No hace mucho
fuimos compañeros de clases. La maestría que realizamos fue por diferentes
motivos. La decepción compartida.
Nuestra única
escapatoria eran esas tardes en La Ramadita, local predilecto de fines de
semana. Conversaciones de todo tipo, sobre nuestras vidas, añoranzas, pero
sobre todo de literatura, música y películas.
Este libro
empieza con una cita de Ernesto Sábato: «Dios
no escribe ficciones: nacen de nuestra imperfección, del defectuoso mundo en el
que nos obligaron a vivir». Y solo puedo recodar esas tardes en que la
literatura era nuestra escapatoria, nuestra forma de sentir y expresarnos. Otro
punto importante en el tema, en esas conversaciones por los sábados, era el que
se refleja con otra fase en el libro, esta vez de Truman Capote: «Al principio fue muy divertido. Dejó de
serlo cuando descubrí lo diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un
descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el
verdadero arte, una diferencia sutil pero brutal».
Esas eran nuestras
tardes de fines de semana. No había escapatoria. Éramos víctimas de nuestras
debilidades. Como la mujer en el primer cuento, que descubre o se siente
siempre o casi siempre la más gorda del grupo, del barrio, de la ciudad.
Emprendiendo una lucha equívoca por
tratar de pertenecer al estereotipo frívolo y muchas veces calculado de nuestra sociedad.
Y digo esto último por la descarnada lucha de la publicidad, del marketing por
tratar de vender una imagen falsa de los que somos. La chica en su intento,
como señala el autor por tratar de estilizar su fofo cuerpo, la lleva a la
desilusión, lágrimas y depresiones sin rostro. No podía ser otro final.
Estos relatos que
datan del año 2005, nos muestran a un Orlando Mazeyra con diferentes preguntas
que se vuelcan en su prosa, muchas veces esenciales y sin respuesta a pesar del
tiempo transcurrido y, al contrario, las dudas se ahondan; se vuelven más
complejas.
Los amigos del
barrio, la patota, las palomilladas, las decepciones amorosas y de otra índole,
esas primeras experiencias que se intentan olvidar con tragos, pero que nunca
se olvidan, sobre todo cuando te dedicas a la miserable tarea de escribir. Sí,
no todo es malo, pero normalmente vuelves a ese mismo lugar, a ese mismo
recuerdo, te atrincheras y es lo peor que te puede pasar hasta que lo expulsas
en letras negras o el color que prefieras, dibujándose en alguna hoja en
blanco, garabatos sobre garabatos; imágenes de rostros, recuerdos que nos
flagelan por las noches de insomnio, de mensajes repentinas cuando pensabas que
ya todo estaba olvidado, ella escribe sin saber que tú intentabas inútilmente
apartarla, borras los mensajes luego de embriagarte con los amigos, te
envalentonas y dices que ya no sientes nada por ella o eso al menos quieres
creer, ya sabemos que no hay peor mentira. Tus amigos te felicitan por la
acción, luego en la noche, mientras tratas de dormir en tu cuarto y los
recuerdos imperan, te llega un nuevo
mensaje: es ella, no tienes ni idea de lo escribe, y solo te queda preguntarte: ¿y ahora qué
mierda quiere?
Luego tenemos a
un tipo que no recuerda su nombre y mucho menos haberse enamorado, ni tampoco
haberse casado. ¿Qué afortunado, no?, pensarán algunos. Pero la realidad dentro
de la ficción es otra, el hombre está casado y la mujer sufre. Ella tiene que
repetirle a él que su mal, su falta de memoria, es debido a lagunas mentales, o
como le dijo su médico de cabecera: Alzheimer. Él por supuesto no le cree. Y se
propone la difícil tarea de recordar su nombre. Los días son iguales para
ambos, él despertando sin saber quién es ni quién es la mujer a su lado, y ella
explicándole todo de nuevo. La idea que plantea el autor me parece
extraordinaria. Y juega con eso en el transcurso de la narración. Y me pregunto
si a pesar de recordar, sabemos en realidad quiénes somos y si el nombre que
llevamos es el nuestro, el que merecemos.
También tenemos
otro personaje que al ver a su abuela sufriendo en esos días difíciles,
delirantes, previos a la muerte, preferiría estar loco como su tío, para no ver
la realidad o para verla con otros ojos. Un personaje, como muchos, me sumo a
esa incertidumbre, que no comprendemos aún la muerte ni lo haremos.
La tarea de
escribir, tratando de huir de todo, viviendo realidades alternas, complejas, es
otro de los temas del libro, donde un nuevo personaje plantea preguntas en las
que se recrimina por no poder escribir
los grandes cuentos que se había prometido. Quería ser una persona diferente a
la que se estaba convirtiendo, a veces el día a día te termina por ganar la
partida, pero lo peor es que odia al tipo en que se estaba convirtiendo, lo
desprecia. Y sus días son miserables. Aquí el autor refleja una de las
preguntas que planteaba en un inicio sobre la tarea de escribir, esa gran
diferencia entre escribir mal y bien y sobre todo entre escribir bien y el
verdadero arte, como lo propone Truman Capote, diferencia brutal, de eso no nos
queda duda. Pero también la idea de estar haciendo algo que no nos termina de
convencer, de trabajar para alimentarnos, donde el gusto por lo que verdaderamente
uno quiere hacer se pierde, y te
carcome, llenándote de inseguridades, ansiedades lacerantes. Y más aún si vives
en un país donde dedicarte a la literatura, es una verdadera odisea, una tarea
titánica. Conversando con Orlando Mazeyra, coincidimos en que si uno pretende
escribir termina con el tiempo destruyéndose. Es inevitable pero necesario.
Asimismo, Mazeyra
nos relata la primera vez de un muchacho: esa experiencia única, rocambolesca,
traumatizante, inolvidable, quien despierta con la voz de una mujer desnuda,
los tragos le han ganado, y ella insiste en preguntarle si es su primera vez,
diciéndole: «Pero dímelo, ¡ya pues, dímelo!... quiero escuchar tu voz, ¿con
quién has tenido tu primer polvito?». La
mujer, como habrán sospechado o empiezan a sospechar, es una mujer pagada por
sus servicios sexuales o una prostituta, como prefieran decirle. No importa en
este caso. Pues el relato trata sobre la añoranza de la infancia y que me hace
pensar en una frase de Henry Miller, sacada del libro Trópico de Capricornio, y
cito: «Me dan ganas de
llorar al pensar en lo que la vida ha hecho
de ellos. De niños eran perfectos…».
Luego sigue una historia atípica, la de un hombre que
sufre de la vista, con el ojo derecho ve perfectamente, pero con el izquierdo
aparentemente ve cosas que él no desearía ver: esas verdades ocultas, como la
de una mujer que fue infiel y que le oculta a su esposo una enfermedad que la
llevará a la muerte. Después seguirán microrrelatos, historias cortas, de
palabras controladas, medidas, calculadas, como confesiones en un diario; idea
que en el siguiente cuento se expande, desarrollándose con la prolijidad de un
narrador de raza, en la confesión de un supuesto asesino, historia que en un
principio parece resumirse a un simple ajuste de cuentas pero que con el
transcurrir de las páginas toma un giro inesperado, sorprendiendo al lector. Es
sin duda, desde mi punto de vista claro está,
uno de los cuentos más logrados junto con «¿Y ahora qué mierda quiere?», «Cierra
los ojos y muere», «Escribes», «Mi primera flaca» y también el cuento
que le da el nombre a este libro: «Urgente: Necesito un retazo de felicidad». Y
ya saben los interesados pueden llamar al
teléfono: (054) 256290, como bien se señala en la portada.
Gustavo Pino
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