Surco, Lima, 29 de junio. Luego de la tan ansiada entrevista a César Hildebrandt que pronto publicaré.
Por César Hildebrandt
Escribir
sobre lo que vale la pena, lo que no la vale, lo que cree que la vale, lo que
suponemos que la vale. Escribir como errar, como aproximación trémula, como ira
convertida en dardo, como diagnóstico pretencioso. Escribir desde el vaticano
de nuestra vanidad y condenar al infierno a nuestros adversarios, que son los
que no piensan como uno y los que nos agreden con su diversidad. Escribir desde
las vísceras humeantes, desde el dolor, desde el pesimismo entendido como
estética de vida. Escribir sobre el fracaso, que a todos nos incumbe y que
habrá de llegarnos elefantiásicamente con la muerte, escribir con la convicción
de que jamás lograremos decir lo que nos
propusimos decir.
Si algo
reclamo a estas alturas de mi vida es que jamás supuse que el ser humano era
una criatura celestial y el centro de todas las cosas. Dura bestia es el ser
humano. Y la especie nuestra, de vez en cuando, felizmente, produce errores.
Esos errores se llaman Platón, Víctor Hugo, Einstein y algunas pocas decenas
más. La humanidad promedio mata el tiempo esperando la muerte en estado de
distracción, mastica con brío pedazos de surtidos cadáveres, ve televisión,
vota en el tumulto de los voceríos, languidece pagando una casa donde aprendió
a sufrir.
No creo en
la humanidad. Y, sin embargo, un pobre próximo me sigue conmoviendo, un niño de
la calle me grita en el oído, un perro que sufre me condena. No creo en la
humanidad cuando veo a los ejércitos del gran dinero apoderarse de países a
sangre y fuego y cuando veo correr la sangre de los niños alcanzados por bombas
de racimo. Jamás pude ser comunista porque esa era una manera de ser manada y
jamás dejé de despreciar a la derecha porque esa ha sido siempre la
reivindicación de la avaricia. Ambos, comunistas y reaccionarios, tenían un
punto en común: mataban para que el mundo mejore, eran intérpretes de la ley
del progreso. Los primeros creían que la igualdad se decretaba, los segundos
estaban convencidos de que el egoísmo monstruoso que practican tenía la
autorización y el aliento de su dios excluyente. Ambos siguen pensando lo
mismo, pero hay una notoria diferencia: no hay comunistas en el poder (bueno,
hay un par de excepciones extravagantes y bastante degeneradas) y sí, en
cambio, la codicia gobierna al mundo y ha hecho metástasis en lo que fueron una
república de soviets y otra de campesinos inicialmente heroicos.
Ser pesimista
es una obligación de la inteligencia. Pero ser indiferente es someterse a los
valores del sistema mundial de dominación. De modo que somos pesimistas
estratégicos y solidarios tácticos. Sabemos que la humanidad, como muchedumbre,
es incorregible. Pero eso no nos quita el deber de luchar en las batallas del
día a día. Porque quizá, en el fondo y casi a pesar nuestro, el sueño de un
mundo mejor, la leve esperanza del hombre ascendido a otros valores, nos
mantiene el aliento y el pulso.
Hay otra
indulgencia que solicito: podrá decirse cualquier cosa de lo que he escrito,
pero nadie podrá encontrar la adulación sagaz que a tantos les permite el
progreso personal, el reconocimiento oficial, las palmaditas del agradecimiento
cortesano.
He visto a
colegas de mi generación doblarse ante el poder y agacharse ante sus migajas. Y
los he visto llegar a la abyección con tal de figurar en las invitaciones de
ese olimpo social donde los nadie saludan a ninguno y los muertos brindan como
si la cerúlea palidez les fuera ajena.
No ha sido
mi caso. A mí me han censurado y me han desaparecido inútilmente. A mí el poder
me da náuseas porque sé que está en manos de locos y criminales. Y con el poder
sólo he podido tener relaciones rotas. Hablo de todos los poderes: desde el de
los banqueros hasta el de los prefectos, pasando por el de la Real Academia,
esa cueva que, en Madrid, quiere legislar sobre las tildes justas y las uves
bárbaras.
Este es mi
sueño: una plena anarquía de hombres ilustrados y libres que se autorregulan y
conviven en paz y son justos por naturaleza. Se comprenderá cuánto debe
amargarse un hombre con ese sueño viviendo en un país como el nuestro. Porque
de una cosa sí estoy convencido: desde la perspectiva de lo que podrían
llamarse los valores autóctonos, cada día me siento más ajeno y menos peruano.
Amo a mi país porque le pertenezco pero, a veces, demasiadas veces, lo odio
como se puede odiar a un padre borracho y ordinario o a una madre distante y
estúpida. Si alguien me preguntara qué es lo que más me irrita del Perú,
tendría que decirlo con brutal sencillez: su vocación por la indignidad, su
carácter quebradizo, su resignación ante la podre y los desmanes de la
política, su amor por la reincidencia, la canturía de su narcisismo idiota. Me
subleva el tono dulzón y acojudado del Perú.
Y quizá
haya sido esa niebla estoica el enemigo. De allí, posiblemente, haya surgido el
exceso de algunos de mis énfasis y la notoriedad de mis diatribas. No me
arrepiento. Para nada me arrepiento. Prefiero mil veces la pasión incendiaria
que la mistura del mediopelo y la complicidad.
Escribir es
un verbo intransitivo. Cuando leí esa frase en Barthes entendí que lo que había
sospechado era cierto: que lo único que importa a la hora de sentarse ante un
papel o una pantalla es cómo voy a decir lo que, de algún modo, siempre será
repetición y eco. Es la última justicia que demando: más allá de sus
contenidos, aciertos y flaquezas, estas columnas fueron escritas amando el
idioma que las construyó, la sintaxis que las dispuso, el léxico que pudo
matizarlas, la música, en fin, de ese castellano que he sentido siempre que me
hablaba, me urgía y me empleaba como escriba. Eso es: como escriba.
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