–Adiós, Jemingüéy –gritó, y recibió como respuesta la sonrisa del hombre.Varios años después, cuando descubrió la dolorosa necesidad de escribir y comenzó a escoger a sus ídolos literarios, Mario Conde supo que aquélla había sido la última navegación de Ernest Hemingway por un pedazo de mar que había amado como pocos lugares en el mundo, y comprendió que el escritor no se podía estar despidiendo de él, un minúsculo insecto posado sobre el malecón de Cojímar, sino que en ese momento le estaba diciendo adiós a varias de las cosas más importantes de su vida.[…]De cualquier modo, a su lado no quería ni a escritores ni a políticos. Y por eso se negaba, cada vez más, a hablar de literatura. Si alguien le preguntaba sobre sus trabajos apenas decía: ‘Estoy trabajando bien’, o si acaso: ‘Hoy escribí cuatrocientas palabras’. Lo demás no tenía sentido, pues sabía que cuánto más lejos va uno cuando escribe, más solo se queda. Y al final uno aprende que es mejor así y que debe defender esa soledad: hablar de literatura es perder el tiempo, y si uno está solo es mucho mejor, porque así es como se debe trabajar, y porque el tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.Adiós, Hemingway, Leonardo Padura
«Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado» (Jorge Luis Borges, El Sur).
2019/01/03
Adiós, Hemingway
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