuesto, componentes autoreveladores expresados por él mismo, pero en una amalgama armónica con la ficción. Esta obra es honesta, pues estos relatos nos dejan perplejos con algo que nos parece totalmente real y, además, muy sentido por quien narra.  Solo él sabrá qué es ficción y qué es realidad. No obstante, todo es tan honesto que, hasta lo más estremecedor o nublado, configura una posibilidad en el autor, en nosotros o en los otros. Es honesto, pues se percibe que está escribiendo desde él, desde su historia y desde su sentir íntimo: desde ahí es muy honesto incluso transitar por la ficción.

El contenido

El primer contenido es el título Mi familia y otras miserias. Bastante sugestivo y que sintetiza muy bien cada uno de los relatos. De hecho, que si me hubiera pedido consejo, nunca Mazeyra habría recibido un: suaviza, hermano, suaviza un poquito la cosa. Al contrario, lo más probable es que le haya ayudado a subir el octanaje al rótulo de su obra.
Ya en los relatos tenemos así de sugerentes a cada uno de sus títulos y sus respectivos desarrollos. No me gustaría entrar en alguno de ellos en detalle; quizá me vaya de boca y se los termine contando del todo. Eso no pasará, pues me encantaría que disfruten como yo de la totalidad sin perderse de nada. Solo, a vuelo de pájaro, hablaré de algunos momentos que me cautivaron como lector. 
Esta obra se inicia con el relato «Mi primera máquina de escribir». Ahí retrata a un padre en su lado más oscuro y sin dejar un solo espacio para ver una luz de bondad. Así somos, pues, los seres humanos: tan complejos que tendemos a simplificar la vida y a las personas por aquello que los destaca. Aquí citaré una parte para que me entiendan:
Nunca ocurrió: mi padre nunca me enseñó a conducir. Lo que sí me regaló —y hasta el hartazgo— fue una vida en tinieblas: por las noches bajaba la palanca de la luz cuando la ira lo exoneraba del llanto. Nos cortaba el servicio eléctrico solo para descargar en nosotros —su esposa e hijos— toda su rabia e impotencia: «Esta es mi casa y aquí mando yo. Ahora pues, díganle a su madre, que tanto los engríe, que les dé luz» (p. 16).
Para mí, este fragmento grafica y es el hilo conductor de la obra. Las tinieblas del hijo que sufre, la madre querendona y sobreprotectora —en posible acto compensatorio—, el padre telúricamente autoritario y, por supuesto, el marco familiar que en ocasiones sostiene el caos que desea evitar. No hay nada muy diferente a nuestras familias, así somos, o así hemos sido, aunque sea en algo pequeño. Nadie se escapa de no identificarse. La ventaja es que ahora el valiente Orlando Mazeyra Guillén nos hace el trabajo más fácil: simplemente reconocernos o reconocer a los otros.
El relato «Cartas cerradas» ilustra con claridad las confesiones de amor y el diálogo interior de quien inició estas misivas: un tal Castañeda, cuarentón y, al parecer, invicto en los quehaceres amatorios. Esta parte me pareció fenomenal y es la que prepara al lector para un final inesperado que, por razones obvias, no les contaré:
Estuve a un tris de abrir esta carta de marras, cuando se me encendió el foco; no era azar, sino más bien una extraña superstición. En estas cartas había (o empezaba a haber) un juego secreto. Un acertijo. Algo subrepticio. Me convencí de buenas a primeras de que si rompía alguna de las cartas todo se evaporaría para siempre. «No me puedo permitir otra decepción amorosa». ¡Y menos con Esther! Estoy segurísimo que ella es la indicada” (p. 61).
El monólogo interior, la confabulación consigo mismo y la riqueza psicológica de los personajes están presentes en toda la obra de Mazeyra. Pero no todo en sentido penoso. Hay pasajes realmente hilarantes y que abundan en lisuras —o «voces mal sonantes», según la Academia— que, para quienes tenemos pocas ataduras moralistas, resultan ser en contexto muy graciosas. Por ejemplo, en «La Compañía de Jesús» encontramos a Martín; un «amigo» consejero que ilustra al protagonista —necesitado de dinero—  acerca de cómo incursionar en el mundo de los «fletes» —una forma de prostitución varonil mayormente nocturna que se caracteriza por su esencia «todo terreno» en pro de una buena paga.
Así tenemos:
Un flashback perentorio acudió en mi ayuda. Claro, ¡era Martín!, recordándomelo: «Para ser un flete de veras, un flete con todas las de la ley, tienes que estar dispuesto a abrir tu mente. En otras palabras: jugar con las dos piernas, ¿captas o te la paso en limpio? A veces son tíos, viejos arriolas que se plantan para que te los atores y con los que puedes sacar hasta un sueldo básico en una noche. No te estoy exagerando, esos son los más regalones. Mente abierta, loco, lo demás se arregla conversando» (p. 110).

Las implicancias

Con sinceridad, les confieso que estoy bastante aburrido de los libros de autoayuda y de superación personal que tratan de inculcarte formas de ser y hacer desde la bondad humana. Estos libros son tan desinfectados que, a la larga, te dejan en el limbo y seguramente peor de cuando empezaste a leerlos. Son muchas veces textos cargados de frases que exaltan las virtudes humanas a tan elevado nivel que al final no sabemos cómo encarnar eso sin ser ángeles del cielo. Por suerte, el libro Mi familia y otras miserias es para mí también uno de autoayuda, pero a la inversa, y con pleno sentido de lo real; pues advierte al lector —padre o futuro padre de familia— de los daños que puede ocasionar si es que asume el desorden tripartito como patrón de vida: pensamientos demandantes y autoritarios; emociones negativas y sobredimensionadas; y, conductas poco ajustadas.
Este libro no juzga a un padre ni tampoco al hijo. Menos aún santifica a una amorosa madre. Solo presenta a una familia con y desde sus «miserias», como dice el título. Podría pecar de atrevido —y creo que en eso también me parezco al autor—, pero en términos psicológicos, y como psicoterapeuta que soy, considero que este es un buen aporte a lo que conocemos como biblioterapia. Una estrategia donde se les entrega a los pacientes o clientes textos que quizá les permitan darse cuenta de las cosas o aprender formas diferentes de ser. Particularmente, yo recomendaría esta obra como un anti-manual de cruda realidad para padres, madres y jóvenes; una especie de: «si haces esto, entonces mira lo que pasará a tu alrededor». O, también, nos puede conducir a la comprensión del sufrimiento interior, la incertidumbre y el vacío que, por lo general, duele más cuando estamos acompañados.
Arequipa, 3 de octubre de 2013




[1] (Lima, 1968). Presidente de la Universidad La Salle de Arequipa. Psicólogo de la Universidad Ricardo Palma y Doctor en Ciencias de la Educación de la PUC de Chile. Desde 1990 ha publicado sus artículos sobre el tema educativo en revistas como Oiga, Signo Educativo, Clase Maestra y Pedagógica, entre otras. Asimismo, ha sido colaborador de periódicos como El Pueblo, Correo, Arequipa al Día, Diario Noticias, El ComercioLa Voz. También, tiene publicaciones en revistas científicas y en memorias de congresos especializados en Estados Unidos, México, Chile y Perú. Es autor de 13 libros relacionados con las temáticas de los estándares educativos y sistemas de medición. Viene trabajando en su primera novela.

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