"I feel that life is divided up into the horrible and the miserable" (Woody Allen). |
Las
disidencias de la vida a veces nos
distancian: insalvables discrepancias de
gustos, color de equipo, película favorita o confusiones propias a nuestra
humanidad. La literatura siempre termina reuniéndonos, afinando complicidades o
superando majaderías personales. Y es que este gran pretexto literario nos
exige poner a un lado las
ojerizas y olvidar prejuicios para
hablar —o escribir, como es el caso— de lo que representa este libro de Orlando
Mazeyra Guillén: Mi familia y otras
miserias. Sé que jamás coincidiremos
en un concierto de Arjona o del Gran Combo, bebiendo en un bar viendo la final del programa Yo Soy. Pero un libro siempre será un
gran pretexto de reconciliaciones y dulces venganzas.
Quiero
leerles unas breves líneas de El túnel, de Ernesto Sábato:
«—¡
Insensato! —aulló el ciego con una voz de fiera y corrió hacia mí con unas
manos que parecían garras.
Me
hice a un lado y tropezó contra una mesita, cayéndose. Con increíble rapidez,
se incorporó y me persiguió por toda la sala, tropezando con sillas y muebles,
mientras lloraba con un llanto seco, sin lágrimas, y gritaba esa sola palabra:
¡insensato!».
Yo
puedo decirle a Orlando (y estoy seguro que muchas y muchos tienen ganas de
hacerlo) impostando ser una mala copia
de Juan Pablo Castel: «¡insensato!». Si bien es cierto, él no ha matado a nadie, pero ha saldado
cuentas con la vida, con su destino, con su genealogía y lo hace con lucidez
poética; desgarrándose, anunciando redenciones
y desquites a través de estos relatos.
La
típica división que se suele hacer —para efectos de un mejor estudio de un texto— es aquella que separa la hojarasca
personal de la obra; el autor, de la creación; la ficción, de la vida real; las
andanzas de los personajes, de la
existencia del creador. La coartada del escritor es conocida: «Todo es culpa de la ficción».
Orlando
no se somete a este apotegma. No escribe porque es un escritor profesional,
ordenado, con horario de entrada y salida (es decir, no marca tarjeta), hacedor
de historias que no lo incriminen y que se lava las manos luego del compromiso
que asuma el lector con los relatos.
«Mi primera máquina de
escribir» resulta una extraña
catarsis de calvario personal ensalzado en las quimeras literarias. Pero el
relato no se queda en el grito lacrimógeno, pues está lleno de una poesía, de
una estética que deslumbra y una
construcción sólida, superior a los cuentos de anteriores libros.
Cada palabra del relato está escrita con sangre, alma y
llanto. Con la sacrosanta devoción de un pío de la buena prosa, de
alguien que siente la literatura como su alimento o droga.
El
autor convive con sus infiernos: se amamanta de ellos, consume su fuego y se
regodea en sus brasas sufrientes y,
luego, aborta las historias. Por eso estoy seguro que para él,
escribir y vivir, son actos de dolor y
de miseria (para estar a tono con el libro que presentamos) que no le otorgan
ninguna salvación o pasaporte hacia la felicidad, solamente le conceden un valioso tiempo extra.
Orlando Mazeyra ya no es el adolescente de Urgente: necesito un retazo de felicidad, o
la joven promesa literaria que asomaba con temperamento infernal en La prosperidad reclusa, con Mi familia y otras miserias nos demuestra que de las necesidades de ternura,
de calorcito humano, de felicidades
truncadas, de amores idos y esperanzas y desesperanzas filiales, ha
podido construir una obra original y sólida que seguramente muchos no comprenden o
recusan de tono intimista y yo les pregunto: ¿cuál es el problema? Si se hace bien
—es decir, con pericia— nos
debemos tragar los sapos de nuestra inconformidad o tal vez
envidia.
En el cuento «Sueños sucios»
totaliza en unas palabras ese
resquemor que actúa como clave
escatológica y delirante:
«Nunca he sido capaz de imaginar con nitidez
(describir con detalle) a mi madre suicidándose . Con mi padre, pasa todo lo
contrario: imagino su muerte, hasta a veces me imagino defecando sobre su
tumba… esas pesadillas son horrendas, pues luego de zurrarme, descubro que la
tumba era la mía. ¿Quién sueña con defecar sobre su propia tumba?»
Felicitaciones a Orlando Mazeyra Guillén por el hijo o por el libro, que
es, a fin de cuentas, la misma cosa. Todo queda en familia.
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