2005/12/23

Navidá: una nueva fiesta, una nueva oportunidad

24 de diciembre de 2005 (en el living) 7:00 P.M.
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¿Regalos? ¿Esta navidad? No. Mis esperanzas al respecto eran –si no inexistentes– casi nulas. Sabía que descubrir un par de tarjetas pasadas por debajo de la puerta principal era pedir demasiado. Y, como estaba prácticamente convencido de que nadie me regalaría nada, decidí invertir toda la mañana del 24 en la búsqueda de un regalo. ¿Para quién? Para mí mismo. Sí, lo sé, es un tanto ridículo (pero tengo el consuelo de que nadie tiene por qué enterarse de mis autocomplacencias navideñas).

Después de gastar suela en dos centros comerciales y en una tienda de antigüedades, decidí visitar la librería del gordo Marcos (me atrajo el enorme árbol que anticipaba el surtido bloque de Novedades Editoriales).
Y así, husmeando un anaquel olvidado en una esquina de la librería, encontré este Diario Personal que ahora empiezo a garabatear. Y me salió relativamente barato: Veinte Nuevos Soles.
Nunca tuve un Diario (en realidad, siempre me pareció una cosa de mujeres. Creía que llenar hojas en blanco contándose a uno mismo las experiencias acumuladas durante el día era una actividad casada con las faldas y los corpiños).
No hay panetón (lo detesto), pero acabo de preparar una taza de chocolate. La noche del 24 recién se insinúa. Pienso escribir acerca de mis navidades; recordar, llenar al menos un par de hojas de este Diario. Al filo de la medianoche llamaré a Andrea, dejaré un mensaje en el contestador automático y esperaré a que me responda (no lo hará, pero el amperaje de mi soledad exige ilusiones, por eso esperaré... esperaré hasta el día de su cumpleaños para dejar un nuevo mensaje y seguiré esperando).
Bueno, mientras trato de sacarme a Andrea de la cabeza, podría decir que ya tengo muchas navidades en mi hoja de (mala) vida. Es más: creo, en términos generales, que ya son suficientes (sinceramente con 35 Nochebuenas basta y sobra).
De las diez primeras tengo un recuerdo medianamente borroso. El paso del tiempo desvanece (o altera) sin compasión el manojo de imágenes que todavía guardo de mis navidades infantiles. Sólo podría decir con certeza que lo más importante eran los bienqueridos regalos y ese ritual nocturno impregnado de fósforos marca INTI y los cientos de cohetecillos que alternaban entre los colores rojo y verde.
Lo importante lo aprendí rápido: sin un buen regalo debajo del pequeño árbol artificial, la navidad carecía de significado (o, digo mejor, de valor, para darle deliberadamente un tono monetario). Porque nunca como en Navidad vales lo que consumes.
Talvez yo tengo la culpa. Me adecué sin resistencia a la normativas de un mundo que se construye (y a la vez se destruye) en base a un consumismo inatajable, desaforado. Me volví tempranamente un adepto a esa cultura que sólo busca contar con un abanico de tarjetas de crédito que sean capaces de ocultar (o, en el peor de los casos, maquillar) pobrezas de corte espiritual... porque ser pobre de espíritu sólo se perdona cuando tienes una coraza monetaria lo suficientemente resistente como para fabricar, con utensilios desechables, una felicidad tan artificial como ese arbolito de mi infancia que ya no existe, pues se esfumó junto con mi espíritu navideño.
Una cancioncita algo rimbombante dice que no es lo mismo ser que estar. Es cierto. ¿Cuál es la verdad de la milanesa? PARA SER HAY QUE ESTAR (A LA MODA); y si de modas se trata, se me antoja sentenciar que LA NAVIDAD YA PASÓ DE MODA. Es más: la odio con esa intensidad con que se odia lo que alguna vez se quiso sin medida.
Talvez odio la navidad desde que dejé de ser niño, o quizá desde que mis lecturas izquierdosas me mancillaron el alma anunciándome lo que yo no quería saber: que yo era un burgués de alto vuelo que formaba parte de la comparsa capitalista que oprime a las dos ‘zas’ (naturaleza, raza)...
Recién voy un tres hojitas y ya no sé qué escribir, talvez me amparo en un menosprecio al sistema imperante para olvidarme de lo que en realidad me agobia: estoy más solo que un hongo.
Y es fácil decir que la navidad es una mierda para ocultar algo que me importa más que la justicia social o la ecología: Andrea me dejó por ser algo menos que un pobre diablo, por no estar a la altura de las circunstancias.
Siento bullicio afuera. Siento el timbre de mi vecino. Parece que hay Cena Navideña. Hablando de timbres, hoy sonó el timbre durante toda la tarde. Niños, niños y más niños. Todos pedían “alguna cosita por navidad”. Sólo me animé a entregarle un suéter viejo a una mocosa desdentada que alcanzó a decirme:
–Feliz navidá, caballero.
–Feliz navidá –le respondí y cerré la puerta ilusionado: talvez la navidá era una nueva fiesta, una nueva oportunidad... talvez yo sí estaba invitado... sería genial que Andrea también...

2005/12/14

URGENTE: Busco un retazo de felicidad (*)


Después del almuerzo siempre hace lo mismo: prepara, a fuego lento, una infusión de anís con ramitas de apio en un viejo jarro de porcelana; mientras espera que enfríe “su mate digestivo” (así lo llama en las esporádicas tertulias familiares), se calza morosamente las abrigadoras pantuflas de lana que se compró en Juliaca durante las vacaciones del invierno pasado; y, conteniendo un ligero bostezo, se envuelve en una gruesa bata azulina que, tibia, siempre lo espera oreando en el cordel que atraviesa el jardín contiguo a su recámara; luego vierte la infusión en una rústica taza de arcilla que lleva su nombre con letras de imprenta: RAÚL RAMÍREZ; limpia sus gafas con un borde de la manga izquierda de su misma bata, se hunde en su sofá de descanso vespertino, y gasta al menos dos horas leyendo un par de periódicos (uno ‘serio’ que llega desde la capital, otro ‘informal’ que es del ámbito local).
(*) Fragmento de mi cuento inédito (155 palabras de 1139).

2005/12/09

ELLA SE SABE GORDA

Ella se sabe gorda. Quiere a toda costa estilizar su fofa figura. No cree en pastillas milagrosas ni tampoco en dietas asesinas. Entiende que si alguien quiere adelgazar debe, diariamente, terminar jadeando en un gimnasio.
Siempre que el almanaque se deja alcanzar por el mes postrimero, se inscribe en el concurrido gimnasio que queda a un par de cuadras de su casa.
Todos los años. Todo diciembre. Todas las mañanas. La ración oscila entre una hora y una hora y media. Primero aeróbicos, luego máquinas y más máquinas. A veces se exige demasiado: eso es peligroso, ella es consciente de eso... pero, cuando descubre que casi siempre ella resulta siendo la más gorda de la extensa sala, se arma de fuerzas, recuerda el aterrador guarismo que le muestra la temida balanza todos los días, y así renueva su ímpetu y persiste en su vano intento de alcanzar un físico de bandera... Cuando empieza a sentir que algo le oprime el pecho, para. Inhala y exhala. "No te rindas, cojuda", se llena de coraje mientras contempla angustiada a las chicas de envidiables figuras. El cuerpo de Francesca —su vecina— es despampanante. Todos los machos del gimnasio la miran: unos lo hacen disimuladamente, pero otros lo hacen sin el menor reparo. Siente envidia, ella daría la vida por tener un cuerpo así. Por eso se esfuerza, por eso empapa su buzo, por eso exige a su corazón hasta el límite. Pero algo que proviene de su interior le dice que nunca podrá alcanzar esa meta.
"Es tu contextura, hija ", le dice su madre. " Todos los hombres babean por Francesca, babean por su cuerpo ", alega ella.
—¿Y eso qué importa? —la cuestiona su madre.
—Me importa, mamá. Me importa mucho. Yo quisiera que ellos también me miren. No pido que me miren todos, siquiera uno. Con uno me conformo.
—Estás mal, hija.
—Sí, claro que estoy mal. Estoy muy gorda... A este paso me voy a quedar soltera... soltera y amargada como la tía Sonia.
—No hables adefesios. Tu tía Sonia no es ninguna amargada.
—Claro que lo es, mamá. Todas las solteras lo son, y a mí ya se me está yendo el tren.
Su madre sonríe. La acaricia. La besa en la mejilla y mientras la consuela con argumentos simples, siente una ligera conmiseración. Quisiera poder ayudarla, pero ya no sabe cómo: dietas babélicas, nutricionistas, fajas, cremas reductoras, etcétera. Muchos intentos, todos fallidos. Muchas lágrimas, muchas decepciones. Muchos veranos con su hija encerrada en casa.
—Así no voy a poder ir ni siquiera un día a la playa —afirma antes de dibujar un puchero—. Estoy hecha una vaca. ¡Mi cuerpo es un asco!
—Siempre es lo mismo. Hija, tienes que tener personalidad.
—¿Personalidad? Ya me tienes harta con esa palabra, mamá.
—Mejor no discutamos. Ya te dije que siempre es lo mismo. Corre a descansar. Mañana tienes que ir temprano al gimnasio.
—¿Para qué? ¿Para qué voy?
—La respuesta la tienes tú, hija. Corre descansa.
Sube a su cuarto. Se mira en el espejo de su tocador. Se asquea de su cuerpo. Corre al baño. Mira la taza. Se le acelera el ritmo cardiaco. Junta su dedo índice con su dedo medio. Los introduce con violencia en su boca. Llega a rozar su campanilla. Le viene una arcada, y otra y otra. Está a punto de vomitar pero se contiene. "No, no, no", se repite en silencio. Unas cuantas lágrimas se pierden en el fondo de la taza. Se persigna y se limpia las lágrimas con un trozo de papel higiénico.
Un nuevo día de diciembre.
Ella se sabe gorda. Quiere a toda costa estilizar su fofa figura. No cree en pastillas milagrosas ni tampoco en dietas asesinas. Entiende que si alguien quiere adelgazar debe, diariamente, terminar jadeando en un gimnasio... El verano la espera, el verano le tiende una extensa alfombra que se llama carretera, pero ella —que se sabe gorda— se encerrará en su cuarto y esperará a otro diciembre, a un nuevo diciembre que se burle de su figura (y de sus batallas perdidas).

2005/12/01

Condón: preservativo. Funda fina y elástica para...

Condón: preservativo. Funda fina y elástica para cubrir el pene durante el coito, a fin de evitar la fecundación o el posible contagio de enfermedades.

SEXO, IGLESIA Y CONCIENCIA

El hecho de que la Iglesia, ciega y necia, siga prohibiendo el uso del condón me resulta de una necedad -¿estolidez?- tan grande como la de aquéllos que se entregan a los seductores placeres de la carne sin tener una pizca de respeto por su cuerpo... y mucho menos por el de su(s) pareja(s) de turno.
Cada vez que el Vaticano se niega a dar el visto bueno para que su -cada vez más delgada- hilera de seguidores utilice el preservativo me imagino a Jesucristo, tan sorprendido como desfalleciente, reeditando aquel ancestral ruego: “Padre, ¡perdónalos porque no saben lo que hacen!”; y cada vez que una pareja –sea ésta hetero u homosexual– decide conjuntar sus cuerpos sin ningún tipo de protección (ni conciencia de lo que van a llevar a cabo), también me imagino al diablo (“el maldito cachudo”, como diría el Padre García de La Casa Verde) refocilante de alegría.

Se trata de SEXO. Se trata de CONCIENCIA. De tener un conocimiento claro de lo que es bueno y de lo que es malo cuando algo tan importante como el sexo está involucrado. Pero, para adquirir ese conocimiento reflexivo de las cosas que envuelven el mundo de lo sexual, la INFORMACIÓN es lo primordial. Pues no se trata de informar sino de INFORMAR BIEN. La calidad de la información es sumamente vital (recuerdo ahora, para dar más señas, que en no sé qué rincón del planeta algún malnacido o alguna secta había difundido el descabellado mito de que todo aquel macho que lograra desflorar a una mujer resultaba vacunado contra el temido virus del SIDA... Se dice -¿hasta dónde llega la ficción y hasta dónde la realidad? ¿en qué momento se entrecruzan y confunden?- que la información corrió como reguero de pólvora y las violaciones se incrementaron geométricamente... y toda aquella adolescente virgen corría muchos peligros... ¿Madres necesitadas que ofrecían el himen de sus hijas al mejor postor? Seguramente...).

Resulta increíble –aún para un tercermundista– que gente pueda creer en ese tipo de disparates. Porque ya no se trata de incautos que son desinformados por sujetos abyectos, sino que se trata de congéneres, de masas de seres humanos, con un nulo conocimiento de cosas elementales (cosas que marcan la diferencia entre la salud y un virus que asegura el arribo de la muerte).
Es fácil notar esa brecha que separa a unos de otros. Si pensamos en el mundo, el dedo señala al continente africano (y Africa ruge cada segundo... ruge de dolor pero nuestra indiferencia es tan grande como el océano que los separa del Primer Mundo... ese océano que atenúa los rugidos y los hace imperceptibles). Y si pensamos en el Perú los ojos se ponen en Ande peruano y en nuestra selva amazónica.

DERECHO A ELEGIR

En el mundo hay mucha gente que no tiene otra salida: no saben qué es un blog, ignoran qué es internet, no tienen ni la más remota idea de lo que es el SIDA. Ellos no pueden escoger, ellos son los escogidos. Los escogidos de la pobreza, el atraso y el olvido. No son libres, su derecho para elegir está sepultado debajo de esos cerros de cadáveres que deja esta pandemia mortal que crece afiebradamente.

Hay otros que sí pueden elegir: saben qué es el SIDA, tienen pleno conocimiento de su origen, de sus modos de transmisión, de sus mortales consecuencias... pero prefieren burlarse de él, prefieren jugar a la ruleta rusa en la cama. Ésos sí son unos pobres diablos.

EL CONDÓN
El condón o preservativo es una funda fina y elástica que sirve para cubrirnos de muchas cosas: un hijo no esperado, una enfermedad de transmisión sexual o un virus –al menos hasta ahora- invencible como lo es el SIDA. El condón es una funda que nos separa de aquello que no deseamos, es una funda que está al servicio del hombre. Todos los que tenemos la suerte de saber qué es un condón y para qué sirve, somos privilegiados... Ojalá algún día éste (como tantos otros) deje de ser un privilegio de sólo un sector de seres humanos. Y para lograr eso no tenemos que luchar contra el sida, debemos, primero, antes erradicar la desinformación y, después, crear CONCIENCIA (conciencia sexual, si se quiere)... No se trata de paraísos, tampoco de utopías... es algo posible: un mundo donde la SALUD sea patrimonio de todos.

2005/11/26

EL LIBRO: motor del progreso universal

Justamente ahora que arranca la décimo novena versión de la Feria Internacional de Libro de Guadalajara (del 26 de noviembre al 4 de diciembre). La página mexicana de Literatura Independiente Blogueratura ha publicado mi artículo referente al Libro.
En dicho artículo hablo de la relevancia del libro (en especial de las ficciones), y, en más de una oportunidad, cito a Mario Vargas Llosa, quien encabeza la nutrida delegación peruana que asistirá a dicho evento en el que a nuestro país le ha tocado ser Invitado de Honor.
Hoy, en el diario El País de Madrid, aparece una interesante entrevista al autor de La tía Julia y el escribidor, en donde habla del buen momento por el que pasa la literatura peruana: “está en muy buen momento, y eso se pone en evidencia en España: Alonso Cueto acaba de ganar el Premio Anagrama de novela, Jaime Bayly ha quedado finalista del Premio Planeta, el más voceado de nuestra lengua... Y autores como Santiago Roncagliolo o Jorge Eduardo Benavides publican aquí con éxito sus libros... Además, recientemente, un escritor de otra generación, de prestigio muy asentado, Alfredo Bryce, ha presentado aquí sus memorias... Es un indicio bastante claro de que, sin jactancias nacionales, la cultura literaria peruana -y la cultura en general- está en muy buen momento. Lo comprobarán los mexicanos.”
Cuando el entrevistador le pregunta qué es lo que le ha dado el Perú, nuestro primer novelista lanza una contundente terna de adjetivos: “Un material problemático, turbulento y terrible. Y una cierta manera de ejercitar el español. Ésa sigue siendo mi manera de escribir el español, la que me viene del Perú”.
Para leer el artículo sobre EL LIBRO ("El motor del progreso universal"):

http://www.cervantesvirtual.com/escaparate/mazeyra.jsp


2005/10/17

Misa Dominical

Manongo llega a la iglesia de San Felipe, ahí va la familia Anderson, antes de que se le pase la misa de una. Es un domingo de verano y ríe. A su lado se ríe un personaje que no tendría por qué andar con Manongo. La gente mira, la gente observa. Ahí van los padres de Manongo, sus hermanas, cada familia tiene su banca, su zona. Su tío John se había burlado una vez, se burlaba de todo el muy bromista de su tío John... El amor ha muerto... Tío John había dicho, y al padre de Manongo nada le había gustado la broma: “En San Felipe sucede exacto que en la Virgen del Pilar: todo San Isidro, cada familia en su banquita y por orden, no por fervor, no por devoción: el primer contribuyente del país en primera fila, el segundo en segunda, y mírenlo al amarrete de Ramiro Rincón: escondido casi en la última fila de gente decente, ya casi entre los pobres, habráse visto coñetería igual a la de ese hombre, hasta en la iglesia...”
Todo el mundo está en su lugar para la misa. Todos menos Manongo Sterne y Adán Quispe. Se han quedado parados al fondo, delante de la pequeña pila bautismal. Empieza la misa y empieza a hablar Adán Quispe: ¿Ves a ese cura de mierda, ese alemán de mierda, Manongo? Pues todos son iguales. Santos varones para el público y peores que Hitler en el convento... Baja la voz, Adán... Curas de mierda, yo sé lo que te digo, Manongo, ¿quién lo va a saber mejor que yo? Me trataron como a un indio de mierda, yo años estudiando y aguantándoles todo, yo sirviendo desayunos, limpiando claustros y altares y, con las justas, si un blanquiñoso faltaba alguna mañana, me dejaban ayudar la misa, me dejaban vestirme de acólito, y el tiempo pasaba y yo cada día más beato, más estudioso, yo quería llegar a ser alguien, Manongo, quería ser como ellos, ¿por qué, no?, ¿qué tienen ellos que yo no tenga? Y les pregunté, por fin un día, ¿cuándo me ordeno?, ¿cuándo me dejan ser hermano y después sacerdote? ¡Qué tales curas de mierda más hipócritas! ¡Vaya buenas mierdas! Nunca nunca nunca nunca en la vida, Manongo, un cholo de mierda como yo no puede ser cura en San Isidro ni en esta congregación. Baja la voz, Adán, nos están mirando... ¡Qué diablos importa, Manongo! Déjalos que nos miren esos conchesumadres... Además, a mí no se atreven a tocarme estos curas porque les saco la mierda... Mejor estoy en mi corralón, Manongo... Claro, hasta que a mi familia la larguen a patadas, porque van a construir otra casa como la tuya... Dios no existe, Manogo... Ningún lugar mejor que una iglesia para descubrir que Dios no existe... Y si existe, espero encontrármelo cara a cara dentro de unos añitos en Estados Unidos... Ya oirán hablar de Adán Quispe Dios y estos curas de mierda. Y San Isidro y el Perú entero... Tú también, Manongo, pero tú eres mi amigo, que alguien venga a decirte rosquete y le saco la mierda, Manongo, cómo no estaba contigo ese día en el cine Metro, le saco la mierda al subtenientito ese, por cobarde, por dárselas de machito contigo, abusivo conchesumadre..., ah, si me dijeras quiénes fueron los que te pegaron en el colegio, uno por uno y a los tres juntos les saco la chochoca, ¿cómo?, ¿qué dices?, nunca se te entiende nada, Manongo, ¿que uno era pelirrojo y pecoso como la bailarina que murió en una película, Manongo? En el corralón en que vivo hay una cholita que está como Dios manda, Manongo, eso es lo único que tienes que hacer, tirártela una noche y dejarte de la cojudez esa de que el amor ha muerto pelirrojo... El único que ha muerto aquí es Dios, que además nunca existió, Manongo... Vamos, larguémonos de aquí, invítame una cerveza helada, yo te la pago otro día, amigo...

Alfredo Bryce Echenique, NO ME ESPEREN EN ABRIL

2005/10/01

Todo comenzó en la universidad: la 'historia secreta' de mi primera ficción

Todo comenzó en la Universidad
Orlando Mazeyra Guillén
Editorial LIBROS EN RED: Buenos Aires, 2005.
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“Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía ‘era verdad’. Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el blanco.”
Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras.
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El título de mi primer relato indica certeramente que “Todo comenzó en la Universidad...”, pero, en realidad, todo comenzó en mi habitación.
Ya lo tenía muy claro. Sabía que quería contar una historia que girara en torno a un tema que siempre me ha asediado: el racismo; esto me iba a dar pie para, de paso, intentar abordar –someramente, si se quiere– discriminaciones de otras índoles.
Durante mis primeras tentativas ficcionales (quiero decir, cuando empecé a fantasear), se presentó ante mí un, hasta ese momento, inalterable recuerdo de la primaria. Para ser más exactos, se dibujó en mi mente la figura de mi tutor del cuarto grado de primaria. Era un hombre menudo de inconfundibles rasgos andinos, y, acerca de él, algunos de mis condiscípulos, hacían comentarios tan furtivos como racistas: “Es un cholazo”. “Es un queso”. “Se parece a esos cargadores de La Parada... sí, esos que mascan coca todo el día”...




2005/09/15

Recordar es volver a sufrir: Rumbo a un nuevo fracaso llamado "Sudáfrica 2010"

LA HORA DE LOS CULPABLES
Esto data del amargo setiembre del año 2001, cuando nos despedimos de Japón-Korea 2002... Luego vino el borrón y cuenta nueva y, exactamente cuatro años después (setiembre 2005), otra vez repetimos el plato: chau mundial, para variar...
Dicen que recordar es volver a vivir; para el peruano recordar es volver a sufrir (y sufrir doblemente al corroborar, con horror, que nunca aprendemos de los errores... y esto, lamentablemente, abarca todos los ámbitos).
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Setiembre del 2001
Es la hora de los culpables, es la hora de empezar otro “proceso” (como tantas veces). Otra vez nos mataron la ilusión, el Chino Recoba fue nuestro verdugo, como lo fue el Matador Salas hace cuatro años (1997).
¿Y dónde están los culpables? Que levanten la mano y saquen pecho no sólo Delfino y compañía, sino también esa prensa limeña centralista que apoyó y defendió la decisión de jugar otra vez en Lima pisoteando a la provincia (esa provincia que también tiene derecho a ver a su selección), y renunciando estúpidamente a la ventaja innegable que constituye jugar en la altura.
Sí, señores; Ecuador es la más clara muestra, los norteños con un equipo ordinario se hicieron fuertes de locales, su gran aliado fue la altura quiteña que le permitió hacer del estadio Atahualpa su fortín donde sólo claudicó ante la albiceleste argentina (un equipo de otro lote). En cambio acá elegimos nuevamente a “Lima la horrible”, esa capital que ya está cansada de presenciar eliminaciones: desde hace dos décadas que nos arrastramos en la eliminatoria (perdimos cinco de ocho partidos de local).
Digan presente, esos que decían que los arequipeños son regionalistas y que no iban a apoyar a la selección. Qué ridículo, pues todo el Perú, a través de la pantalla chica, ha visto a una afición capitalina que llena el estadio pero cuando ve a su equipo en desventaja se ahoga en su propio silencio. ¿O no recuerdan el anterior Perú-Uruguay en el ’97 cuando terminó el primer tiempo 0-1 con gol de Recoba? El estadio fue un silencio sepulcral hasta que el “Chorri” hizo magia, allí recién despertaron, pero el hincha debe ser incondicional, debe alentar los noventa minutos, debe dejar los pulmones en la cancha.
Que digan presente también esos seudo-periodistas que hablaban de que Perú debe respetar su “identidad” y su “estilo de juego”, ¿Pero de qué identidad hablamos, del toque de balón improductivo, del fútbol sin arcos que practicamos? La prensa nos mete en la cabeza eso no sólo al hincha sino también al jugador una idea equivocada del fútbol.
Dicen por allí que el argentino sale a la cancha seguro de que va a ganar, en cambio el peruano no sabe si ganará pero de lo que sí está seguro es que va a “tocar bonito”.
Hoy por hoy se comenta que “para que el país cambie sólo falta que cambiemos nosotros”, entonces cambiemos porque ese fútbol añejo del taquito de Cueto y de la guachita de Uribe es un fútbol de otros tiempos (ahora no sirve); en el setenta nos resultó porque el fútbol era así, ahora, en cambio, es más físico (biotipo), más estratégico. Antes se jugaba caminando y con arqueros fofos, por eso el mismo Rivaldo afirmó que si él hubiera jugado en el Brasil del '70 se hubiera “paseado” en la cancha, y no le falta razón porque esos jugadores eran lentos, y no es un dislate decir que en estos tiempos el físico les daría apenas para jugar un cuarto de hora y nada más .
Todos nos conocen de memoria: los paises vecinos dicen que el peruano toca bien la pelota y nada más. Nuestros rivales vienen y nos regalan la pelota, nosotros tocamos pero ellos hacen los goles, y con los goles se gana el partido. Cuando entendamos que con goles iremos alguna vez al mundial, recién cambiaremos... y como decía el Mago Markarián que “el hecho de tener la pelota no significa manejar el partido”; recordemos que los guaraníes nos regalaron la pelota en Asunción y con ella nos metieron una canasta de goles (5 goles en Asunción). La realidad es dura, busquemos una nueva identidad, un nuevo derrotero futbolístico, porque nuestra percepción del fútbol está fuera del contexto.
Lo bueno de tocar fondo es que ya no se puede caer más, empecemos a escalar poco a poco, firme pero buscando otra ruta, miremos el río de la Plata, quizás por allí encontramos una nueva escuela, porque la actual ya colapsó hace rato.
Finalmente, si decimos que la selección es el equipo de todos, ojalá le demos una buena lectura a este fracaso y pensemos que si Ecuador lo hizo con la altura porqué nosotros no.
Opciones: Arequipa, Cuzco, Huancayo, Cerro de Pasco. Es momento de aprovechar nuestra geografía y es hora de demostrar que verdaderamente es el equipo de todos.
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PD: ¿Queremos más de lo mismo para la próxima eliminatoria? Primer paso: volvamos a ser locales en LIMA, lo demás viene por default.

2005/08/10

Más de lo mismo: peruanos versus peruanos.

El por demás dilatado debate -¿literario?- entre ‘andinos’ y ‘costeños’ se ha convertido en un adefesio que, para pesar de propios y ajenos, no tiene pies ni cabeza.
¿Dónde quedaron las ideas atendibles y los argumentos sólidos? ¿Nos permiten acaso, tanto los unos como los otros, el siquiera intentar asimilar y valorar las dos o más -que de hecho hay más- opiniones en conflicto? No, de ninguna manera: la lucidez, el decoro y el más elemental sentido común han sido, en la mayoría de los casos, canjeados por una ramplonería y un despropósito dignos de la peor sentina.
¿Tendremos que agachar la cabeza y, con vergüenza ajena, seguir resignándonos a que por culpa de taxonomías, tan anticuadas como arbitrarias, se recurra al golpe bajo o a la gastada invectiva que sólo buscan hundir al que se considera ‘adversario’? Por favor, dejemos de lado los sofismas y abramos los ojos a una literatura sin etiquetas, donde la saludable coexistencia impere, y donde todos seamos realmente peruanos; es decir, en donde todos estemos dispuestos a enriquecer lo que ya somos (andinos, costeños, etcétera) con lo que no somos (andinos, costeños, etcétera).
Estoy convencido de que la protección, el enriquecimiento, la difusión (y la exaltación, si se me permite) de la literatura ‘rural’ o ‘andina’ no debe pasar, en ningún caso ni bajo ninguna circunstancia, por la animadversión contra la literatura ‘urbana’ o ‘costeña’.
¿Se me podrá acusar de paladín de los ‘costeños’ por afirmar que mis particulares y genuinas preferencias de lector me indican que Vargas Llosa está muy por encima del gran Arguedas? En todo caso, ¿cuál de las dos trincheras debe arropar a Vargas Llosa sabiendo que, siendo serrano de nacimiento, ha elucubrado historias que se desarrollan en costa, sierra y selva? Menudo problema para aquéllos que quieren partir al país en dos.
A mí, como lector, sólo me queda agregar una sola cosa: cuando uno se somete a la lectura de una ficción no le interesa -no debiera interesarle- si el autor de la misma es costeño o serrano (mucho menos si es fascista, nazi, neoliberal o marxista). Lo realmente importante es que, con su talento para contar historias, el autor persuada, atrape al lector, y lo haga de tal manera que el libro no se le caiga de las manos. Lo demás está de más. Como también están de más esos atroces mecanismos de satanización que utilizan algunos para reducir, y a veces censurar abiertamente, al que consideran rival; porque señalar que fulano es marxista para ningunearlo es tan hilarante como sentenciar que la últimas obras de mengano no sirven porque ahora es neoliberal. Ahora, sólo falta que en el colmo del delirio algún despistado me acuse de “marxista rabioso” por afirmar que leo y releo, con indecible fruición, toda la obra de Oswaldo Reynoso. Pero, mejor me anticipo y lo cito textualmente: “no me jodan, ¡carajo! ”.

2005/07/23

DESCUBRIENDO LA SECUNDARIA



“...la belleza es la inocencia;
la inocencia es la ignorancia...”
John Maxwell Coetzee, INFANCIA

1

Sí, ya han pasado casi diez años, pero todavía lo recuerdo con inusitada claridad: cuando el profesor Torres me mandó abruptamente a la Dirección ––con un rugido que entumeció todo su pequeño y amarillo rostro––, me invadieron unas vehementes ganas de llorar; pero, ¡no!, no lo hice: agaché mi cabeza con lentitud, apreté los dientes con fuerza, y me aguanté. (Y siempre que me daban ganas de llorar, no sé cómo hacía pero como sea me aguantaba. Porque mi padre decía que «los Duarte nunca lloran»; aunque eso no era tan cierto porque el año anterior a ese suceso escolar, durante el memorable entierro del abuelo Bonifacio, todos los Duarte, ¡incluso papá!, lloramos en coro… Pero papá acostumbraba tener bien guardado bajo la manga un arsenal de oportunas justificaciones para todas las cosas en las que, muy a menudo, se contradecía: él afirmaba, con insuperable convicción, que había «circunstancias excepcionales de la vida en las que llorar está permitido», y que yo recién comprendería todos esos entreveros cuando me «haga hombre».)

––¡Señor Duarte! ¿Acaso usted no ha oído lo que le acabo de ordenar? ––me increpó el profesor Torres, al verme quieto como una estatua y con la mirada clavada sobre la nívea hoja de mi examen de Literatura––. ¡Le he dicho que vaya a la Dirección! Así que póngase de pie inmediatamente, entrégueme su prueba, coja sus cosas y retírese del aula si no quiere que tome otras medidas más drásticas.
––Pero... profesor ¿yo qué he hecho? ––exclamé, sin mirarlo a los ojos. Y es que no me atrevía a mirarlo: ¡me ardía la cara de vergüenza! Sentía un abultado nudo en la garganta y… ansiaba, como sea, desaparecer del aula.
––Este muchacho que ustedes ven no tiene sangre en la cara ––Vociferó, con una mezcla de sorpresa y repugnancia––. Díganme, señores alumnos, ¿no les parece una total desvergüenza que, acá, su deshonesto compañerito no tenga ningún empacho en preguntarme «qué es lo que ha hecho», cuando todos sabemos que ha estado copiando de su libro de Literatura todas las respuestas del examen?
––¡No! ––repuse agobiado––. Profesor: le juro por lo que más quiera que no he alcanzado a copiar ni una sola coma.

Hizo una mueca desaprobatoria con su cabeza y se aproximó a mi asiento con un andar trepidante que terminó de alterar todos mis nervios. Metió su mano en el cajón de mi carpeta y sacó violentamente mi libro de Literatura (que lucía abierto de par en par). Luego, se dirigió al medio de la raída pizarra acrílica, alzando el libro por todo lo alto (y mostrándoselo a todo el salón como si se tratara de un insigne trofeo de guerra).
Me sentí infinitamente humillado: al ver al profesor Torres zangoloteando mi libro con una de sus toscas y huesudas manos, quería, como por arte de magia, volver el tiempo hacia atrás y dejar el maldito mamotreto dentro de mi mochila… dejarlo allí y no sacarlo nunca… Porque entregar el examen en blanco era mil veces mejor que someterme a ese oprobio público que me hacía atajar incesantemente las lágrimas que mis ojos querían arrojar. ¿No se trataba, tal vez, de una de esas «circunstancias excepcionales» de las que hablaba papá, en las que bañarse en lágrimas estaba totalmente permitido?
––¡Miren, miren todos! ––repetía y repetía, exaltado––. Y está justamente abierto en la página noventa y siete… Y, por supuesto, si somos un poquito curiosos podemos preguntarnos qué hay en esta página… ¡Ajá! Escuchen todos lo que les voy a leer: «José María Arguedas, nació en Andahuaylas en 1911 y estudió letras en la Universidad de San Marcos…» Y aquí, ¡aquí está!, lo que su compañero seguramente estaba buscando: «sus novelas más importantes son: Los ríos profundos, Todas la sangres, El Zorro de…» etcétera, etcétera, y etcétera ––cerró el libro e intempestivamente lo arrojó encima de su reluciente escritorio de color caoba. Señaló a mi compañero de al lado y le indicó––: Señor Cuadros, por favor, lea en voz alta la primera pregunta del examen.

Mi compañero Lucio Cuadros se puso de pie, me miró de soslayo ––mostrando una perpleja conmiseración–– y, casi de inmediato, acató la orden del profesor:
––La pregunta uno dice: «Escriba tres obras del escritor peruano José María Arguedas».
––Gracias, señor Cuadros ––le dijo a mi compañero y me escrutó por unos instantes antes de proseguir––: Señor Duarte, ¿tiene usted algo que decir a su favor?

Yo trataba de encontrar una excusa mientras él se acomodaba con las yemas de sus dedos su profusa y encanecida cabellera. Pero no hablé. Permanecí en un riguroso mutismo, y él, meneando la cabeza, acotó:
––Bueno, creo que ya todo está dicho, señor Duarte. Así que vaya usted donde el Director y comuníquele, detalle a detalle, la grave falta en la que ha incurrido para que él tome las medidas pertinentes ––luego echó una mirada panorámica a todo el salón y dictaminó––: ¡La pregunta número uno queda anulada!

De inmediato, un creciente y enardecido bullicio invadió el aula, el ambiente hervía en pifias subrepticias y en comentarios algo destemplados contra el profesor. «¡Oiga, no es justo!», se escuchó una anónima y encolerizada voz que provenía de las últimas carpetas.
––¡Silencio todo mundo! ––exclamó, encolerizado, el profesor Torres––. Tengo que anular esa pregunta porque me he visto en la imperiosa necesidad de leer las respuestas en voz alta para poner en evidencia a su compañero. Échenle la culpa a él. No quiero ningún comentario más al respecto, y al primero que hable le quito la prueba y sanseacabó.

Mientras yo, apesadumbrado, salía del aula, una pléyade de miradas severas me fulminaron: sentía que cada uno de mis cincuenta compañeros me maldecía en silencio. Cuando estaba a punto de terminar el tránsito por mi columna ––que era la tercera de las siete que había en el aula–– sentí un fuerte puntapié que estremeció mi pantorrilla izquierda. Al voltear, palidecí al reconocer al autor de la agresión: sí, era el Cuervo Zegarra ––el compañero más ladino y temido del aula––; él me susurró: «Esto no se queda así, Duarte de mierda, en el recreo vamos a arreglar cuentas.»
Salí del aula y, luego de echar un hondo respiro, sentí que el calvario recién comenzaba… Sin duda, lo peor recién estaba por venir…

2

No sabía qué diablos hacer. Mientras sentía un ligero temblor ––que se paseaba, de arriba hacia abajo, por toda mi espina dorsal––, me percaté de que no poseía el suficiente aplomo como para bajar las gradas y llegar al temido primer piso, donde quedaba la Dirección que regentaba el Hermano Enrique. (Mi aula estaba ubicada en el tercer y último piso del colegio. Por la izquierda colindaba con la vistosa Capilla y por la derecha con la vasta y oscura Sala de Proyecciones.)

En un estado de suma tensión, y casi sin querer, empecé a dibujar en mi mente lo primero que divisaría al llegar al primer piso: ese pequeño letrero de letras doradas que rezaba «DIRECCIÓN DEL PLANTEL», y debajo de éste aparecerían esos enormes ventanales rectangulares que acariciaban a las plomizas persianas que habían dentro de esa espaciosa habitación (en la que yo había estado en una única y remota oportunidad: hace más de seis años, cuando vine, acompañado de mis padres, a solicitar una vacante para ingresar al colegio… Por esos días yo frisaba los seis años y el Hermano Director tenía el rostro mejor conservado).

Estaba frito: cuando me tomé del pasamanos que acordonaba todas las gradas que me separaban del primer piso, sentí el temor más envolvente de toda la mañana. No podía ir a la Dirección y encarar al Oso ––así apodábamos al Hermano Director, porque tenía un aspecto muy similar al de esos plantígrados de pelaje largo: unos sobrios ojos pardos, la cabeza grande y las extremidades macizas––. ¿Qué le iba a decir? ¿Sabría, acaso, comprender que el tiempo no me había alcanzado para memorizar todos esos complicados nombres de los escritores que aparecían en las páginas de mi libro de Literatura? Además, pensaba yo para mis adentros, ¿qué importaba aprenderse nombres de escritores a los que yo nunca había leído (y tal vez nunca leería)? ¿Me entendería el Oso? ¡No!, no me comprendería. De eso estaba convencido. Su decisión sería terminante: ¡echarme del colegio!

De un momento a otro (y mientras continuaba cavilando, atribulado), sumergí mis manos en los bolsillos de mi pantalón, y con mi pesada mochila a cuestas empecé a descender las gradas (y, mientras lo hacía, contaba cada paso que daba): uno, dos, tres, cuatro, cinco… Cuando iba a pisar la sexta grada me detuvo una frenética conmoción: al sentir el rumor de las canciones que provenían de la capilla, pensé por un instante que no sería una mala idea el dirigirme a la capilla para encomendarme al Santo Fundador.

Cuando llegué a la puerta de la capilla, exploré a tientas el interior de la misma: allí estaban los chibolos de cuarto de primaria, que se preparaban para su Primera Comunión, entonando, al compás de la ronca y desafinada voz del simpático Hermano Gabriel, una de esas canciones que yo me sabía al derecho y al revés:

Jesús: te seguiré, donde me lleves iré.
Muéstrame ese lugar donde vives,
Quiero quedarme contigo allí...

Ingresé de puntillas y me senté en la última banca. Me arrodillé, me persigné y recé con suprema devoción tres Padrenuestros e igual cantidad de Avemarías... Quise seguir orando pero mis rodillas empezaron a pasarme la factura de esa incómoda postura y opté por sentarme. Mientras me frotaba las rodillas (y me sacudía las partículas de polvo que se habían impregnado en mi pantalón), escuchaba cómo el Hermano Gabriel preparaba a los futuros receptores del Cuerpo de Cristo:
––Muchachos ––les decía a todos ellos, señalando la parte central de la capilla con su temblorosa mano, que delataba un pronunciado parkinson––. Allí, donde ustedes ven esa lucecita titilante, allí mismo se guardan las hostias. A eso se le llama Sagrario porque contiene el Cuerpo de Cristo Sacramentado.

Miré el Sagrario, junté las palmas de mis manos en posición vertical y me sumí en un desesperado ruego: «San Juan Bautista De La Salle: te pido que intercedas por mí. Te prometo que no volveré a copiar… Tú sabes que yo no soy una mala persona… Desde hoy voy a estudiar con mayor ahínco; voy a estudiar duro y parejo. ¡Por favor!, que el Oso no me expulse del colegio».

El Hermano Gabriel me miró de reojo antes de apagar los dos enormes cirios que ardían en los extremos delanteros de la fastuosa mesa eucarística. Se acercó al micrófono (dando unos pasos cansinos y acompasados) y terminó la actividad religiosa:
––Pónganse de pie ––les dijo, y todos se pararon en simultáneo, como si fueran un enjambre de autómatas––. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
––¡Amén! ––respondieron todos al unísono luego de persignarse. Yo me auné un poco tarde… pero respondí al fin y al cabo.
––¡San Juan Bautista De La Salle!
––¡Rogad por nosotros! ––respondí con ellos.
––¡Viva Jesús en nuestros corazones! ––dijo, y apagó el micrófono.
––¡Por siempre! ––esta vez respondí con muchos bríos y sentí mis ánimos totalmente renovados.

Los muchachos parecían unos angelitos: salían en orden de la capilla, sin pronunciar una sola palabra. Al verlos así: circunspectos, ordenados e ilusionados con la llegada del día de su Primera Comunión, quise volver otra vez a la Primaria. Deseé con todas mis fuerzas retornar a esa etapa extinta de mi vida… Yo empecé a descubrir que estar en primero de secundaria era un menudo problema: los profesores eran más recios, serios y odiosamente intolerantes. Te trataban de señor y no te perdonaban una… te hablaban de la pubertad y de que la infancia se había ido para siempre… te dibujaban un panorama distinto: un panorama que no me gustaba para nada. Yo, a mis doce años, sabía que yo no era ningún señor; es más: todavía me sentía un niño (y, por sobre todas las cosas, no quería dejar de serlo, ¿para qué?).

Me puse de pie, me persigné tres veces y cuando salía de la capilla sentí que el Hermano Gabriel me llamó: «Duarte ––me dijo, y sentí una inefable alegría al saber que para él todavía yo no era un señor––. ¿Qué haces aquí? Deberías estar en clases».
––La verdad, Hermano… es que he cometido una falta grave y creo que el Hermano Director me va a expulsar…
––¿Qué cosa has hecho? ––me preguntó, farfullando.
––Hermano… de verdad… yo no lo quise hacer pero…
––¿Y qué es lo que has hecho, pues?
––Traté de copiar las respuestas del examen de Literatura y el profesor Torres me ha anulado la prueba y me ha mandado a la Dirección.
––¡Ay, hijo, pero qué ha pasado contigo!
––Pero, Hermano, ha sido la primera vez que he intentado copiar.
––Eso dicen todos ––me dijo, desconfiado, y frunció el entrecejo––. Vaya inmediatamente a confesarse con el padre Joaquín, que todavía sigue en el confesionario. ¡Apúrate! Y asume las consecuencias de tus actos.

Consultó las agujas de su reloj plateado y salió de la capilla. Yo miré el confesionario y, desde mi posición, apenas se lograba divisar el rosáceo y cuarteado rostro del padre Joaquín. Y recordé que la última vez que me había confesado con él, me había hecho rezar como cuarenta Padrenuestros y cincuenta Avemarías… y sólo porque había faltado a la misa dominical por jugar fútbol con mis compinches del barrio… Seguramente que por esta falta me iba a endosar una penitencia de una magnitud superlativa.
Decidí, sin meditarlo mucho, no confesarme; y, presuroso, salí de la capilla mascullando mis últimas plegarias (las cuales, sin duda, no eran más que torpes manotazos de ahogado).

3

Todo parecía comenzar de nuevo. Yo seguía en el tercer piso, a sólo un par de metros de mi aula, sin saber qué derrotero tomar… sin la suficiente lucidez como para salir de ese maquiavélico laberinto en el que me encontraba fatalmente atrapado desde hacía mucho rato.
––¡Oiga, señor Duarte! ––Di un brinco al sentir la voz del profesor Torres, que había salido del aula, y, en consecuencia, se había percatado de que yo no había acatado su orden––. ¿Qué hace usted allí?
––Estoy buscando al Director ––le mentí sin vacilar y sintiendo intensas crepitaciones en todo mi cuerpo––. Me dijeron que estaba en la capilla, pero… no está.
––Vaya de nuevo a la Dirección ––me dijo, impertérrito, con un tono gravoso––. Y espérelo allí hasta que llegue. ¿Me ha entendido?
––Sí, profesor.
––Entonces, ¡vaya vaya!, que no quiero verlo deambulando por acá.
Bajé, a trancas y barrancas, las gradas que me conducían al segundo nivel del colegio. Allí, frené en seco. Dudé nuevamente, pero toda esa eterna indecisión se vio aplastada por un vozarrón que ascendía por las gradas del primer piso:
––¿De qué año es usted? ––me preguntó el director con su atemorizante aspecto de oso añoso––. ¿Qué hace correteando por las gradas? Parece una guagua de guardería.
––Soy de primero de secundaria, Hermano.
––¿Sección?
––Es de la sección A, Hermano ––apareció intempestivamente el profesor Torres. El examen de Literatura había finalizado y él estaba descendiendo al segundo piso: ¡me habían acorralado! ¡Ya no tenía escapatoria! Era como si ambos se hubiesen puesto anticipadamente de acuerdo para aprisionarme en medio de las gradas. Todo estaba consumado… y ya ni llorar valdría la pena.
––Déjeme explicarle, Hermano Enrique ––le dijo el profesor Torres, sujetándome del hombro––. Este alumno ha cometido una falta de altísima gravedad; motivo por el cual yo lo mandé hace bastante rato a su oficina. Pero parece que no ha querido obedecer. Lo cual, a mi parecer, constituye una doble falta.
––Está bien, profesor Torres ––dijo el Oso, adoptando un tono conciliador––. Ahora mismo yo tomaré cartas en el asunto.
––Entonces, si me disculpa, Hermano, pues dentro de un rato tengo que tomar la evaluación bimestral a la sección B.
––Siga nomás, profesor Torres.

El profesor Torres se retiró apresurado y yo me sentía asfixiado por la opresora mirada del Oso. Sólo esperaba que me lo diga: «¡Estás expulsado!». Sabía que era cuestión de algunos minutos.
––¿Su apellido? ––me preguntó, auscultándome con exageración.
––Duarte.
––Dígame, señor Duarte, ¿cuál es esa grave falta que usted ha cometido?
––Hermano Enrique… yo…yo… ––un grotesco tartamudeo anunciaba que yo estaba emboscado por mis ingobernables temores––. Lo que pasa es que yo…
––Déjese de tonteras y dígame de una vez qué ha pasado.
En ese preciso instante, el campanero hizo retumbar la vetusta campana de bronce que anunciaba el inicio del primer recreo de la secundaria: las gradas se vieron invadidas por incontables cuadrillas de alumnos que salían de todos los salones del tercer y del segundo piso.
El Oso me miró ofuscado y me ordenó con firmeza:
––Apenas se termine este relajo me busca en la Dirección, ¿entendido?
––Sí ––asentí. Y bajé las gradas sintiendo coletazos de ansiedad. Al llegar al primer piso comprendí que estos veinte minutos de recreo sólo iban a servir para algo supremamente pernicioso: alargar mi agonía.

4

––Oye, Duarte, ¿que pasó en la Dirección? ––me preguntó mi compañero Lucio Cuadros.
––Todavía nada ––le dije un tanto aturrullado––, pero ya pasará: después del recreo tengo que hablar con el Oso.
––Oye, todos los de la clase te quieren sonar ––me advirtió y, antes de proseguir, sondeó mi reacción––. El Cuervo Zegarra les ha dicho a varios que te va a cuadrar… dice que por tu culpa va a desaprobar el examen… ¿Qué piensas hacer?
––Nada ––le dije muy suelto de huesos y fingiendo que lo que él me contaba no me interesaba en lo más mínimo––. Ya no me importa nada. Tal vez éste sea el último día que paso en el cole… Y ya no me importa nada.
––¿Ya no te importa nada? ––me interrogó presuroso.
––No. Porque me he dado cuenta de que no estoy listo para la Secundaria… ¿Acaso no recuerdas que en la primaria todo era más simple?
––No sé de qué me hablas, Duarte.
––¡Te hablo de la vida! ––exclamé––. Ya no somos niños. Todos quieren que ya seamos hombres y eso a mí eso me da mucho miedo.
––¡Calla, calla! ––me dijo mostrando mucha contrariedad en su rostro––. Mejor vamos a jugar fútbol, ¿sale?
––Sale ––Y, trepando por las graderías, fuimos corriendo a la cancha de fútbol.

5
Nadie quería pasarme el balón. Todos estaban molestos conmigo. (Y, a esta altura de mi vida, ni siquiera la adultez me ha permitido comprender el por qué Lucio Cuadros fue el único que no se comportó como todos ellos. ¿Será, quizás, porque al leer en voz alta la primera pregunta del examen, él se había percatado de todo el sufrimiento que yo padecí en esos instantes? Nunca lo sabré: Lucio murió hace un par de años en Santa Cruz, y con él se llevó para siempre la respuesta a mi insignificante pregunta.)
Justamente Lucio Cuadros tenía el balón en sus pies; había driblado a dos compañeros y estaba aproximándose al arco, cuando se la pedí:
––¡Cuadros, estoy solo! Pásamela toda.
Pisó el balón, me miró y me hizo un pase con notable precisión: la bajé con el pecho, me perfilé, y, cuando me alistaba a patear el balón, sentí un manotazo en la espalda. Volteé y el Cuervo Zegarra me asestó un furibundo puñetazo en la boca del estómago.
Doblé el espinazo retorciéndome de dolor. Me froté el vientre y sentí que me faltaba el aire. Me acuclillé y empecé a respirar hondo hasta reponerme.
––¡Párate, zonzonazo! ––me dijo el Cuervo Zegarra––. Porque te tengo que dar diez puñetes más y un par de patadas también para que se te quite todo lo cojudo ––y me miró como midiendo el efecto de sus palabras.
––¿Qué te pasa, Cuervo? ––exclamé, poniéndome de pie.
––Oye, huevón ––me dijo, mirándome con desdén––: a mí solo mis amigos me pueden decir Cuervo y tú no eres mi amigo... Tú no eres más que un pobre imbécil que no sabe hacer las cosas bien.
––¿Y tú sí?
––¡Claro, pues! Yo me copié la primera pregunta: puse todas las obras de Arguedas. Pero tú me fregaste. ¿Para qué te pones a copiar si no sabes hacerlo? Eso es cosa de hombres, carajo.
––Yo también soy hombre ––repuse de inmediato.
––Pues no lo pareces... A ver, pues, si eres tan hombrecito méteme un puñetazo.
––A mí no me gusta agredir a mis compañeros ––le dije asustado––. Ya no me molestes, por favor: ¡Me van a expulsar!
––¿Te van a expulsar?
––Sí, el Oso me va a echar del colegio.
––¡Bien merecido lo tienes! ––me dijo, sonriendo––. Me has dado una buena noticia: te van a expulsar... Bueno, por ese gusto ya no te voy a pegar. Ojalá que tu viejo te raje por huevón.
6

Cuando sentí las tres campanadas que le ponían fin al recreo, corrí hacia la Dirección dispuesto a encarar al Director. Pero, cuando llegué, encontré la puerta cerrada. Indagué por la Secretaría y me dijeron de manera cortante que era improbable que el Director me atendiera pues nadie sabía dónde se encontraba. «Vuelve mañana temprano ––me dijo uno de los porteros––. Hoy no lo vas a encontrar.»

Me retiré a mi aula y permanecí el resto del día en un pronunciado estado de sopor.

Cuando arribé a mi casa y contemplé a mis papás tomando una frugal sopa con pequeños fideos blanquecinos, y comentando sobre lo caro que les estaba saliendo el pagarme la mensualidad del colegio, encontré un motivo más para no contarles el incidente que tuve durante el examen de Literatura. Almorcé apresurado, sin intercambiar palabra con ellos y me encerré en mi habitación.
Durante toda la noche tuve muchas pesadillas. En todas ellas se confundían los rostros del profesor Torres, el Oso, el Cuervo Zegarra (y papá y mamá, por supuesto).
7

El día amaneció envuelto en una densa niebla que me echó el ánimo por los suelos: «Es un mal presagio ––pensé, mientras esperaba a mi movilidad escolar, en una de las esquinas de mi vecindario––. Hoy es el día de mi expulsión».

En el microbús que nos llevaba al colegio todos hablaban sin parar: comentaban sobre las figuritas que les faltaban para completar sus álbumes, los trabajos y tareas que había que presentar y otras cosas que a mí me parecían insoportablemente ridículas al lado del enorme problema en el que yo estaba sumido desde el día anterior.

Al llegar al estacionamiento del colegio esperé a que todos bajasen. Recordé una vieja frase del abuelo Bonifacio: «¡A lo hecho, pecho! », y me bajé del autobús tratando de aparentar seguridad.

Todo en el colegio había adquirido un clima fúnebre: rostros absortos, miradas huidizas, comentarios entrecortados. Habían izado la bandera del colegio pero sólo hasta la mitad del asta. ¿Por qué sólo hasta la mitad? Entré apurado a mi salón y divisé a Lucio Cuadros. De inmediato, le pregunté: «Oye, Cuadros ¿qué ha pasado?»
––Parece que hoy no va a haber clases, Duarte ––Sus ojos rezumaban confusión––. Dicen que ha pasado algo malo.
––Pero ¿qué cosa? ––le dije y sentí que alguien me zarandeaba del hombro: era el Cuervo Zegarra.

«Me va a volver a pegar», pensé y me puse a la defensiva mostrándole mis puños cerrados. Pero lo que el Cuervo quería era darme una noticia:
––Oye, Duarte, tienes mucha suerte: ¡te has salvado, lecherazo! ¡Ya no te van a expulsar, qué suertudo eres!
––¿Qué cosa dices?
––El Oso se ha muerto, ayer le ha dado un infarto ––me espetó esa trágica noticia sin que le temblara el pulso y luego levantó la voz para que todo el salón lo oyera––: ¡Oigan todos, hoy no hay clases! ¡El Oso se murió!

Unos cuantos se alegraron, otros ––la abrumadora mayoría–– se quedaron en silencio. Yo no sabía qué actitud adoptar. Pero recordé que el Cuervo Zegarra era un tipo impredecible y tal vez se estaba burlando de mí. «¡No seas mentiroso, Cuervo! ––le dije y lo sacudí con mis brazos––. ¡El Oso no está muerto!»

En esos momentos, entró el profesor Torres al aula. Tenía el rostro compungido. Se puso en medio de la pizarra y habló: «Señores, tengo que darles una mala noticia: ayer el Hermano Enrique ha fallecido de un infarto. Salgan a formar al patio. Las clases se han suspendido y vamos a celebrar la misa de cuerpo presente».
Yo miré fijamente al profesor, pero él no me devolvió la mirada. No sabía si alegrarme o llorar. No sabía qué diablos hacer... Y... lloré aferrado a mi carpeta y ante la atónita mirada de mis condiscípulos; lloré como nunca antes lo había hecho porque estaba convencido de que ésa era una de esas circunstancias excepcionales de las que tanto hablaba papá.

Ese insípido día, con mis ojos anegados en lágrimas, descubrí ––o, al menos, creí descubrir–– la Secundaria en toda su dimensión, y me juré que nunca, ¡nunca jamás!, volvería a copiar durante los exámenes… Juramento inútil, como tantos otros que rondan mi enrevesado historial.

Lima, 31 de mayo de 2004.



© Orlando Mazeyra Guillén, 2005

2005/06/02

Musa de alquiler


eres musa de alquiler
Y yo
carroña viviente.

eres voluptuosidad por doquier
Y yo
mamarracho caliente...

Cabalgándote,
acaricié el parnaso;
Evocándote,
agoté el cañazo...
Olvidándote
garabateé un poema;
sepultándote,
me encontré con tu anatema...

2005/03/22

Dos Consejos de Augusto Monterroso

Cuando tengas algo que decir, dilo;
cuando no, también.
Escribe siempre.
*
Cree en ti, pero no tanto;
duda de ti, pero no tanto.
Cuando sientas duda, cree;
cuando creas, duda.

2005/03/14

DESIDIA COLECTIVA: AREQUIPA SIN FERIA LIBRESCA

La pregunta se instala en el papel sin hacer el menor asomo de esfuerzo: ¿cómo queremos que el arequipeño de a pie acceda a la cultura si nadie, absolutamente nadie, se anima a poner en marcha actividades y/o eventos que le permitan a aquél empaparse de ésta?

Cabe recordar, ahora, que nuestro consabido regionalismo nos hace creer, con argumentos enclenques y fácilmente pulverizables, que Arequipa compite, palmo a palmo, con Lima; y que, en consecuencia –y sin dar margen a duda alguna–, nuestra nívea ciudad es, por mérito propio, la segunda en el agreste escalafón nacional.
Pero, apelando a una elemental sinceridad, hay que señalar que la verdad, monda y lironda, es otra. Nadie puede poner en tela de juicio la prosapia de este “baluarte de la libertad”, ubérrima cuna de intelectuales que han descollado en distintas ramas y ciencias: Mario Vargas Llosa, coloso de la literatura hispanoamericana; Hernando de Soto, lúcido e inapreciable economista; Honorio Delgado Espinosa, quien, en vida, supo amalgamar vastos sus conocimientos de medicina, sicología y filosofía, para gestar una copiosa obra que no pierde vigencia...

Hoy por hoy, sin embargo, la diligente –¿inmarcesible?– fábrica intelectual parece haberse apagado (o, cuando menos, averiado): los intelectuales y pensadores ya no germinan desde hace varias décadas. ¿Los culpables? ¿Las autoridades? Claro, las autoridades que siempre le dan la espalda a la cultura. Pero, si somos honestos con nosotros mismos, podremos apreciar que esta desidia es colectiva; es decir, que todos somos copartícipes de esta negligencia que atenta contra el saludable crecimiento cultural de nuestra ciudad.
En Arequipa, vivimos de los íconos que nos legó un pasado generoso: miramos atrás pero no hacia delante, vivimos de espaldas a la acuciante realidad. Ese nefasto anquilosamiento se hace patente cuando comparamos a nuestra ciudad con otras que, desde hace rato, nos están sacando varios cuerpos de ventaja.
Lima, por ejemplo, tiene, entre otras (medianas y menores) tres grandes ferias anuales del Libro: la Feria del Libro “José Carlos Mariátegui” (que en el 2004 tuvo su primera versión), la Feria Internacional del Libro de Lima (que, en julio pasado, completó su IX edición) y la Feria del Libro “Ricardo Palma” (que, contra todo pronóstico, ya cumplió un cuarto de siglo el año pasado).
Tal vez alguien dirá que Lima está por encima del resto y sentenciará que todo tiene que ver con el centralismo... Y seguro no se equivoca. Pero, entonces, si nos comparamos con resto del país, deberíamos estar en primera fila. No, pues, no es así: estamos, para pesar nuestro, bastante rezagados.
Chiclayo, la Capital de la Amistad, ya estrenó, durante el mes de octubre del 2004, su primera Feria Nacional del Libro; y Trujillo (que para muchos es la segunda ciudad del país) durante la última quincena del mes de enero llevó a cabo su Segunda Feria del Libro que, para más señas, tuvo invitados de talla internacional: la colombiana Laura Restrepo (que con su última novela, “Delirio” ganó la penúltima versión del Premio Alfaguara de Novela) y el poeta chileno Gonzalo Rojas (que el año 2003 fue condecorado con el Premio Cervantes).

Arequipa, en cambio, bien gracias. Sin ninguna feria libresca a la vista, el Misti mira en silencio como otros rincones de la patria promueven la lectura, mientras, acá, rezagados, seguimos creyendo que, a pesar de darle tozudamente la espalda a la cultura, por siempre tendremos “juventudes que renueven laureles de ayer”.
Ojalá, pues, abramos los ojos y emulemos la plausible iniciativa de las ciudades norteñas; porque, si hablamos claro y poniendo los puntos sobre las íes, tenemos que decir que es una vergüenza que la cuna de nuestro intelectual más reputado y laureado no tenga una feria libresca.



El 2005, ha sido declarado el Año del libro en Barcelona, el lema lo dice todo: "Más libros, más libres".

2005/01/10

VERANO SIN PLAYA NO ES VERANO

Verano sin playa no es verano, ¿alguien se animaría a dudarlo? Ahora que releía a Reynoso me dieron ganas de estar en Camaná, Mollendo, Mejía...
______
“Llega a la Plaza San Martín. El sol opaco y terrible cae sobre los jardines. Obreros, vagos, soldados y marineros duermen en el pasto: sueño sudoroso, biológico, pesado.
Cómo quisiera estar en la playa: arena; gilas en ropa de baño; carpas de colores, como circos; espuma, música, olor a mariscos; ojos sedientos de mi cuerpo delgado, elástico y pálido colorado. ¿Y si la plaza San Martín se transformara en playa...?"
Oswaldo Reynoso, LOS INOCENTES

2005/01/06

LA TENTACIÓN DE LO IMPOSIBLE

EL DILEMA

¿Sublevarse o no sublevarse? He ahí el dilema. En Política para Amador leí que la política no es más que el conjunto de las razones para obedecer y las razones para sublevarse... Por eso vuelvo a la pregunta con la que empecé: ¿Obedecer o sublevarse?
LA TENTACIÓN DE LO IMPOSIBLE

Estoy empezando a leer el último ensayo de Vargas Llosa, y, en el epígrafe inicial de dicho libro, encontré una cita del libro que Lamartine dedica a la novela Los Miserables de Víctor Hugo; y lo traigo a colación porque me parece genial para recitárselo a Antauro Humala Tasso: "La más homicida y la más terrible de las pasiones que se puede infundir a las masas, es la pasión de lo imposible."