2015/05/31

La religión de los idiotas



Yo no pongo la mano en el fuego ni por mí mismo, 
no comprendo cómo funciona mi mecanismo... 
A veces tengo ganas de reír 
y sin darme cuenta me pongo a llorar. 

Si se me levanta un dolor de cabeza 
en vez de una aspirina una cerveza 
Si veo en la ventana que sale la luna 
en vez de ir pa' la cama una vacuna 
de soledad y locura. 

Si sé que mañana es día de trabajo 
Siempre es el penúltimo trago, 
Si sé que tus labios desean los míos  
ya no me apetece besarlos, 
Si siento que alguien se acerca 
A mí con malas intenciones, 
De par en par le abro las puertas 
De mi puta vida pa' que la destroce, 
Y luego solo y desolado 
Apuro hasta la última gota 
Brindando por los evangelios de mi religión, 
Que es la de los idiotas. 

Debe ser que mi carretera es bastante estrecha, 
35 años tropezando en la misma piedra, 
A veces tengo ganas de reír 
Y sin darme cuenta me pongo a llorar. 

Si se me levanta un dolor de cabeza 
En vez de una aspirina una cerveza 
Si veo en la ventana que sale la luna 
En vez de ir pa' la cama una vacuna
De soledad y locura. 

Si sé que mañana es día de trabajo 
Siempre es el penúltimo trago 
Si sé que tus labios desean los míos 
Ya no me apetece besarlos, 
Si siento que alguien se acerca, 
A mí con malas intenciones 
De par en par le abro las puertas 
De mi puta vida pa' que la destroce, 
Y luego solo y desolado 
Apuro hasta la última gota 
Brindando por los evangelios de mi religión, 
Que es la de los idiotas. 

No sé si me contradigo 
O no entiendo lo que digo, 
Muchas veces me planteo 
Si soy solo lo que veo, 
Y no lo entiendo y no comprendo 
Cómo puedo estar tan loco, 
De enfrentar solo este baile 
Aun sabiendo que estoy cojo, 
Y mi cabeza, que confunde 
Las mentiras con verdades 
Piensa que ha visto la luna 
Hoy nos vemos en los bares

Melendi

2015/05/11

El gran BARRIGANA


[…] Y escuchaba boquiabierto en la radio de mi padre, con los dedos como pantalla en la oreja, los relatos de Artur Agostinho que, los domingos a las tres de la tarde, narraba con tono épico las proezas del gran Frederico Barrigana en un estadio lleno de gente a reventar. A los doce años, si no hubiese deseado con tanta pasión ser escritor, habría querido ser el "Mãos de Ferro". Pero, claro, tenía la suficiente conciencia de mis limitaciones como para comprender que no se puede querer ser el gran Frederico Barrigana; se es, por don divino, perfecto como él desde el principio.
El dolor de no haber presenciado nunca un solo partido del gran Frederico Barrigana me acompañó toda la vida entre accesos de melancolía periódica que me llevaban a despreciar con un encogimiento de hombros a todos los otros guardametas, portugueses o extranjeros, que el Estadio da Luz me presentaba: era el Síndrome de Barrigana (entidad nosológica que aún no he renunciado a hacer incluir en los libros de Medicina).
Taladrándome el cerebro: el Mãos de Ferro se convirtió en el metro-patrón ideal, inalcanzable, de platino iridiado como el del Instituto de Pesos y medidas (para más aclaraciones véase la reproducción en el Manual de Física del tercer año de liceo) que servía para evaluar todo en la vida, fuesen políticos, poetas, virreyes o escultores.
En 1973, en la Baixa do Cassanje en Angola, quiso el Altísimo que mis sueños y mis oraciones fuesen finalmente atendidos. En un intervalo de dramas guerreros en la frontera con el Congo que no importan ahora, pasaba yo por el campo de fútbol de Ferroviário e Malanje cuando reparé en un hombre de cierta edad, calvo y barrigón, chutando con ropa de entrenamiento a la meta defendida por un mulato con raya abierta a navaja en la maraña de rizos de su pelo, y en un grupo de niños negros que por detrás de la red aplaudían con entusiasmo al grito de:
–Dale, Barrigana.
–Sacúdete, Barrigana.
–Mátalo, Barrigana.
Me acerqué primero incrédulo, después extasiado: era Él. En un campo perdido de África, en medio de los baobabs y mangos plagados de murciélagos, el Mãos de Ferro con silbato al cuello enseñaba fútbol a los chicos de las chabolas poseído de un espíritu misionero y de una devoción pedagógica que me transportaron y enternecieron. A cada chute del genio, los muchachos admirados gritaban "Dale con todo, Barrigana" con una familiaridad que irritó a mi ídolo. Nadie, desde su punto de vista y del mío, Jefe de Estado, mariscal de campo, Papa o dentista, tenía derecho a tutear al divino Frederico Barrigana. Justamente indignado con tamaño ultraje, el Mãos de Ferro inmovilizó con un gesto patricio al mulato con raya a navaja que se cuadró de inmediato, sumiso, avanzó con el índice levantado hacia los niños paralizados del susto y ordenó con una voz terrible de Juicio Final, para hacerles hablar bien enseñándoles la respetuosa cortesía debida a los dioses que muy de vez en cuando la misericordia de Júpiter envía a nuestro encuentro para justificarnos la existencia, conquistadores, santos, geómetras y recaudadores de impuestos.
–Ni Barrigana ni de tú. De usted: señor Barrigana.
Y nunca lo admiré tanto como ese día.

ANTÓNIO LOBO ANTUNES
Libro de crónicas

2015/05/01

Underwood

Frank Underwood 


Las palabras que aquella vez me dijo mi padre me dejaron un eco que resonaba más que esta máquina de hace 70 años: "Esta Underwood construyó un imperio", dijo: "ahora ve y construye el tuyo". Esas palabras han sido gran parte de lo que me ha motivado en la vida. Sólo he escrito una carta más con estas teclas. No me falló entonces. 
[…] Quiero decirle algo que nunca le he dicho a nadie. A los 13 años sorprendí a mi padre en el establo. Tenía una escopeta en la boca. Me llamó con la mano y me dijo: "Ven, Francis, jala el gatillo". Porque no tenía el coraje de hacerlo él. Le dije: "No, papá", y me fui, sabiendo que él nunca tendría el coraje. 
Los siete años siguientes fueron un infierno para mi padre, pero un infierno más grande para mi madre y para mí. Nos amargó la vida con la bebida, la desesperación y la violencia. Mi único arrepentimiento en la vida es no haber jalado ese gatillo. Habría estado mejor en la tumba y nosotros habríamos vivido mucho mejor sin él.