En la Edición Nro.217 de Hildebrandt en sus trece |
Sólo cuando estuve en Mejía, allá por los años noventa, descubrí que las miserias de la gran capital se repiten como malos ecos en todos los rincones del Perú. Las empleadas salían a disfrutar de la arena y de las olas del mar cuando toda la gente —la gente bien o la que quería sentirse «bien»— ya se había retirado. A partir de las seis de la tarde, con sus uniformes blancos o a veces azules y esas inconfundibles batas. Algunas apenas se mojaban los pies en la orilla temiendo que alguien las descubriera. Disfrutar del mar a escondidas y con cierta vergüenza… como se hace lo prohibido. ¿Por qué las cosas tendrían que ser así? ¿Acaso eran tan distintas las pieles y las facciones de mi tío Beto o de mi sobrino Alberto de las de sus sirvientas Amelia y Urbana?
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