2005/07/23

DESCUBRIENDO LA SECUNDARIA



“...la belleza es la inocencia;
la inocencia es la ignorancia...”
John Maxwell Coetzee, INFANCIA

1

Sí, ya han pasado casi diez años, pero todavía lo recuerdo con inusitada claridad: cuando el profesor Torres me mandó abruptamente a la Dirección ––con un rugido que entumeció todo su pequeño y amarillo rostro––, me invadieron unas vehementes ganas de llorar; pero, ¡no!, no lo hice: agaché mi cabeza con lentitud, apreté los dientes con fuerza, y me aguanté. (Y siempre que me daban ganas de llorar, no sé cómo hacía pero como sea me aguantaba. Porque mi padre decía que «los Duarte nunca lloran»; aunque eso no era tan cierto porque el año anterior a ese suceso escolar, durante el memorable entierro del abuelo Bonifacio, todos los Duarte, ¡incluso papá!, lloramos en coro… Pero papá acostumbraba tener bien guardado bajo la manga un arsenal de oportunas justificaciones para todas las cosas en las que, muy a menudo, se contradecía: él afirmaba, con insuperable convicción, que había «circunstancias excepcionales de la vida en las que llorar está permitido», y que yo recién comprendería todos esos entreveros cuando me «haga hombre».)

––¡Señor Duarte! ¿Acaso usted no ha oído lo que le acabo de ordenar? ––me increpó el profesor Torres, al verme quieto como una estatua y con la mirada clavada sobre la nívea hoja de mi examen de Literatura––. ¡Le he dicho que vaya a la Dirección! Así que póngase de pie inmediatamente, entrégueme su prueba, coja sus cosas y retírese del aula si no quiere que tome otras medidas más drásticas.
––Pero... profesor ¿yo qué he hecho? ––exclamé, sin mirarlo a los ojos. Y es que no me atrevía a mirarlo: ¡me ardía la cara de vergüenza! Sentía un abultado nudo en la garganta y… ansiaba, como sea, desaparecer del aula.
––Este muchacho que ustedes ven no tiene sangre en la cara ––Vociferó, con una mezcla de sorpresa y repugnancia––. Díganme, señores alumnos, ¿no les parece una total desvergüenza que, acá, su deshonesto compañerito no tenga ningún empacho en preguntarme «qué es lo que ha hecho», cuando todos sabemos que ha estado copiando de su libro de Literatura todas las respuestas del examen?
––¡No! ––repuse agobiado––. Profesor: le juro por lo que más quiera que no he alcanzado a copiar ni una sola coma.

Hizo una mueca desaprobatoria con su cabeza y se aproximó a mi asiento con un andar trepidante que terminó de alterar todos mis nervios. Metió su mano en el cajón de mi carpeta y sacó violentamente mi libro de Literatura (que lucía abierto de par en par). Luego, se dirigió al medio de la raída pizarra acrílica, alzando el libro por todo lo alto (y mostrándoselo a todo el salón como si se tratara de un insigne trofeo de guerra).
Me sentí infinitamente humillado: al ver al profesor Torres zangoloteando mi libro con una de sus toscas y huesudas manos, quería, como por arte de magia, volver el tiempo hacia atrás y dejar el maldito mamotreto dentro de mi mochila… dejarlo allí y no sacarlo nunca… Porque entregar el examen en blanco era mil veces mejor que someterme a ese oprobio público que me hacía atajar incesantemente las lágrimas que mis ojos querían arrojar. ¿No se trataba, tal vez, de una de esas «circunstancias excepcionales» de las que hablaba papá, en las que bañarse en lágrimas estaba totalmente permitido?
––¡Miren, miren todos! ––repetía y repetía, exaltado––. Y está justamente abierto en la página noventa y siete… Y, por supuesto, si somos un poquito curiosos podemos preguntarnos qué hay en esta página… ¡Ajá! Escuchen todos lo que les voy a leer: «José María Arguedas, nació en Andahuaylas en 1911 y estudió letras en la Universidad de San Marcos…» Y aquí, ¡aquí está!, lo que su compañero seguramente estaba buscando: «sus novelas más importantes son: Los ríos profundos, Todas la sangres, El Zorro de…» etcétera, etcétera, y etcétera ––cerró el libro e intempestivamente lo arrojó encima de su reluciente escritorio de color caoba. Señaló a mi compañero de al lado y le indicó––: Señor Cuadros, por favor, lea en voz alta la primera pregunta del examen.

Mi compañero Lucio Cuadros se puso de pie, me miró de soslayo ––mostrando una perpleja conmiseración–– y, casi de inmediato, acató la orden del profesor:
––La pregunta uno dice: «Escriba tres obras del escritor peruano José María Arguedas».
––Gracias, señor Cuadros ––le dijo a mi compañero y me escrutó por unos instantes antes de proseguir––: Señor Duarte, ¿tiene usted algo que decir a su favor?

Yo trataba de encontrar una excusa mientras él se acomodaba con las yemas de sus dedos su profusa y encanecida cabellera. Pero no hablé. Permanecí en un riguroso mutismo, y él, meneando la cabeza, acotó:
––Bueno, creo que ya todo está dicho, señor Duarte. Así que vaya usted donde el Director y comuníquele, detalle a detalle, la grave falta en la que ha incurrido para que él tome las medidas pertinentes ––luego echó una mirada panorámica a todo el salón y dictaminó––: ¡La pregunta número uno queda anulada!

De inmediato, un creciente y enardecido bullicio invadió el aula, el ambiente hervía en pifias subrepticias y en comentarios algo destemplados contra el profesor. «¡Oiga, no es justo!», se escuchó una anónima y encolerizada voz que provenía de las últimas carpetas.
––¡Silencio todo mundo! ––exclamó, encolerizado, el profesor Torres––. Tengo que anular esa pregunta porque me he visto en la imperiosa necesidad de leer las respuestas en voz alta para poner en evidencia a su compañero. Échenle la culpa a él. No quiero ningún comentario más al respecto, y al primero que hable le quito la prueba y sanseacabó.

Mientras yo, apesadumbrado, salía del aula, una pléyade de miradas severas me fulminaron: sentía que cada uno de mis cincuenta compañeros me maldecía en silencio. Cuando estaba a punto de terminar el tránsito por mi columna ––que era la tercera de las siete que había en el aula–– sentí un fuerte puntapié que estremeció mi pantorrilla izquierda. Al voltear, palidecí al reconocer al autor de la agresión: sí, era el Cuervo Zegarra ––el compañero más ladino y temido del aula––; él me susurró: «Esto no se queda así, Duarte de mierda, en el recreo vamos a arreglar cuentas.»
Salí del aula y, luego de echar un hondo respiro, sentí que el calvario recién comenzaba… Sin duda, lo peor recién estaba por venir…

2

No sabía qué diablos hacer. Mientras sentía un ligero temblor ––que se paseaba, de arriba hacia abajo, por toda mi espina dorsal––, me percaté de que no poseía el suficiente aplomo como para bajar las gradas y llegar al temido primer piso, donde quedaba la Dirección que regentaba el Hermano Enrique. (Mi aula estaba ubicada en el tercer y último piso del colegio. Por la izquierda colindaba con la vistosa Capilla y por la derecha con la vasta y oscura Sala de Proyecciones.)

En un estado de suma tensión, y casi sin querer, empecé a dibujar en mi mente lo primero que divisaría al llegar al primer piso: ese pequeño letrero de letras doradas que rezaba «DIRECCIÓN DEL PLANTEL», y debajo de éste aparecerían esos enormes ventanales rectangulares que acariciaban a las plomizas persianas que habían dentro de esa espaciosa habitación (en la que yo había estado en una única y remota oportunidad: hace más de seis años, cuando vine, acompañado de mis padres, a solicitar una vacante para ingresar al colegio… Por esos días yo frisaba los seis años y el Hermano Director tenía el rostro mejor conservado).

Estaba frito: cuando me tomé del pasamanos que acordonaba todas las gradas que me separaban del primer piso, sentí el temor más envolvente de toda la mañana. No podía ir a la Dirección y encarar al Oso ––así apodábamos al Hermano Director, porque tenía un aspecto muy similar al de esos plantígrados de pelaje largo: unos sobrios ojos pardos, la cabeza grande y las extremidades macizas––. ¿Qué le iba a decir? ¿Sabría, acaso, comprender que el tiempo no me había alcanzado para memorizar todos esos complicados nombres de los escritores que aparecían en las páginas de mi libro de Literatura? Además, pensaba yo para mis adentros, ¿qué importaba aprenderse nombres de escritores a los que yo nunca había leído (y tal vez nunca leería)? ¿Me entendería el Oso? ¡No!, no me comprendería. De eso estaba convencido. Su decisión sería terminante: ¡echarme del colegio!

De un momento a otro (y mientras continuaba cavilando, atribulado), sumergí mis manos en los bolsillos de mi pantalón, y con mi pesada mochila a cuestas empecé a descender las gradas (y, mientras lo hacía, contaba cada paso que daba): uno, dos, tres, cuatro, cinco… Cuando iba a pisar la sexta grada me detuvo una frenética conmoción: al sentir el rumor de las canciones que provenían de la capilla, pensé por un instante que no sería una mala idea el dirigirme a la capilla para encomendarme al Santo Fundador.

Cuando llegué a la puerta de la capilla, exploré a tientas el interior de la misma: allí estaban los chibolos de cuarto de primaria, que se preparaban para su Primera Comunión, entonando, al compás de la ronca y desafinada voz del simpático Hermano Gabriel, una de esas canciones que yo me sabía al derecho y al revés:

Jesús: te seguiré, donde me lleves iré.
Muéstrame ese lugar donde vives,
Quiero quedarme contigo allí...

Ingresé de puntillas y me senté en la última banca. Me arrodillé, me persigné y recé con suprema devoción tres Padrenuestros e igual cantidad de Avemarías... Quise seguir orando pero mis rodillas empezaron a pasarme la factura de esa incómoda postura y opté por sentarme. Mientras me frotaba las rodillas (y me sacudía las partículas de polvo que se habían impregnado en mi pantalón), escuchaba cómo el Hermano Gabriel preparaba a los futuros receptores del Cuerpo de Cristo:
––Muchachos ––les decía a todos ellos, señalando la parte central de la capilla con su temblorosa mano, que delataba un pronunciado parkinson––. Allí, donde ustedes ven esa lucecita titilante, allí mismo se guardan las hostias. A eso se le llama Sagrario porque contiene el Cuerpo de Cristo Sacramentado.

Miré el Sagrario, junté las palmas de mis manos en posición vertical y me sumí en un desesperado ruego: «San Juan Bautista De La Salle: te pido que intercedas por mí. Te prometo que no volveré a copiar… Tú sabes que yo no soy una mala persona… Desde hoy voy a estudiar con mayor ahínco; voy a estudiar duro y parejo. ¡Por favor!, que el Oso no me expulse del colegio».

El Hermano Gabriel me miró de reojo antes de apagar los dos enormes cirios que ardían en los extremos delanteros de la fastuosa mesa eucarística. Se acercó al micrófono (dando unos pasos cansinos y acompasados) y terminó la actividad religiosa:
––Pónganse de pie ––les dijo, y todos se pararon en simultáneo, como si fueran un enjambre de autómatas––. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
––¡Amén! ––respondieron todos al unísono luego de persignarse. Yo me auné un poco tarde… pero respondí al fin y al cabo.
––¡San Juan Bautista De La Salle!
––¡Rogad por nosotros! ––respondí con ellos.
––¡Viva Jesús en nuestros corazones! ––dijo, y apagó el micrófono.
––¡Por siempre! ––esta vez respondí con muchos bríos y sentí mis ánimos totalmente renovados.

Los muchachos parecían unos angelitos: salían en orden de la capilla, sin pronunciar una sola palabra. Al verlos así: circunspectos, ordenados e ilusionados con la llegada del día de su Primera Comunión, quise volver otra vez a la Primaria. Deseé con todas mis fuerzas retornar a esa etapa extinta de mi vida… Yo empecé a descubrir que estar en primero de secundaria era un menudo problema: los profesores eran más recios, serios y odiosamente intolerantes. Te trataban de señor y no te perdonaban una… te hablaban de la pubertad y de que la infancia se había ido para siempre… te dibujaban un panorama distinto: un panorama que no me gustaba para nada. Yo, a mis doce años, sabía que yo no era ningún señor; es más: todavía me sentía un niño (y, por sobre todas las cosas, no quería dejar de serlo, ¿para qué?).

Me puse de pie, me persigné tres veces y cuando salía de la capilla sentí que el Hermano Gabriel me llamó: «Duarte ––me dijo, y sentí una inefable alegría al saber que para él todavía yo no era un señor––. ¿Qué haces aquí? Deberías estar en clases».
––La verdad, Hermano… es que he cometido una falta grave y creo que el Hermano Director me va a expulsar…
––¿Qué cosa has hecho? ––me preguntó, farfullando.
––Hermano… de verdad… yo no lo quise hacer pero…
––¿Y qué es lo que has hecho, pues?
––Traté de copiar las respuestas del examen de Literatura y el profesor Torres me ha anulado la prueba y me ha mandado a la Dirección.
––¡Ay, hijo, pero qué ha pasado contigo!
––Pero, Hermano, ha sido la primera vez que he intentado copiar.
––Eso dicen todos ––me dijo, desconfiado, y frunció el entrecejo––. Vaya inmediatamente a confesarse con el padre Joaquín, que todavía sigue en el confesionario. ¡Apúrate! Y asume las consecuencias de tus actos.

Consultó las agujas de su reloj plateado y salió de la capilla. Yo miré el confesionario y, desde mi posición, apenas se lograba divisar el rosáceo y cuarteado rostro del padre Joaquín. Y recordé que la última vez que me había confesado con él, me había hecho rezar como cuarenta Padrenuestros y cincuenta Avemarías… y sólo porque había faltado a la misa dominical por jugar fútbol con mis compinches del barrio… Seguramente que por esta falta me iba a endosar una penitencia de una magnitud superlativa.
Decidí, sin meditarlo mucho, no confesarme; y, presuroso, salí de la capilla mascullando mis últimas plegarias (las cuales, sin duda, no eran más que torpes manotazos de ahogado).

3

Todo parecía comenzar de nuevo. Yo seguía en el tercer piso, a sólo un par de metros de mi aula, sin saber qué derrotero tomar… sin la suficiente lucidez como para salir de ese maquiavélico laberinto en el que me encontraba fatalmente atrapado desde hacía mucho rato.
––¡Oiga, señor Duarte! ––Di un brinco al sentir la voz del profesor Torres, que había salido del aula, y, en consecuencia, se había percatado de que yo no había acatado su orden––. ¿Qué hace usted allí?
––Estoy buscando al Director ––le mentí sin vacilar y sintiendo intensas crepitaciones en todo mi cuerpo––. Me dijeron que estaba en la capilla, pero… no está.
––Vaya de nuevo a la Dirección ––me dijo, impertérrito, con un tono gravoso––. Y espérelo allí hasta que llegue. ¿Me ha entendido?
––Sí, profesor.
––Entonces, ¡vaya vaya!, que no quiero verlo deambulando por acá.
Bajé, a trancas y barrancas, las gradas que me conducían al segundo nivel del colegio. Allí, frené en seco. Dudé nuevamente, pero toda esa eterna indecisión se vio aplastada por un vozarrón que ascendía por las gradas del primer piso:
––¿De qué año es usted? ––me preguntó el director con su atemorizante aspecto de oso añoso––. ¿Qué hace correteando por las gradas? Parece una guagua de guardería.
––Soy de primero de secundaria, Hermano.
––¿Sección?
––Es de la sección A, Hermano ––apareció intempestivamente el profesor Torres. El examen de Literatura había finalizado y él estaba descendiendo al segundo piso: ¡me habían acorralado! ¡Ya no tenía escapatoria! Era como si ambos se hubiesen puesto anticipadamente de acuerdo para aprisionarme en medio de las gradas. Todo estaba consumado… y ya ni llorar valdría la pena.
––Déjeme explicarle, Hermano Enrique ––le dijo el profesor Torres, sujetándome del hombro––. Este alumno ha cometido una falta de altísima gravedad; motivo por el cual yo lo mandé hace bastante rato a su oficina. Pero parece que no ha querido obedecer. Lo cual, a mi parecer, constituye una doble falta.
––Está bien, profesor Torres ––dijo el Oso, adoptando un tono conciliador––. Ahora mismo yo tomaré cartas en el asunto.
––Entonces, si me disculpa, Hermano, pues dentro de un rato tengo que tomar la evaluación bimestral a la sección B.
––Siga nomás, profesor Torres.

El profesor Torres se retiró apresurado y yo me sentía asfixiado por la opresora mirada del Oso. Sólo esperaba que me lo diga: «¡Estás expulsado!». Sabía que era cuestión de algunos minutos.
––¿Su apellido? ––me preguntó, auscultándome con exageración.
––Duarte.
––Dígame, señor Duarte, ¿cuál es esa grave falta que usted ha cometido?
––Hermano Enrique… yo…yo… ––un grotesco tartamudeo anunciaba que yo estaba emboscado por mis ingobernables temores––. Lo que pasa es que yo…
––Déjese de tonteras y dígame de una vez qué ha pasado.
En ese preciso instante, el campanero hizo retumbar la vetusta campana de bronce que anunciaba el inicio del primer recreo de la secundaria: las gradas se vieron invadidas por incontables cuadrillas de alumnos que salían de todos los salones del tercer y del segundo piso.
El Oso me miró ofuscado y me ordenó con firmeza:
––Apenas se termine este relajo me busca en la Dirección, ¿entendido?
––Sí ––asentí. Y bajé las gradas sintiendo coletazos de ansiedad. Al llegar al primer piso comprendí que estos veinte minutos de recreo sólo iban a servir para algo supremamente pernicioso: alargar mi agonía.

4

––Oye, Duarte, ¿que pasó en la Dirección? ––me preguntó mi compañero Lucio Cuadros.
––Todavía nada ––le dije un tanto aturrullado––, pero ya pasará: después del recreo tengo que hablar con el Oso.
––Oye, todos los de la clase te quieren sonar ––me advirtió y, antes de proseguir, sondeó mi reacción––. El Cuervo Zegarra les ha dicho a varios que te va a cuadrar… dice que por tu culpa va a desaprobar el examen… ¿Qué piensas hacer?
––Nada ––le dije muy suelto de huesos y fingiendo que lo que él me contaba no me interesaba en lo más mínimo––. Ya no me importa nada. Tal vez éste sea el último día que paso en el cole… Y ya no me importa nada.
––¿Ya no te importa nada? ––me interrogó presuroso.
––No. Porque me he dado cuenta de que no estoy listo para la Secundaria… ¿Acaso no recuerdas que en la primaria todo era más simple?
––No sé de qué me hablas, Duarte.
––¡Te hablo de la vida! ––exclamé––. Ya no somos niños. Todos quieren que ya seamos hombres y eso a mí eso me da mucho miedo.
––¡Calla, calla! ––me dijo mostrando mucha contrariedad en su rostro––. Mejor vamos a jugar fútbol, ¿sale?
––Sale ––Y, trepando por las graderías, fuimos corriendo a la cancha de fútbol.

5
Nadie quería pasarme el balón. Todos estaban molestos conmigo. (Y, a esta altura de mi vida, ni siquiera la adultez me ha permitido comprender el por qué Lucio Cuadros fue el único que no se comportó como todos ellos. ¿Será, quizás, porque al leer en voz alta la primera pregunta del examen, él se había percatado de todo el sufrimiento que yo padecí en esos instantes? Nunca lo sabré: Lucio murió hace un par de años en Santa Cruz, y con él se llevó para siempre la respuesta a mi insignificante pregunta.)
Justamente Lucio Cuadros tenía el balón en sus pies; había driblado a dos compañeros y estaba aproximándose al arco, cuando se la pedí:
––¡Cuadros, estoy solo! Pásamela toda.
Pisó el balón, me miró y me hizo un pase con notable precisión: la bajé con el pecho, me perfilé, y, cuando me alistaba a patear el balón, sentí un manotazo en la espalda. Volteé y el Cuervo Zegarra me asestó un furibundo puñetazo en la boca del estómago.
Doblé el espinazo retorciéndome de dolor. Me froté el vientre y sentí que me faltaba el aire. Me acuclillé y empecé a respirar hondo hasta reponerme.
––¡Párate, zonzonazo! ––me dijo el Cuervo Zegarra––. Porque te tengo que dar diez puñetes más y un par de patadas también para que se te quite todo lo cojudo ––y me miró como midiendo el efecto de sus palabras.
––¿Qué te pasa, Cuervo? ––exclamé, poniéndome de pie.
––Oye, huevón ––me dijo, mirándome con desdén––: a mí solo mis amigos me pueden decir Cuervo y tú no eres mi amigo... Tú no eres más que un pobre imbécil que no sabe hacer las cosas bien.
––¿Y tú sí?
––¡Claro, pues! Yo me copié la primera pregunta: puse todas las obras de Arguedas. Pero tú me fregaste. ¿Para qué te pones a copiar si no sabes hacerlo? Eso es cosa de hombres, carajo.
––Yo también soy hombre ––repuse de inmediato.
––Pues no lo pareces... A ver, pues, si eres tan hombrecito méteme un puñetazo.
––A mí no me gusta agredir a mis compañeros ––le dije asustado––. Ya no me molestes, por favor: ¡Me van a expulsar!
––¿Te van a expulsar?
––Sí, el Oso me va a echar del colegio.
––¡Bien merecido lo tienes! ––me dijo, sonriendo––. Me has dado una buena noticia: te van a expulsar... Bueno, por ese gusto ya no te voy a pegar. Ojalá que tu viejo te raje por huevón.
6

Cuando sentí las tres campanadas que le ponían fin al recreo, corrí hacia la Dirección dispuesto a encarar al Director. Pero, cuando llegué, encontré la puerta cerrada. Indagué por la Secretaría y me dijeron de manera cortante que era improbable que el Director me atendiera pues nadie sabía dónde se encontraba. «Vuelve mañana temprano ––me dijo uno de los porteros––. Hoy no lo vas a encontrar.»

Me retiré a mi aula y permanecí el resto del día en un pronunciado estado de sopor.

Cuando arribé a mi casa y contemplé a mis papás tomando una frugal sopa con pequeños fideos blanquecinos, y comentando sobre lo caro que les estaba saliendo el pagarme la mensualidad del colegio, encontré un motivo más para no contarles el incidente que tuve durante el examen de Literatura. Almorcé apresurado, sin intercambiar palabra con ellos y me encerré en mi habitación.
Durante toda la noche tuve muchas pesadillas. En todas ellas se confundían los rostros del profesor Torres, el Oso, el Cuervo Zegarra (y papá y mamá, por supuesto).
7

El día amaneció envuelto en una densa niebla que me echó el ánimo por los suelos: «Es un mal presagio ––pensé, mientras esperaba a mi movilidad escolar, en una de las esquinas de mi vecindario––. Hoy es el día de mi expulsión».

En el microbús que nos llevaba al colegio todos hablaban sin parar: comentaban sobre las figuritas que les faltaban para completar sus álbumes, los trabajos y tareas que había que presentar y otras cosas que a mí me parecían insoportablemente ridículas al lado del enorme problema en el que yo estaba sumido desde el día anterior.

Al llegar al estacionamiento del colegio esperé a que todos bajasen. Recordé una vieja frase del abuelo Bonifacio: «¡A lo hecho, pecho! », y me bajé del autobús tratando de aparentar seguridad.

Todo en el colegio había adquirido un clima fúnebre: rostros absortos, miradas huidizas, comentarios entrecortados. Habían izado la bandera del colegio pero sólo hasta la mitad del asta. ¿Por qué sólo hasta la mitad? Entré apurado a mi salón y divisé a Lucio Cuadros. De inmediato, le pregunté: «Oye, Cuadros ¿qué ha pasado?»
––Parece que hoy no va a haber clases, Duarte ––Sus ojos rezumaban confusión––. Dicen que ha pasado algo malo.
––Pero ¿qué cosa? ––le dije y sentí que alguien me zarandeaba del hombro: era el Cuervo Zegarra.

«Me va a volver a pegar», pensé y me puse a la defensiva mostrándole mis puños cerrados. Pero lo que el Cuervo quería era darme una noticia:
––Oye, Duarte, tienes mucha suerte: ¡te has salvado, lecherazo! ¡Ya no te van a expulsar, qué suertudo eres!
––¿Qué cosa dices?
––El Oso se ha muerto, ayer le ha dado un infarto ––me espetó esa trágica noticia sin que le temblara el pulso y luego levantó la voz para que todo el salón lo oyera––: ¡Oigan todos, hoy no hay clases! ¡El Oso se murió!

Unos cuantos se alegraron, otros ––la abrumadora mayoría–– se quedaron en silencio. Yo no sabía qué actitud adoptar. Pero recordé que el Cuervo Zegarra era un tipo impredecible y tal vez se estaba burlando de mí. «¡No seas mentiroso, Cuervo! ––le dije y lo sacudí con mis brazos––. ¡El Oso no está muerto!»

En esos momentos, entró el profesor Torres al aula. Tenía el rostro compungido. Se puso en medio de la pizarra y habló: «Señores, tengo que darles una mala noticia: ayer el Hermano Enrique ha fallecido de un infarto. Salgan a formar al patio. Las clases se han suspendido y vamos a celebrar la misa de cuerpo presente».
Yo miré fijamente al profesor, pero él no me devolvió la mirada. No sabía si alegrarme o llorar. No sabía qué diablos hacer... Y... lloré aferrado a mi carpeta y ante la atónita mirada de mis condiscípulos; lloré como nunca antes lo había hecho porque estaba convencido de que ésa era una de esas circunstancias excepcionales de las que tanto hablaba papá.

Ese insípido día, con mis ojos anegados en lágrimas, descubrí ––o, al menos, creí descubrir–– la Secundaria en toda su dimensión, y me juré que nunca, ¡nunca jamás!, volvería a copiar durante los exámenes… Juramento inútil, como tantos otros que rondan mi enrevesado historial.

Lima, 31 de mayo de 2004.



© Orlando Mazeyra Guillén, 2005