Acabo de llegar de la frontera (estuve en Tacna, donde presenté mi último libro al lado de varios narradores chilenos) y me encuentro con un envío precisamente del otro lado de la frontera: Tránsitos (una cartografía literaria). Gracias a Alberto Fuguet por el obsequio y a Felipe de la Universidad Diego Portales de Chile.
Algunos de los textos incluidos en este enorme libro (en esta cartografía literaria) ya han aparecido en diarios y revistas de Chile y de América.
Acá un fragmento:
Ser joven nunca ha sido fácil.
Ser joven y no contar con tu padre, menos. Ahora bien, todo se complica aún más
si uno es joven, quiere ser escritor y anda buscando un padre por ahí. Un padre
literario. Un padre a secas. Los padres biológicos, se sabe, no se eligen. Al
revés, muchas veces se padecen. Con los padres literarios, sin embargo, sucede
algo parecido. Uno cree que los elige, pero no es así. Se heredan, te son
impuestos, uno tropieza con ellos sin estar del todo preparado. Los padres que
valen son los que te forman antes de que tú mismo desees formarte. Te marcan y,
muchas veces, esa huella es indeleble.
(…) Lo chicha es el regalo de
Fujimori al mundo. La cultura chicha es una suma de subculturas, incluyendo la
popular, la masiva, la de la sierra que bajó a la ciudad. Es el mal gusto
llevado al límite. Es lo procaz, lo sensacionalista, lo analfabeto, lo chillón.
Es la irrupción de las masas y el terror de las elites. La prensa chicha deja a
la prensa amarilla de otros países como suplemento cultural. Estos tabloides
multicolores tapizan los quioscos y los llenan de lodo fosforescente.
A Mario Vargas Llosa le quedan
pocas horas antes de partir y sale a recorrer Lima en auto. El centro, la Plaza
de Armas, la plaza Bolívar. Luego, el barrio chino. Más allá del barrio La
Colmena, y de la vieja facultad de San Marcos («En ese edificio estudié»), los
autos se detienen en la Alameda Chabuca Granda.
Unas vendedoras lo saludan
cariñosas. Le cuentan que lo echan de menos, que hace falta.
—Pero ustedes no votaron por mí —les
responde, risueño.
Después camina hasta la orilla
del río Rímac. Lo mira.
No dice nada. Pero es obvio que
algo piensa. De regreso al auto, Vargas Llosa se detiene frente a un quiosco.
Todo lo que ha dicho —en las conferencias de prensa, en entrevistas, en la
televisión, en la presentación— se ha escuchado, y fuerte. A Montesinos, la
mano derecha de Fujimori, lo trató de «criminal, ladrón y cómplice de
torturadores». La prensa chicha —El Chino, La Yuca, El Ojo— ataca hoy de
vuelta: «Miserable no merece ser peruano: Varguitas no quiere a su padre ni a
su patria».
Otra portada:
«El escritor plagiador y enemigo
del país, el español Mario Vargas Llosa, llegó al país sólo a fregar la
paciencia y a incentivar aún más que Choledo la violencia».
Una más:
«Como siempre, viene, miente,
insulta y se va».
VLL los mira y dice:
—Esto es una vergüenza para el
Perú.
Luego mira el titular de nuevo.
—Aunque no está mal escrito —y se
ríe con todos sus dientes—. Hay que reconocerlo.
***
Soy de la estirpe de los que
creen que fueron criados por la familia equivocada, pero con los libros y las
películas correctas. Esos tres eran los libros correctos.
Aún no se me ocurría ser
escritor, todavía no escuchaba el llamado de la vocación, pero ahí dije: yo
también puedo hacer esto. Lo que es falso, claro. Aún no he escrito nada como
ese cuento «Día domingo» ni, menos aún, «La casa verde», pero lo importante es
que Vargas Llosa me hizo pensar que sí lo podía hacer. Que lo podía imitar: su mundo es
amplio, generoso, abierto, democrático, todos caben. Su mundo era su mundo, por
cierto, pero también era el mío. Vargas Llosa me dijo desde muy temprano: la gente de
clase media, que toma helados y va a la playa o a colegios horrorosos, también
son un tema digno de transformar en arte. Úsalos. Aprovecha tu propia
experiencia. No todo es imaginación febril y exuberante. Lo fascinante de Vargas Llosa es que sus libros no parecían arte, no tenían ese olor culterano y denso y, sin
embargo, casi de refilón, me hacían sentir cosas. Los libros de Vargas Llosa parecían
inyectados de vida.
Años después, en la universidad,
Vargas Llosa me atacó de nuevo. Fue el año 1984. Ese año salió a la calle
Historia de Mayta. Me pareció el mejor reportaje que jamás había leído. No
podía respetar al resto de mis profesores después de eso. Entonces me lancé a
su díptico sobre escritores en ciernes y periodistas con los ojos abiertos:
Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor.
¿Quién era Vargas Llosa y por qué
escribía esas cosas sobre mí?
De nuevo: momento justo, libros
justos. Ya no cabía duda.
La vocación estaba y los planos
arquitectónicos descansaban ahí, listos para ser afanados. La genialidad de
Vargas Llosa es que no es un genio. Leyéndolo, uno siente que la disciplina, el
trabajo y la mirada es lo que importa y la base de todo. Vargas Llosa no era un poeta,
un excéntrico, un mago. A pesar de todas sus experimentaciones, lo suyo es
clásico. Y, como tal, permite que todos aprendan de él. Y si uno tiene suerte,
no se nota.
Esto no lo pienso yo, solamente.
Cada día me topo con más hermanos que me dicen —que sienten— prácticamente lo
mismo. Son pocos los padres que permiten eso. Darte tanto y, a la vez, dejarte
libre.
Si Vargas Llosa hubiera sido
elegido presidente dudo que hubiera logrado hacer lo que hizo, desde un puesto
mucho más abajo, acá en la república de las letras. Vargas Llosa democratizó la
literatura y les dio oportunidad a todos para que creyeran en sí mismos. Sólo
por eso, que no es poco, estaré siempre agradecido y en deuda.
Mi impresión es que no soy el
único. Yo, que partí solo, me he ido dando cuenta de que tengo muchos más
hermanos de lo que imaginaba. Somos muchos, y estamos en todas partes.
***
El sol ya se puso, pero aún queda
una luz flotando arriba del frío Pacífico. La calle es angosta y está
resbaladiza por la niebla y el mar que salta sobre ella. La larga calle —pareciera
que no terminara— separa el mar del muro del Colegio Militar Leoncio Prado. Es
como si el colegio se cayera directamente al mar. El viento azota el muro pero
no lo bota.
—Está de otro color —dice Vargas
Llosa—. Y los muros están más altos.
Los guardias lo dejan entrar.
Saben perfectamente quién es. El permiso ha sido autorizado. Que ingrese.
Debajo de la estatua de Leoncio Prado hay unos perros. Es la hora del cadete.
En medio de la niebla oscura, se escuchan las voces roncas, escupiendo invectivas
contra los chilenos.
El avión partirá pronto. Es hora
de irse. Ya está oscuro.
Los cadetes marchan hacia el
rancho.
—Yo no hubiera sobrevivido aquí
ni un día —comenta alguien.
—Por eso me puse a escribir —dice
Vargas Llosa.
El viento barre su voz y lo
silencia.
—Qué otra arma tenía para
defenderme.
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