2016/05/26

Oswaldo Reynoso (1931-2016): la eternidad del escarabajo - HOMENAJE

Hoy, jueves 26 de mayo, a las siete de la noche, le rendiremos un homenaje a Oswaldo Reynoso (1931-2016), uno de los más grandes narradores peruanos.
Participan: Ruhuan Huarca, Carlos Bellatín, Javier Rivera, Hélard Fuentes y Orlando Mazeyra.
Están todos invitados. Ingreso libre.


¿TÚ NO ERES EL DE EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS?


–¿No le teme a la muerte? –le pregunté a Oswaldo Reynoso la primera vez que lo entrevisté, hace doce años, en su casa de Jesús María.
–No pienso en la muerte –me respondió con un tono terminante mientras llenaba nuestras copas con pisco–. No tengo tiempo para pensar en la muerte: estoy muy ocupado en vivir como para pensar en la muerte.
Él siempre celebraba la vida. Por eso su gran amigo Eleodoro Vargas Vicuña, antes de morir, le dijo:
–Gracias, compadre, por haberme enseñado a reír de la muerte.
Luego de esa entrevista nos haríamos amigos para siempre. Cada vez que estaba de paso por Lima caía a su casa para almorzar y leer los borradores de sus libros. La conversación de sobremesa giraba entorno a su eterna búsqueda de la belleza, de la imagen, de la prosa poética. “No soy un escritor”, corregía a menudo: “soy un creador”.
La última vez que lo vi compartí una mesa con él en el Hay Festival que se organizó en Arequipa a finales del año pasado. Antes de su retorno a Lima, fuimos con Jaime Cabrera, Carlos Bellatín y un periodista de Lee por Gusto en búsqueda de la casa de su infancia en el tradicional barrio de San Lázaro. La pesquisa, aunque infructuosa, tuvo un final emotivo. Una anciana –antigua vecina– lo reconoció:
–¿Tú no eres el de En octubre no hay milagros?
Oswaldo asintió.
–Ay, acá eres tan mentado.

Y se confundieron en un abrazo que trajo consigo muchos recuerdos. Antes había estado en Arequipa participando de un congreso sobre la obra cervantina en donde dijo algo en lo que todos estamos de acuerdo: el mejor homenaje que se le puede hacer a la memoria de un escritor es leer su obra.
Por eso comparto con todos sus lectores un fragmento de Arequipa lámpara incandescente. El título del libro de alguna manera se lo sugerí y él me lo agradeció dedicándome la obra (en realidad nos la dedicó a Ruhuan, a Jessica y, por último, a mí). Yo apenas quiero decirle una palabra: gracias.

EL POETA DEL TAMBOR
Por Oswaldo Reynoso
¿Y qué otros recuerdos le trae esta Plaza? Mira, ahí, en el techo de la casa que hace esquina entre el Portal de la Municipalidad y la calle La Merced, en junio de 1950, estuve combatiendo contra la dictadura de Odría. Lanzábamos bombas molotov a los soldados que avanzaban para tomar la Plaza. La oscuridad de esa noche se iluminó con una antorcha que corría por en medio de la calle dando alaridos. Era un joven aimara recluta de la guarnición de Puno. En casi todos mis libros doy cuenta de esa rebelión del pueblo arequipeño traicionado por las llamadas fuerzas vivas que tuvieron miedo a los estudiantes, profesores, obreros, artesanos y campesinos armados. Sergio me dice: Igual sucedió cuando las tropas chilenas sitiaron Arequipa. Ves, le dije, siempre las mismas mierdas. Cuando esté en Lima te enviaré un relato que hace tiempo escribí sobre lo que me sucedió en la Catedral. No te olvides de enviármelo. Sí. Pasando a otra cosa: ¿Recuerdas que después de una conferencia que di en la Universidad de San Agustín, en un bar de la calle Ugarte, me contaste que en la U hay un profesor de mi misma edad que habla muy mal de mi persona? Sí, dice que usted es un pervertido, un borracho que se arrastra por cantinas de mala muerte y que lo conoce desde la infancia. No, no me digas su nombre. Ya sé quién es. Quiso ser acuarelista y solo logró hacer borrones. Y pujo y pujo para escribir versos y relatos y solo le salió lo que sale de los pujos. Sucede que a comienzos de la década del setenta, a las nueve de la mañana, de un día del mes de mayo, me vio salir totalmente ebrio apoyado en un joven de una cantinita que quedaba por una de las calles que dan al Mercado de San Camilo. Te voy a contar esa historia, pero no en este bar. Llévame a un huarique con radiola y con la gente marginal que pulula por esas calles de hostales. En ese ambiente, mi recuerdo cobrará más vida. Se pagó la cuenta, dejamos el bar, tomamos un taxi y llegamos a una trasversal de San Juan de Dios, una de las zonas rojas que la ciudad tolera. Como había un atoro de vehículos, salimos del taxi y caminamos por entre un gentío multivario que iba y venía por las angostas aceras. Luego de hacer una inspección ocular de los bares, nos decidimos por el más sórdido. Prostitutas, homosexuales, jóvenes, adultos y ancianos, alrededor de mesas colmadas de botellas de cerveza, hablaban tranquilamente o discutían a grito calato. Al fondo, divisamos una mesa vacía. Ahí estaremos un poco alejados de la radiola que entre luces de colores lanzaba rugidos atropellados de yampenes y roseros. Lugar preciso para avivar mi memoria. Dos heladitas, pidió Sergio. Cuando estaba de profesor en La Cantuta, hace ya cuarenta años, mi madre falleció. En esos días, yo estaba atravesando una de las tantas depresiones que cada cierto tiempo se disparan accionadas por alguna desgracia familiar o personal. Después de muchos años, el psiquiatra Alarcón, padre del extraordinario narrador Daniel que radica en Estados Unidos, me dijo que eso se debía a mi propia naturaleza psicosomática. Entonces, recordé que en mi infancia había veces que me encerraba en mi habitación y lloraba y lloraba y ni los cariños y mimos de mi mamá y ni los regalos de mi papá podían aplacar mi tristeza al igual que el personaje que presenta Proust en el primer capítulo de En busca del tiempo perdido. Las crisis que tuve al dejar la adolescencia fueron tan graves e intensas que al borde del suicidio tuvieron que internarme en una clínica donde me aplicaron cuatro electroshock. Ya habrá otra oportunidad para contarte en detalle esa horrorosa experiencia. Como tenía miedo de volver a una clínica, decidí viajar a Santiago de Chile por tierra. Pedí licencia y un préstamo a La Cantuta. Reuní a mis amigos jóvenes del barrio de Santa Cruz en el bar casi clandestino del Manco Ortega para despedirme. Ya en la madrugada, Manuel Morales me dijo: Yo te acompaño. Mando a la mierda mi trabajo y nos vamos. ¿Y cómo conoció al Poeta del Tambor?, me preguntó Sergio. Es una historia larga, que si te la cuento va a durar más de una docena de chelas hasta la madrugada. No importa, me dijo Sergio. Y se pidieron dos más. El barullo del bar cada vez se elevaba más y más como el retumbar de las olas de Mollendo. Sí, siempre el mar en mi recuerdo. Y la soledad en medio de la multitud en la urbe. Nunca en el desierto. Sergio, perdóname que me haya salido del tema. No importa, profe. Yo permanecía de lunes a viernes en La Cantuta. Vivía en la casa que me habían asignado en el campus universitario. Sábado y domingo los pasaba en Lima en compañía de mi mamá, mi hermana María y mi cuñado Arturo en nuestra casa ubicada en Toribio Pacheco, en Santa Cruz de Miraflores. A mi madre la habían operado a raíz de un infarto. Un sábado, al llegar a la casa, mi hermana me informó que un grupo de palomillas habían tomado por asalto la calle para jugar fútbol y el alboroto que armaban agredía el reposo que mi madre necesitaba para su total recuperación. A media tarde, cuando llegaron, salí furioso y los enfrenté. Eran como diez jóvenes del barrio. Algunos solo llevaban pantalón de baño. No pude contener mi cólera y creo que empleé palabras muy duras y hasta groserías de alto voltaje hiriente para increparles su conducta. Detuvieron el juego y avanzaron desafiantes. Me rodearon y pensé que me iban a maltratar. De pronto, un joven, sin zapatos, con un polo sudado, despeinado y en tono atrevido me dijo casi en mi cara: Oswaldo, tú no tienes derecho para hablarnos de esa manera. ¿Por qué?, le pregunté en el colmo de mi indignación. Mirándome directo a los ojos, me contestó: Porque tú has escrito Los inocentes.
Estimado Sergio, disculpa que corte mi relato en este punto. Mi sobrina Rosita me llama por teléfono y me informa que la cita con el neurólogo es mañana. En otro envío de textos, te informo sobre mis problemas de salud. Pues bien, no supe qué contestarle a ese joven. Tu libro es de putamadre, me dijo. Entonces, le informé sobre el motivo de mi actitud. Oswaldo, por ahí has debido comenzar. Dirigiéndose a su collera, con tono de mando, ordenó: Vamos a joder a otra parte. Hay que cuidar a la mamá de Oswaldo. Con la pelota en sus manos, me dijo: Yo también soy poeta de la calle y de los huariques como tú. ¿Cuándo me enseñas tus poemas?, le pregunté. Esta noche en el bar de Honorato, pero con una condición. ¿Cuál? Si no te gustan, pongo dos cajas de chelas. ¿Y si me gustan? Te pones ocho. De acuerdo, le dije y con un apretón de manos sellamos el duelo poético. Los muchachos de su collera se fueron gritando: Esta noche chelas hasta morir.