«Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado» (Jorge Luis Borges, El Sur).
Mi narración Culpables de tu locura aparece en la Edición Nro. 156 de Hildebrandt en sus trece
(...) Apelando a la honestidad, debo decir que lo mejor que me pudo pasar en la vida fueron el rock argentino, algunas películas europeas y muchos libros que, en algún momento, me hicieron creer que yo también podía. Eso fue lo peor: escribir sin pudicia sobre mi vida
(...) Yo no quiero ya verte tan triste, yo no quiero saber lo que hiciste, yo no quiero esta pena en mi corazón...
En la edición Nro. 155 de Hildebrandt en sus trece aparece mi Radiografía del alma.
El viernes 17 de mayo apareció mi narración Radiografía del alma que es casi un estado de ánimo frente a la vida (en realidad, frente a mí mismo). La búsqueda cotidiana de lo inasible... o algo más o menos así.
Me gusta estar al lado del camino
fumando el humo mientras todo pasa…
Fito Páez, Al lado del camino
—¿Quieres uno?
—Gracias —le respondí y alargué la mano para
sacar un cigarro de la cajetilla. Luego, Boris me alcanzó la cajita de fósforos
Inti y empezamos a fumar mientras contemplábamos la inmensidad del mar
barranquino. Se me vinieron a la mente algunas historias de Hemingway. Recordé
su suicidio: había terminado siendo el cazador de sí mismo, la presa
definitiva. Tal vez la literatura consistía en eso: ajusticiarse, ir de safari
tras de uno mismo (exhibir grandezas y miserias, méritos y vergüenzas). Quise
inmortalizar esa fecha: no todos los días se podía realizarturismo literario: acceder al
refugio de alguien que, como el autor deParís
era una fiesta, había ganado un asiento en el gran teatro de la
posteridad.
—¿Me puedes tomar una foto? —pregunté. Al fin y
al cabo, yo, por suerte, en Lima siempre seré un turista.
—Claro —me dijo y lanzó el pucho del cigarro—. ¿A
qué hora vamos a subir?
—Me citó a las diez en punto —le informé—.
Todavía faltan cinco minutos.
Me volví a acomodar el cuello de la camisa y le
señalé la puerta del edificio: «vamos». El portero nos miró con desconfianza:
—¿Qué desean?
—Tenemos cita con la secretaria de Vargas Llosa.
—Un momento —y apretó un intercomunicador—. ¿Sus
nombres?
—Orlando Mazeyra, reportero; y Boris Mercado,
fotógrafo.
—Ya pueden pasar —nos informó señalando el
ascensor.
La noticia del momento era la represión policial
contra los manifestantes que rechazaban las minas en Conga, allí muchos
cajamarquinos se resistían a entregar su agua a cambio de la falaz prosperidad
minera. El presidente de la República, durante la campaña electoral, les había
dicho a aquellos incautos: «Chugur, Bambamarca y Hualgayoc son una cicatriz en el
rostro de Cajamarca, la cicatriz de los pasivos medioambientales. He visto un
conjunto de lagunas y me dicen que ustedes las quieren vender. ¿Ustedes quieren
vender su agua?»
—No.
—Porque, ¿qué es más importante? ¿El agua o el
oro?
—El agua —respondían al unísono. Al asumir el
poder, el camaleón había tenido buenas migas con las transnacionales mineras. «¡Vendepatria!», lo
llamaban.
Un poblador de Conga le había preguntado a un
iracundo policía:
—¿Por qué nos golpean? ¿Acaso somos sus enemigos?
¿Por qué se abusan de nosotros?
—¡Porque son perros! —había respondido el hombre
con su vara en la mano.
Fuimos recibidos por la secretaria de Vargas
Llosa, una señora muy educada y formal:
—¿Cuál es tu plan?
—Sólo queremos investigar, conocer la biblioteca,
sus libros favoritos, y de paso tomar algunas fotografías.
El archivo personal de Vargas Llosa era inmenso.
Tomé al azar a uno de los portafolios y examiné la primera página. Databa de
noviembre de 1964. Un artículo del escritor cubano Ambrosio Fornet, publicado
en la revista de La Casa de las Américas de La Habana, que hacía especial
énfasis en un instante de la novela, una pregunta cruda, definitiva:
—¿Usted es un perro o un ser humano?
No importaba. El dilema no existía: muerto el perro se
acababa la rabia y a otra cosa, mariposa. Éramos una peste rabiosa para el
presidente, un cero a la izquierda en las encuestas «prepago». Pero esa biblioteca, atestada de
anaqueles con libros forrados en cuero, parecía otro país, el descansillo de
los ensueños. El sobrio escritorio de Vargas Llosa tenía una vista espléndida
de los acantilados que asedian las costas de Lima.
Mientras pasaba revista a la lista de autores, perdí de vista
a Boris, el fotógrafo, y éste se colgó de la ventana con su enorme cámara
fotográfica a cuestas e intentó hacer una toma panorámica para contrastar el
paraíso libresco con el océano Pacífico. Fue muy temerario, pues estábamos nada
menos que en el sexto piso del edificio:
Corrimos a sujetarlo. La señora lo amonestó de una manera
incontestable:
—Tu vida vale más que toda biblioteca de Vargas Llosa, hijo
—reflexionó y, luego de insistir con la comprensible reprimenda, gentilmente nos
invitó a retirarnos para no pasar más sobresaltos, mientras Boris lanzaba otra
ráfaga de flashes. Me quedé pensando en aquella frase cuando regresábamos a la
revista en la unidad móvil:
—Boris.
—¿Qué hay?
—¿Crees que tu vida valga más que toda esa biblioteca?
—indagué, provocador, consciente de la invalidez de mi pregunta.
Me mostró un gesto reluctante y siguió revisando las fotos.
—¿No me vas a responder? —insistí y aguardé en silencio.
Cuando llegamos a la revista, Boris por fin habló: «¿Quieres
uno?». Acepté y fumamos antes de pisar la
redacción. Al mediodía llegó el director: el Negro Cano.
—¿Qué novedades, Mazeyra? ¿Cómo te fue en la casa de Vargas
Llosa?
—Creo que muy bien.
—Vamos a comer un chifa, ¡yo te invito!
Lo acompañé y disfrutamos de un pantagruélico almuerzo. Le
conté mil y un anécdotas de lo que pasó en la biblioteca, había libros
autografiados por el propio Cronopio argentino. Aproveché para decirle que
Boris casi se mata por conseguir una foto digna del bronce: «La
secretaria nos dijo que la vida de Boris valía más que toda la biblioteca». A Cano la aseveración de la dama le supo a
helado de arvejas. Se quitó la cuchara de la boca y me miró con desdén y aires
de suficiencia:
—¿Sabes una cosa?
—Dígame, señor Cano.
—La vida de Boris no vale nada. No vale ni mierda.
—¿Y por qué lo dice?
—Boris es un perro, ya te vas a dar cuenta.
Seguimos comiendo en silencio. El bocado me resultó amargo
cuando entendí que para él, todos sus empleados (periodistas, diseñadores,
correctores y fotógrafos) éramos perros. Al parecer nuestra patria era una
enorme y caótica perrera y yo recién la estaba conociendo. «¿Quieres
uno?», me preguntó Cano apenas ganamos la
avenida Gregorio Escobedo: eran Pall Mall, los mismos que fumaba Boris. Antes
de responder, sentí un ladrido. No era Batuque —el perro de Zavalita en Conversación en La Catedral—, sino una
ciudad y ciertas gentes que ya me estaban engullendo.
«Algún
día escribiré sobre esto», pensé mientras le daba la primera calada al
cigarrillo.
Roberto Fontanarrosa humorista y escritor rosarino. Un capo.
Nunca
encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre
que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre,
ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.
Lo leí en un baño
público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es
desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente
mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido
continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente.
Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por
cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. “Puto el que lee esto”, y a otra cosa. Si te gusta bien y si no
también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel
famoso comienzo de Cien años de soledad,
la novelita rococó del gran Gabo. “Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento...” Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un
baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un
taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan
hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese
ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector
para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento
y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la
influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo
la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los
medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y
hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que
tenía para hablar. “Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de
la boca a mis hijos.” Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo,
estoy de acuerdo.
El lector no es mi
amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis
libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede
admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O
que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más
perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. “Puto el que lee esto.” Que sienta un
golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en
los cojones.
“Es un golpe bajo”,
dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de
los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor –les
contesto–, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para
que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los
estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por
hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que
han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con
haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos
aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron
los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos,
encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y
joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con
sus escritos. Decir: “Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo
todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción”, no. Ahí están los
libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo,
rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los
faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus
caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos,
todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino
hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase
por cierto. “Me voy, me muero, cagué la fruta –podría ser el postrer anhelo–.
Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no
estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los
boliches.” Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por
seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y
sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían
escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo
forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida,
toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de
los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían
abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y
de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un
libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras
evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin
leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro,
historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de
La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces
por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la
insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la
agarra con la mano.
Allí, a
ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el
nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los
redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes
flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio,
esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas,
manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del
lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o
novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos
innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa
más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El
lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a
la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la
señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es
mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la
musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está
solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que
compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra
escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte.
Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora,
saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en
algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una
mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería,
nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros –le advierten–, vendete
bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia
el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso
alfombrado.
No desaparecerá tu
libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la
cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso
específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con
otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe
incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo
hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar
una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y
plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en
abono para las macetas de las casas solariegas.
De
última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano
indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez
y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren
suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no
esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis
amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en
los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
“Puto el que lee esto.”
John Irving es una
mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente
pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por
ahí, creo que en El mundo según Garp:
“Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina
la historia”. Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido
lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el
club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso
pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que
trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o
porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás
tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo
que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los
dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas
a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba
que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito
termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le
pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la
grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí
porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés
saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que
soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres
libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en
cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee,
que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de
memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta
y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me
enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata
1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con
cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que
zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de
pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo
coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas
indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no
puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un
periodista que le hace las veces de ghost
writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo
que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su
carita: “Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que
cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía,
para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su
apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le
ha dado bola”.
Y allí estará la
frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el
entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza
hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de
sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se
cae como si lo hubiese reventado un rayo. “Puto
el que lee esto.” Aunque después el relato sea un cuentito de burros
maricones como el de Platero y yo,
con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela
después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen
sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí,
ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y
lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo
que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a
contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué
conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca
hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora
y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con
nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el
apodo. A usted le digo.
En la edición Nro. 153 de Hildebrandt en sus trece unicornios mágicos y posetas.
«Yo también quiero ser un poseta» o una vuelta por el infierno. Dedicado a mi hermano Carlos Bellatin. Habemos muchos prestos para ahogarnos neciamente en el licor. Pocos como él para darte la mano luego de un nuevo tropezón… para empujarte siempre hacia delante y, así, volver a andar. Esos amigos son los imprescindibles (y quizá como él, ninguno).