Desaforada, mordaz y cautivante: Scorsese, en su última película, nos muestra al lobo que todos llevamos dentro. |
Una escena se me hizo familiar.
En realidad muchas.
Esto no es una crítica, sin duda.
Es una ‘lectura’ abierta, anotaciones sueltas que uno siempre hace luego de ver
una película que cumple su tarea: sacarlo de la sala del cine (el ruido de la gente tragando pop corn, contestando el celular que no apagó o comentando banalidades) y llevarlo de
viaje para, así, consustanciarse con él (los) personaje(s).
Recuerdo a un amigo sugiriéndome
que bebiera cervezas sin alcohol. ¿Existía tal bebida? Sí. Pero es muy difícil de
conseguir, al menos en mi ciudad. Una tarde fuimos a "La Barraca", por la avenida
San Juan de Dios, y en todos los puestos nos respondieron, casi siempre, con otra pregunta:
—Oiga, joven, ¿quién bebería en Arequipa cerveza sin alcohol?
El personaje principal de El lobo
de Wall Street, Jordan Belfort, lo hace (luego de su ascenso e irreversible caída) y su amigo —un estúpido reclutado de
una camada de vagos, adictos e inadaptados— ironiza consultándole si ahora, también, en
vez de cocaína, aspiraba polvo de hornear.
—¡Stratton Oakmant es América! —exclama
DiCaprio, en un papel en donde demuestra una vez más su capacidad para
reinventarse: un personaje excesivo, manipulador, lenguaraz, ambicioso. Pero,
antes que nada, adicto.
Una vida al límite
Belfort es adicto al dinero, a
las drogas duras, al sexo, a la vida en donde el desenfreno es un acto de fe. No hay acá una mirada honesta del mundo
de la bolsa, sino, hasta cierto punto, una caricatura de los excesos de la vida americana. Y es que
América (me refiero, por supuesto, a los Estados Unidos de Norteamérica) es y a la vez no es
Stratton Oakmant.
Antes de entrar a la sala del cine escuché
un comentario de una mujer que acababa de ver la película en el horario previo, y casi le reclamaba a su enamorado: “¿Para qué me haces ver eso? ¡Qué cantidad
de escenas de sexo innecesarias!”.
Una película de excesos, sin
duda. El sexo es fundamental. Empezando por el onanismo como se lo enseñó su
mentor de Wall Street (una suerte de droga natural):
—Mastúrbate al menos dos veces al
día.
Luego vino el cántico primitivo
de batalla, los golpes acompasados en el pecho, el gesto de combate antes de agarrar el teléfono y seducir con el
palabreo, fascinar con cifras y conseguir que la plata llegue sola.
Scorsese hace vivir ese mundo
intenso, amoral, coprolálico, anárquico donde sólo uno puede salvarse
consumiendo pastillas, bebiendo alcohol o jalando cocaína. No estamos hablando
de Wall Street, insisto, sino del mundo. Un retrato de cómo el hombre se ha
dejado ganar por la desmesura, por el agítese-antes-de-usar y eso que, gracias al capitalismo salvaje, creemos
que vendría a ser la cura para todos nuestros males: el dinero. El culto al dólar,
el único Dios al que todos le rinden (le rendimos) pleitesía.
—¡Véndeme este lapicero!
—Entonces pon tu firma en esta
servilleta.
—No tengo lapicero.
—Exacto. Oferta y demanda, amigo.
—¿Lo ven? Hay que crear una
necesidad. Hacer que quieran comprar acciones como si lo necesitaran.
Los negocios, la compra de
acciones como punto de partida para satisfacer la codicia más afiebrada. La
adicción como la llegada y punto de quiebre. Una película para adictos. Y para
los otros también.
Scorsese sigue siendo una droga perfecta para viajar —durante
tres horas enloquecidamente brillantes— por el insomnio americano que hace
nuestras las palabras de Jordan Belfort:
—Fuck America!
Uno sale de la sala del cine
narcotizado… después de mucho tiempo. Y pensando en todo aquello que nos venden como si lo necesitáramos. Las ficciones cotidianas, las mentiras del sistema y su prodigiosa maquinaria de convencernos de que ése es el camino hacia algo parecido a la felicidad.
Scorsese, otra vez: el implacable maestro que —para
horror y vergüenza de muchos— nos muestra, sin tapujos ni concesiones, el lobo que todos llevamos dentro.
Actualización de las 4.45 p.m.
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