2007/03/25

BUSCO UN RETAZO DE FELICIDAD EN LA HOJA EN BLANCO (*)







Miércoles siete de marzo, cuatro de la tarde. El sol vespertino que intenta burlar a las persianas de la habitación, me hace recordar que en Lima me espera mi primer libro que acaba de salir de la imprenta. Miro el calendario y me sacudo de la modorra laboral. Pienso en silencio: mañana, ocho de marzo, tengo que presentar mi libro en un local miraflorino que jamás he pisado y que tengo miedo de pisar… sí, tengo miedo… el maldito miedo escénico se apodera de mí, lo noto en la palma de mis manos que empiezan a humedecerse y lo percibo, también, en el latido de mi corazón que, infatigable, empieza a galopar sin mi consentimiento.

Y es que nunca he presentado un libro, jamás me he dirigido a un público, a una sala atestada de gente que me presta atención, nunca en mi vida he podido decirle a nadie: “TOMA, ESTA ES MI OBRA, LÉELA Y ESPERO QUE TE GUSTE”.
Ahora mi libro ya es una realidad, y caigo en la cuenta de que no he preparado nada, ningún texto, ninguna idea.
Tengo, de una vez, que preparar algo… por eso, y a pesar de que empieza a sonar el teléfono de la oficina, decido alejarme de todo y de todos, liberarme de un agobio llamado "trabajo": empiezo cerrando el messenger y, de inmediato, siento que pierdo ese halo de omnipresencia que me permite chatear con toda la familia: con Karen que ya lleva varios años viviendo en Estrasburgo (la principal ciudad alsaciana del este de Francia); con María Ursula que, desde hace poco, radica en Alcossebre (un acogedor pueblito costero de Castellón, España); y con mi madre que me espera con las maletas listas en Cerro Colorado (el tradicional distrito arequipeño en donde vivo y en donde vivieron –y murieron– mis abuelos)… Ahora que cierro el Messenger vuelvo a sentirme estafado, engañado; quizá el messenger es, también, una buena ficción, como esas novelas totales que te hacen creer que estás con todos (y en todos lados), cuando, en realidad, estás solo… panorámicamente solo (como diría el genial Ernesto Sábato).
El Messenger ha desaparecido (y mis contactos también). Pero todavía me quedan ventanas… ventanas y más ventanas (una agazapada detrás de la otra): me desconecto de la base de datos y, luego, cierro el Excel y guardo todas las modificaciones que hice en los formularios y reportes.
Dejo de lado las hojas de cálculo, el Oracle y el SQL, la maldita cotidianeidad del día a día marcado por aquello que Vargas Llosa llama "la rutina embrutecedora".
Por si todavía alguno no se dio cuenta, les aviso que soy programador de sistemas. El día en que me jodí como Zavalita, decidí abrazar la Ingeniería Informática ("la carrera del momento", le decían los despistados). Jugué a convertirme en ingeniero de sistemas sin saber que me estaba condenando a estar atado de por vida a un monitor que aniquila a mis ojos... y a un teclado que magulla a mis dedos. Con el ordenador llevo una relación tirante, novelesca: amor-odio. Cuando trabajo, la computadora se convierte en rutina, algoritmos, y aburrimiento (y yo me convierto en un autómata, y respondo a reflejos condicionados como el perro de Pavlov); pero, cuando quiero ¡ESCRIBIR!, todo cambia. Cierro todas las ventanas, abro el WORD y, a continuación, escribo la primera sentencia que se me venga a la cabeza.
¿Y qué voy a escribir ahora? ¿Cuál es la primera oración que me llama en esta tarde y me invita a escribir? Una muy simple, escuchen:
"La vida es un paréntesis entre dos nadas". Esta frase me pertenece, aunque debo confesarles que yo no tuve el placer e inventarla. " La vida es un paréntesis entre dos nadas" Insisto: la frase me pertenece tanto como los siguiente títulos: La Tregua, Réquiem con tostadas o La muerte es una joda. La primera, una hermosa novela disfrazada de diario personal; los otros, un par de cuentos tan inolvidables que me persiguen entresueños. En suma: tres historias que me pertenecen sin ser necesariamente yo el autor de las mismas.
Estoy seguro de que todos los presentes entienden lo que trato de decir y no necesitan que los adormezca con mayores explicaciones, porque los libros que nos marcan para siempre, son aquellos que nos dan un paréntesis entre dos vidas: una anterior (previa a la lectura), y una distinta, posterior a ese peligroso punto final de la ficción de turno que nos regresa al mundo real.
El paréntesis se abre cuando una ficción te absorbe tanto que te sumerge en las páginas y te confunde entre los personajes: tú, el lector de turno: sientes que te desdoblas en cada párrafo, te difuminas en cada diálogo, te expandes en cada descripción. Estás dentro de un paréntesis atemporal y eres una catarata de sucesos que ignoras pero que te afectan… te afectan tanto como a mí me afecto el descubrir a la muerte, y verla cara a cara, en el cadáver de mi abuela.
Y es que cuando yo era niño todo era simétrico, perfecto. Mi inocencia me hacía pensar que que Dios grande, inmenso, y mis padres inmortales (aunque la palabra "inmortales" sea, en este caso, poco afortunada; mi padres no podían ser inmortales, simplemente eran ¡ELLOS!, vigorosos, lúcidos y eternos… porque la muerte no existía...
Yo tendría unos diez años. Era sábado por la noche y mis padres se habían ido a una fiesta (el matrimonio de una prima, creo). Nosotros, sus cuatros hijos los esperábamos viendo juntos un programa televisivo que siempre nos atrapaba: “MISTERIOS SIN RESOLVER”.
La historia de esa noche, hablaba de dos esposos que salieron de su casa a una fiesta, pero que, lástima, algo les pasó y nunca más volvieron, desaparecieron, y días después los encontraron muertos. En ese instante, yo miré a mi hermano menor y le pregunté: ¿eso les puede pasar a mis papás? No me respondió, no hacía falta: la realidad ya me había pegado un cachetazo contundente: Dios ya no me parecía tan GRANDE y mis padres ya no eran eternos... yo tampoco... la vida era una estafa, un sueño frustrado, maniatado, postergado, apagado… la muerte se había inoculado para siempre en mi estadio espiritual.
Y le tememos a la muerte porque amamos el vivir. "Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir", lo dice Vallejo en el arranque de un poema que termina así:
Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga, porque, como iba diciendo y lo repito, ¡tánta vida y jamás! ¡Y tántos años, y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!
Creo que es el temor a la muerte lo que, de manera determinante, me ha lanzado a la escritura. Yo, al igual que el maestro Onetti, cuando era todavía un muchacho tuve un descubrimiento terrible; descubrí que todas las personas que yo quería iban a morirse algún día, de esa impresión no me he repuesto todavía, no me repondré nunca. Por suerte, ahora puedo abrir el primer ejemplar de mi libro, que salió hace pocos días de la imprenta, y en esas páginas encuentro -más que frases elaboradas o historias memorables- una victoria simbólica: mi revancha ante la muerte... mi primera revancha, porque, sin duda, vendrán más. Puedo morirme mañana pero quedarán mis historias, invictas, esperando ansiosas a un lector que talvez no llegue... pero si llega le habré ganado otra vez a la muerte. Lo que trato de decir es algo que ya dijo en alguna ocasión Reinaldo Arenas: la muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces talvez la muerte me abandone para siempre.
Y si les hablo de Arenas, también tendría que hablarles de Sábato y El Túnel, Loayza y Otras Tardes, Ribeyro y La Palabra del Mudo, Benedetti y La Tregua, Coetzee y sus memorias, Camus y El extranjero; y un largo etcétera que termina en mi libro y que comienza a partir de él.
No he leído a muchos, tampoco a pocos. Como lector me inicié con algo corto del Gabo de Aracataca y con una novela de Oswaldo Reynoso. Con "El coronel no tiene quién le escriba" descubrí que la mierda -hablo de esa palabra y de su significado- puede convertirse en un final memorable, y con Reynoso empecé a dudar de Dios y también de lo que me decía mi madre acerca del sexo y del placer. No fue una experiencia muy grata el convencerme de que En octubre no hay milagros...pero, por suerte, sí hay orgasmos... y, si uno quiere, no sólo en octubre, sino todo el año.
Aunque en mis cuentos no se note -o quizá sí- creo que soy más hijo de El Rosquita de LOS INOCENTES que de el Zavalita de CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL; pero la literatura de Mario Vargas Llosa me ha nutrido de un manera tan determinante que, para mí, no tiene parangón en mi panteón literario privado. Nunca voy a olvidar el día en que me enfrasqué, por primera vez, en la voraz lectura de un mastodonte vargasllosiano: "El pez en el agua", recuerdo que las páginas se agotaban irremisiblemente, pero las coincidencias crecían. Y llega un momento en que la admiración se agiganta tanto que se transmuta en un desbocado afán de peregrina emulación. Alberto Fuguet dice que él cree en las obras que le hicieron tener fe, que le hicieron creer que él también podía, que no estaba solo, que allá alguien afuera se parecía a él. Bueno pues, resumo todo en una oración: si hay alguien en el mundo que me hizo creer que yo también podía, ése es, sin duda alguna, Mario Vargas Llosa.
La vida es un paréntesis entre dos nadas, la frase se la escuché a otro Mario: Benedetti. Y, ahora, antes de cerrar este paréntesis que es la presentación de mi libro, y antes de volver a la rutina, quiero recordarles que hace 30 años ese genio del que les hablo logró lo que yo no puedo: encandilar a un auditorio. El Primer premio internacional Rómulo Gallegos ya tenía dueño: un escribidor arequipeño nacido en el Boulevard Parra había convencido a un jurado con una obra maestra cuyos personajes, a mí, me cambiaron la vida: cómo olvidar a la Chunga, a don Anselmo, a Lituma y los Inconquistables. LA CASA VERDE es una obra maestra con la que Varguitas ya alcanzó la meta: venció a la muerte. Yo, como autor, sueño con que alguna vez alguna de mis historias pueda escarapelar la piel de mis lectores, estremecerlos hasta el pánico, porque cada vez que recuerdo ese instante, me descompongo: Lituma, el buen Lituma, luego de retornar a su terruño, quería saber qué fue de su amada Bonifacia; y su amigo Josefino, después de algunas rondas de pisco, tomó valor y le espetó la –al menos para mí– insoportable noticia: “Se ha hecho puta, hermano. Está en La Casa Verde”.
Juro que a mí me dolió más que a Lituma, tanto así que creí no poder soportar lo que vendría de allí en más: solté el libro, me paseé, dando vueltas, por mi habitación y congestioné mi mente con probables desenlaces. Luego de pensar y repensar, lo supe: tenía que continuar con la lectura, porque no quedaba otra... ahora sé que tengo que terminar y no me queda otra. Cierro el paréntesis, y, en su ausencia, le doy las gracias Oswaldo Reynoso, gracias a él por hacerme creer que tenía una pizca de talento. Para él son estas historias que antes que mías son de Kelinda, la única persona que confío en mí y que me cambió la vida (y me la sigue cambiando). Gracias a los presentadores: al poeta José Gabriel Valdivia, al escritor Erick Tejada y a Patricia Pinto quien tuvo la gentileza de leer el texto que preparó José Luis Vargas.
Y, desde luego, gracias a todos los presentes por darme esta oportunidad de confesarles de que lo único que he aprendido –que estoy aprendiendo- a hacer más o menos bien, es buscar un retazo de felicidad en la hoja en blanco. MUCHAS GRACIAS.
(*) Texto leído en la presentación de mi primer libro: URGENTE: NECESITO UN RETAZO DE FELICIDAD

2007/03/21

El huésped



Llegó con una ruma de libros en los brazos. Me dijo que sólo se quedaría por unos cuantos días y que no se lo dijera a nadie. Pero ya lleva varios meses en casa. Es alto, muy alto. Mirada serena y barba tupida. Le gusta leer y escribir por las mañanas, escucha jazz por las tardes, y contempla a mi gata por las noches (en realidad, conversa con ella; es más: juraría que la enamora). Ayer me habló con dilección de una tal Maga y me contó una esplendente historia acerca de una Casa Tomada: "De ahí me vengo", me dijo con un relente de resignación, y me dio las buenas noches entregándome un libro con la indicación de que lo empezara a leer de inmediato. No le hice caso. Y ahora no puedo dormir: esa historia me ha trastocado.
Pensándolo bien, desde que llegó, él no ha hecho más que embadurnar mi vida de irrealidad e ilusionismo.
¿Cuándo se irá? ¿Habrá tomado mi casa?
La lámpara de mi mesa de noche alumbra la portada del libro.

Ya sé. Sólo me queda abrir el libro, perderme en las páginas y confundirme con los personajes que encuentre... sólo así podré escapar de esta ansiedad y de este huésped... de este visitante que quizá se vaya de mi casa; pero que, para bien o para mal, ya es parte de mi vida.

2007/03/14

14/03/1981



Ahora tengo ya tu nombre

y eso es todo lo que tengo.



protege a mi chica.



no tengo fe en el Paraíso.

Canción, Mar de Copas

2007/03/13

“Creo que es el temor a la muerte lo que, de manera determinante, me ha lanzado a la escritura”


He colocado en la bitácora de mi libro URGENTE: Necesito un retazo de felicidad la entrevista que me hiciera el escritor Gabriel Ruiz-Ortega a propósito de la aparición de mi libro de relatos en la ciudad de Lima.

Acá un fragmento:


(...) La Muerte es, si no el que más, uno de los temas que más me persigue. En el cuento "Ella siempre está", por ejemplo, el título habla de la Muerte y su de su presencia permanente en mi vida. La Muerte es, también, el tema central de uno de los microrrelatos del libro: "La Talega".Creo que es el temor a la muerte lo que, de manera determinante, me ha lanzado a la escritura. Yo, al igual que el maestro Onetti, cuando era todavía un muchacho tuve un descubrimiento terrible; descubrí que todas las personas que yo quería iban a morirse algún día, de esa impresión no me he repuesto todavía. Por suerte, ahora puedo abrir el primer ejemplar de mi libro, que salió hace pocos días de la imprenta, y en esas páginas encuentro -más que frases elaboradas o historias memorables- una victoria simbólica: mi revancha ante la muerte... mi primera revancha, porque, sin duda, vendrán más. Puedo morirme mañana pero quedarán mis historias, invictas, esperando a un lector que talvez no llegue... pero si llega le habré ganado otra vez a la muerte. Lo que trato de decir es algo que ya dijo en alguna ocasión Reinaldo Arenas: la muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces talvez la muerte me abandone para siempre.

Lee toda la entrevista aquí.
En la foto: Juan Carlos Onetti, un cigarrillo y un libro, ¿para qué más?

2007/03/07

Invitación


Bizarro Ediciones se complace en inaugurar la colección de Narrativa de su sello editorial invitándolos a la presentación de URGENTE: Necesito un retazo de felicidad, primer libro de cuentos de Orlando Mazeyra Guillén. La presentación estará a cargo de los escritores Oswaldo Reynoso, Javier Arévalo y Max Palacios, editor de Bizarro Ediciones.
Fecha: Jueves 08 de marzo de 2007.
Hora: 7:00 P.M.
Lugar: JAZZ ZONE Av. La Paz 656 Pasaje El Suche MIRAFLORES (altura de la cuadra 4 de Alcanfores)
INGRESO LIBRE

2007/03/04

La felicidad está en algún lugar del mundo que se llama Micaela


Cogitar. La palabra la escuchaste por primera vez en alguna película española.

Cogitar: eso es lo único que sabes hacer (o que crees saber hacer, que en tu caso vendría a ser lo mismo): reflexionar mirando al viejo tren de Enafer estremecer esas líneas férreas que atraviesan toda la Villa Hermosa; meditar mientras, trepada en el techo, buscas el último avión que despega de la ciudad.

Desde que aprendiste a odiar a tu familia intentaste correr a través de la línea del tren, correr con todas tus fuerzas hasta quedarte sin piernas, correr hasta perderte en el horizonte… o despegar de cara al viento emulando a esas aeronaves que nunca pisaste… pero –lo juras– que pisarás porque "la felicidad está en algún lugar del mundo que se llama Micaela".

Ayer viste por nosecuantésima vez La flor de mi secreto. Chavela Vargas te volvió agarrar desprevenida. Repetiste esa escena como cinco veces. En el último trago vendría a ser algo así como tu melodía de cabecera: porque nada te han enseñado los años, y porque siempre caes en los mismos errores… ¿Qué te queda, Micaela? Otra vez brindar con extraños y llorar por los mismos dolores.

De todas las que conozco, tú eres la única mujer que se atreve a beber en la mesa más solitaria de ese bar atestado de machotes arrechos y gorilas malhablados. Y sé que cuando los más desagradables empiezan a acercarse a tu mesa, para meterte letra, muestras esa sonrisa hipócrita que ayuda a lidiar con las presencias poco gratas:
–No, gracias –con suma cortesía–. Estoy esperando a una amiga.
–¿A quién? ¿A quién? –con insistencia–. Si siempre paras sola, flaquita.
–A alguien que sabe que estoy aquí, pero que no quiere venir.
–No te quiero ofender, amiga, pero… –prepara las palabras con temor; el temor de la falsa afabilidad–. Acá, he apostado con mis patas que eres lesbi', ¿eres machona, no?
–¿Te parezco machona? –sin perder la compostura.
–En verdad, sí.
–Y si te dejo sentarte en mi mesa y tomo contigo un par de tragos, ¿dejaré de parecerte lesbiana?
–Habría que ver…
Te paras de la mesa y haces tronar los dedos:
–Jaime, tráete otro par de cervezas heladas.
El tipo se queda de pie, callado y vagamente indeciso.
–Siéntate pues, ¿o te gusta conversar de pie? –le dices señalando una silla–. Vamos a tomar un trago.
–Gracias, amiga.
–Me llamo Micaela y no soy lesbiana, pero cada vez que veo a hombres como tú desearía serlo. ¿Tú cómo te llamas?
–César.
Te cuenta que es camionero. Hace servicio interprovincial trasladando maquinaria pesada. Secundaria completa, una conviviente a la que no ve hace un par de meses y un vocabulario por demás precario.
–Me gusta este bar –te dice a manera de confesión–. Hay de todo: algunos con pinta de choros, universitarios relajados, alguna que otra mancha con alguna chica bonita… viejos borrachos hay todos los días… pero nunca he visto a nadie más raro que tú, amiga.
–Césitar, ya te dije que me llamo Micaela. Y no soy rara… ¿Para ti qué es ser raro?
–La gente que hace cosas raras, pues, la gente que toma sola, por ejemplo.
–Tú nunca has tomado solo.
–No. Se toma con los amigos, con los vecinos, o con la familia. Eso de tomar solito es de alcohólicos, de gente con problemas, y yo soy una persona sana. No tengo vicios ni excesos.
–Mira tu barriga, César –le dices señalando con desdén su vientre–. ¿Cómo puedes decirme que no tienes excesos?
–Los camioneros comemos mucho, más de la cuenta. Pero es que nuestro trabajo es de machos, agotador… Ya te quisiera ver a ti, amiga, manejando un día entero a través de la pampa… No sabes pues, el sol es insoportable, no conoces. ¿Alguna vez has viajado?
–No –respondes con un relente de vergüenza–. Nunca he salido de la ciudad.
–¿Ves? Ahí está tu problema. Tienes que viajar, sobre todo tú que tienes pinta de aventurera.
***
No fue en tren ni tampoco en avión. Por fin te fuiste de la ciudad trepada en el camión de César. Eres una mujer muy impulsiva, las cosas no las piensas dos veces. En tu mochila llevas dos jeans, un par de polos, zapatillas y una polera gris. Además hay unos cinco DVD's piratas: todas son películas de Almodóvar; y en tu radio portátil un disco compacto con lo mejor de Los Rodríguez.
–Apaga tu radio, César, ahora vas a escuchar algo realmente bueno.
El camionero te sonríe y apaga de buena gana la radio. Tú pones las melodías de Los Rodríguez y le explicas que el tipo que las canta se llama Andrés Calamaro:
–Es argentino –le dices buscando toda su atención–. Y ojo que a mí no me caen los argentinos porque son muy atorrantes, presuntuosos. Pero Andrés es distinto: no parece argentino. Una vez en la tina de mi casa me las corté –agregas mostrándole las palmas de tus manos, las cicatrices asustan a César–. Me intenté suicidar escuchando ésta: se llama Algún lugar encontraré.
–No lo vayas a tomar a mal, pero tú estás media loquita, ¿no, Micaela?
–Sí –con un leve suspiro–. Todos los hombres que me dejan dicen que soy una loca, una enferma. Siempre utilizan las mismas palabras… Todos me dejan, yo nunca pude darme el lujo de dejar a nadie, ¿tú sabes lo que es sentir eso? Pero ahora, y gracias a ti, yo dejo todo y a todos: algún lugar encontraré.
–Ah, ya las paro. Te quisiste suicidar por culpa de un hombre.
–No, César –corriges presurosa–. No fue por un hombre.
–¿Entonces? –te pregunta mientras empieza a morder una manzana.
–De hombre no tenía nada. Era un simple maricón… Uno de esos que te encuentras en cada esquina.
César se queda callado. Prefiere pensar en el sabor de la manzana que en lo que acaba de escuchar. Le resultas rara, estrafalaria, bastante alocada; pero hoy no viaja solo como de costumbre y eso lo hace disfrutar el viaje.
–César: mi vida es como una película de Almodóvar…
–¿De quién?
–No me digas que no sabes quién es Pedro Almodóvar porque me bajo de tu camión.
–Ja, ja, ja –sonríe nerviosamente y pisa el acelerador al final de la curva–. Yo nunca he ido al cine, amiga. Sufro de claustrosfobias, me dan miedo las salas cerradas y oscuras… claustrosfobias, pues.
–Claustrofobia, César. Se dice claustrofobia. Repite conmigo: claustrofobia.
–Claustrofobia. ¡Eso, eso! Pero he visto películas en mi casa, varias veces. Lo que pasa es que a mí me gusta el fútbol, soy hincha del Melgar, las películas me aburren igual que las telenovelas.
–Bueno, César, te voy avisando que el cine español es lo mejor que le ha podido pasar a mi vida: Buñuel, Berlanga, Amenábar, pero sobre todo Almodóvar, porque nadie debe morir sin haber visto alguna película de Almodóvar. Eso es un pecado, un delito.
–¡Qué exagerada, amiga, te pasas! Si el tal Almodóvar te escuchara, fácil te regala un camión como el mío. Te apuesto que apenas lleguemos a Lima lo vas ir a buscar.
–No, mi amigo, ¿acaso no escuchas lo que te digo? Almodóvar es español. Y hasta España, por lo menos ahora, no llego…
–Mira al fondo, ¡mira al fondo, Micaela! –le dice señalando con una mano–. Es el mar, ya estamos llegando a Camaná.
Un estático todo azulino que se confunde con el horizonte. Están llegando a La Punta, Camaná, y, por primera vez, Micaela contempla asombrada el mar:
–No se mueve, está muerto, ¿en dónde están las olas?
–No pues, lo que ves desde acá es mar adentro, cuando pasemos por La Punta vas a ver las playas, las olas y la arena. Espera unos diez minutos y lo verás.
–¡Mar adentro! –suspiras emocionada y, con la complicidad de tu memoria, logras ver a Javier Bardem interpretando a Ramón Sampedro–: Su mirada y mi mirada, como un eco repitiendo, sin palabras: más adentro, más adentro, hasta el más allá del todo, por la sangre y por los huesos. Pero me despierto siempre y siempre quiero estar muerto, para seguir con mi boca enredada en sus cabellos .
–¡Qué bonito! ¿De dónde sacaste eso?
–Del mar, César, del mar…
***
Paran en un restaurante que hay al lado de un grifo. Piden dos platos del menú del día: tallarín verde con pollo, una cerveza negra y una Inca Kola helada de un litro.
–Almodóvar dice que todas las mujeres somos gilipollas –le dices apurando un vaso de gaseosa.
César come muy deprisa, casi se atora. Se limpia la boca con una servilleta grasienta:
–¿Gilipollas?
–Cojudas pues, las mujeres somos muy cojudas, yo puedo dar fe de ello. Por eso sufrimos: nos desvelamos por querer comprender a los hombres y no nos damos cuenta de que cualquier intento siempre será vano, ridículo. Si quieres comprender a un hombre vas a terminar cortándote las venas… o escapando de la ciudad como yo.
–A mí me pareces una chica buena, agradable. Contigo no me aburro en el viaje. Eres entretenida, siempre tienes algo que decir… pero tienes un problema…
–¿Cuál?
–Has visto muchas películas. Deja de ver tantas películas y haz tu vida. Yo sé que soy medio ignorante y con las justas he aprendido a manejar camiones, pero me doy cuenta, Micaela. Me doy cuenta de que el problema es que tú huyes de ti misma. Huyes pues, te confundes, no te hallas… muchas películas pues…
Lo miras admirada. Cogitas. Ahora no tienes a la mano los rieles del tren ni los aviones que se pierden en la inmensidad del cielo. Estás en la pampa terminando un plato de tallarines. Cogitas: ¿Tan determinantes habían sido las películas en tu vida? ¿No había algo de enfermizo en el hecho de ver una y otra vez la misma película para encontrarte en ella? ¿Qué habías ganado volviendo con obstinación a esas películas que, descarnadamente, te mostraban ecos edulcorados de tu experiencia vital?
–Nada –piensas en voz alta y la carretera te parece una película que nunca termina.
–¿Nada qué? –te pregunta César enjugándose la frente con la misma servilleta con la que se había limpiado la boca.
–El cine es una pérdida de tiempo.
–Sí –asiente con complacencia–. No sirve.
–Y los hombres tampoco…
–Vamos, Micaela, ya es hora de volver a la ruta.
***
"Ya estamos llegando a Lima, Micaela", te despierta el camionero. Son casi las siete de la mañana. "Yo me voy para La Victoria, no sé en dónde quieres que te deje ". Te desperezas y tratas de acomodar tus cabellos. Piensas rápido. Estás con cien soles en los bolsillos y no tienes familiares en la gran ciudad. Estás sola, no tienes nada ni a nadie.
–¿Quieres que te lleve a mi casa mientras encuentras algún lugar en donde quedarte?
–No, César. No quiero abusar de tu generosidad. Me has traído hasta Lima y no me has cobrado nada. Te lo agradezco.
–¿Qué piensas hacer entonces?
–No lo sé, pero no voy a volver, te lo juro, amigo: ¡No voy a volver!
–Bueno, entonces me avisas cuando te quieras bajar.
–Ya –y cierto rubor, que no puedes reprimir, se apodera de ti antes de proseguir–, pero trata de pasar por algún cine.
–¿Un cine?
–Sí, por favor –asientes resoluta, sintiendo un ligero estremecimiento que se apodera de tus ovarios; y pensando que Lima, ese monstruo descomunal que empezabas a descubrir, de pronto se convertía en Micaela: una promesa latente–. César, déjame cerca de un cine, ¿puedes?
Arequipa, Verano del 2007


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Este relato apareció inicialmente en Luz de Limbo, bitácora de Víctor Coral.
Foto: una de las obras maestras del cineasta manchego: Todo sobre mi madre.