Stábile, Kempes, Messi, Maradona, Batistuta y Caniggia. |
«Ni pálpitos ni cábalas. Cada vez me importa menos qué camiseta tienen los jugadores que me brindan la alegría del juego bien jugado. Eso sí, mi mujer, Helena, y yo estamos muy atareados. Desde que estamos juntos en la vida, hace 38 años, el primer día de cada Mundial colgamos en la puerta de entrada un cartel hecho por nosotros mismos que dice “cerrado por fútbol” y no lo quitamos hasta que hay campeón».
Eduardo Galeano
UNO
—Papi,
¿cuándo vas a volver a jugar como en los videos?
Ésta
fue la pregunta que le hizo una de sus hijas a Diego Armando Maradona en 1996,
año en que se recordó que una década atrás, en 1986, el astro argentino le
marcó el gol del siglo XX a Inglaterra en el estadio Azteca de la ciudad de
México. A raíz de esta anotación, Hernán Casciari, escritor argentino, escribió
un notable relato titulado «10.6 segundos»: el jugador da en total 44 pasos, y
toca la pelota 12 veces, siempre de zurda, la jugada completa dura 10.6
segundos.
DOS
El día de la
final de la copa del mundo de Francia 1998, donde el local, en el Stade de France, enfrentaba al en ese
momento campeón defensor del título, Brasil, le preguntaron a un niño francés:
—¿Quién
quieres que gane el partido?
El muchacho,
sin titubear, dijo:
—¡Brasil!
—¿Y por qué
quieres que gane Brasil si tú eres francés?
—Porque ellos
son muy pobres.
¿Alguien
alguna vez habló del fútbol y la religión como el opio de los pueblos? Basta,
por favor.
TRES
—Nosotros
nos odiamos más —le dijo a Juan Villoro el chofer que lo recogió en el
aeropuerto de Ezeiza (Buenos Aires). En una crónica el escritor mexicano nos
cuenta que el taxista: «se refería al encono entre los equipos que protagonizan
el clásico de la ciudad de Rosario (de donde son oriundos Lionel Messi y Ángel
Di María): Newell’s Old Boys y Rosario Central (los «leprosos» y los «canallas»,
respectivamente). En el trayecto, el taxista le contó cosas acerca «de la
capacidad de ira de los suyos y la desgracia de la tía Teresita, apóstata de la
familia que se negaba a apoyar al equipo canalla. El eje de su discurso era el
rencor. En los grandes días, el fútbol era asunto de desprecio, y nadie odiaba
como un canalla [es decir, un hincha de Rosario Central, como Fito Páez]. Por
desgracia, los medios inflaban repudios menores, como Boca-River. El piloto
remató su argumento en plan teológico: Dios está en todas partes pero despacha
en Buenos Aires».
CUATRO
Se equivocó el
notable escritor suicida David Foster Wallace cuando afirmó que en los deportes
masculinos nadie habla nunca de belleza, ni de elegancia, ni del cuerpo. Claro
que sí: no hay nada más bello que ver lanzar un tiro libre a Juan Román
Riquelme o gozar de una pared de Andrés Iniesta con Lionel Messi. ¿No recuerdan
acaso la elegancia del juego de Enzo Francescoli? ¿Ya olvidaron su apodo?
¡Príncipe! Claro, el apelativo no es gratuito: pocos futbolistas son tan
elegantes como Enzo, ese crack uruguayo que derrochó talento en los noventa con
la camiseta del Club Atlético River Plate. Un ferviente admirador de
Francescoli (que disfrutó de su paso por el fútbol francés cuando el delantero
uruguayo fue campeón de la liga francesa con el Olympique de Marsella) no tuvo
mejor idea que ponerle Enzo a su hijo (el mejor homenaje del hincha: darle el
nombre de tu ídolo a tu vástago). Me refiero a otro elegante, majestuoso,
excepcional jugador: Zinedine Zidane, el monje, o Zizou, llámenlo como quieran.
¿Y el cuerpo? No han notado cómo se eleva Diego Godín, ese defensor uruguayo y
arquea el cuerpo antes de dar un testazo certero. Sí, es el héroe de discreto,
no el de Vargas Llosa, sino el de Madrid. La prensa madridista le puso ese apelativo luego del decisivo gol
contra el Barcelona que le dio el título de la liga española al equipo de
Joaquín Sabina y compañía.
CINCO
Y hablando de
héroes discretos… Mario Vargas Llosa fue cronista del mundial de España 1982, y
algún periodista aprovechó para preguntarle al novelista arequipeño algo que,
al parecer, todavía no tiene respuesta precisa: ¿Qué es Maradona? ¿Un marciano
o acaso un barrilete cósmico como lo denominó, en 1986, el periodista uruguayo
naturalizado argentino Víctor Hugo Morales? Vargas Llosa largó una respuesta
contundente: «Maradona es una de esas deidades vivientes que los hombres crean
para adorarse en ellas». Exacto: uno de esos dioses vivientes que los hombres
crean para adorarse a través de ellos. MVLL hablaba de Maradona, pero —casi
siempre, cuando elogia a un artista descollante— también hablaba de él mismo.
Estoy convencido.
SEIS
«Soy
partidario de un fútbol más urgente y menos paciente. Porque soy ansioso. Y
también porque soy argentino», confiesa Marcelo Bielsa, entrenador obsesivo,
compulsivo, frenético, quien, también ha confesado que consume clonazepam para
controlar la ansiedad durante los partidos. Una ansiedad perentoria, sin duda,
que lo hizo renunciar a la selección argentina cuando él pasaba por su mejor
momento. Y es que el fútbol también es inexplicable, contradictorio.
Cuando no
aceptó la oferta de Manuel Burga, admiré mucho más a Bielsa.
SIETE
Octubre de
1997. Estamos bebiendo cerca de la plaza de Armas de Cusco. Disfrutamos de nuestro
viaje de promoción en el ombligo del mundo y calentamos motores para alentar a
la selección nacional. Jugamos el penúltimo partido de las eliminatorias rumbo
a Francia 1998. El clásico del Pacífico. Sí, Perú contra Chile. Un hincha
convicto y confeso no necesitará que le explique que contra Chile nunca es un
partido más.
Decía que se
equivocaba David Foster Wallace diciendo que en deportes como en el fútbol no
nos fijamos en la belleza, ni en la elegancia, ni en el cuerpo. Sí, lo hacemos,
por supuesto. Pero acierta cuando afirma: «Los hombres pueden profesar su
“amor” al deporte, pero ese amor siempre se tiene que proyectar y representar
con la simbología de la guerra: la oposición entre avanzar y ser eliminado».
Claro que sí sobre todo —hablando de los mundiales— a partir de los octavos de
final: matar o morir. Así de simple.
Wallace
menciona «la jerarquía, el rango y el estatus, las estadísticas obsesivas y el
análisis técnico, el fervor tribal y/o nacionalista, los uniformes, el ruido de
la barras, los estandartes, el entrechocar los pechos, el pintarse la cara con
los colores de tu equipo, etcétera (…) Por razones que resultan difíciles de
entender, a muchos los códigos de la guerra nos resultan más seguros que los
del amor».
Lo dicho:
Perú-Chile nunca es un partido más. Está en juego otra cosa. Nos dicen que
dejemos atrás rencillas del pasado, que demos vuelta de página, que somos
países hermanos y, mucho bla bla bla, sin embargo todo eso se hace polvo cuando
Gary Medel, un volante chileno vence al guardameta rojiblanco Raúl Fernández y
se dirige a la tribuna popular en donde están agolpados todos los hinchas
peruanos (muchos de ellos migrantes, compatriotas que viven en Santiago) y hace
un gesto de asco, de mal olor: ¡apestan, lárguense de aquí! Sí, lo sé, un
futbolista no representa a un país —ni siquiera Maradona o Pelé representan a
Argentina o Brasil según corresponda— pero es inevitable: el fútbol es una
guerra simbólica y está bien que sea así a condición de que tengamos claro que
la batalla (siempre simbólica) empieza en el minuto cero y termina en el
noventa.
Decía, pues,
que estaba en Cusco esperando el Perú-Chile: si empatábamos estábamos con un
pie en Francia 1998. Clima optimista. Chile estaba presionado, tenía que ganar
sí o sí. Entonces jugaron su partido aparte: recibieron al equipo de Oblitas
con banderas del morro de Arica, muñecos que representaban a Grau y éste lucía
ahorcado. La selección peruana, como casi siempre, arrugó en Santiago. Nos
clavaron cuatro —Marcelo Salas besó el escudo de la camiseta mapocha en la cara
del guardameta Balerio, un uruguayo nacionalizado peruano— y luego hasta un
carabinero agredió a nuestro capitán: Juan Reynoso, actual entrenador del
Melgar.
En el living
del hotel cusqueño yo lloré y no quería saber nada. Otra ilusión rota. A mis
amigos se les pasó rápido la pena: se cambiaron y se dirigieron a una discoteca
muy concurrida a buscar gringas o lo que hubiera. Yo no pude: me quedé llorando
en mi habitación mientras escuchaba los comentarios vía Radio Programas del
Perú.
OCHO
El himno de
Italia 1990 es la mejor composición musical futbolera que he escuchado. El de
1990 es un mundial que me remite a Maradona, el más brillante de todos los
futbolistas que vi jugar, y a la magia de Goycochea, el atajapenales. No siempre
gana el mejor, lo sabemos todos —«somos once contra once», repite como loro el
pelotero peruano antes de una nueva derrota—: si este deporte estuviera regido
por la lógica entonces el partido Brasil-Argentina de octavos de final de 1990
hubiera terminado, mínimo, 6-0, a favor de Brasil, por supuesto. Pero no. Si el
rival es notoriamente superior en técnica, en trabajo en equipo, puedes suplir
tus carencias con «huevos», sí, con lo que ponen las gallinas o lo que Luján
Manera llamaba «la fuerza testicular». El fútbol es un deporte viril y «el
futbolista peruano es muy blando» (Sergio Markarián dixit).
NUEVE
Un acto de fe:
siempre es mejor jugarlo que verlo. La atención que tienes que prestar a los
movimientos de tus pares: compañeros de equipo y rivales. Los desplazamientos,
tu ubicación en la cancha y, sobre todo, el desplazamiento del balón.
Concentración pura. Te distraes y cagas. Cuando tienes miedo del rival tienes
que utilizar esa angustia como un impulso. Maradona utilizaba la bronca como combustible
y Jorge Valdano hablaba del miedo escénico, saltar a un estadio repleto de
hinchas. No sólo hay que enfrentar al rival sino a la tribuna, sobre todo
cuando juegas de visita o no sabes ser local a estadio lleno como le ocurre a
mi equipo de fútbol: el Melgar. Sí, es mejor jugarlo que verlo. Te olvidas de
todo: de la chica que te dejó, de los problemas en casa, de que ya no hay plata
en la billetera. Una válvula de escape: un grito de gol, aunque no haya
tribunas y sólo tú y algunos pocos amigos celebren la conquista.
DIEZ
—¡Me
mataste, me mataste! —exclamó Carlos Salvador Bilardo negándose a elegir entre
el placer que produce meter un gol o el que produce el orgasmo. Años después,
Luis Figo dejó dicho que ver jugar a Messi es, precisamente, «como tener un
orgasmo». Habría entonces que replantearle la pregunta al entrenador argentino:
¿qué le produce más placer? ¿Hacer el amor con su mujer o ver jugar a Lionel
Messi?
ONCE
«A
once personas se les acelera el pulso al usarla… al resto se nos acelera con
sólo mirarla», rezaba la publicidad que aparecía en los años 90 en la
contratapa de la revista deportiva El
Gráfico con la camiseta argentina. Una buena forma de anticipar lo que
ocurrirá durante el mundial: los privilegiados dentro del césped, dejando la
piel por sus colores. Y los exonerados en la tribuna… o, ¡qué nos queda!,
siguiendo las incidencias a través de un televisor o una computadora. Hasta una
radio sirve cuando no hay imágenes si es que la imaginación es buena. Peor es
nada. O, como diría el loco amor de Tilsa Lozano luego de una nueva derrota de
la selección, Juan Manuel Vargas: «Es lo que hay».
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