2016/12/30

Jordan Martín Jáuregui Meza escribe sobre mis libros



No tengo una formación literaria muy rica, sino deficiente todavía, y en muchos sentidos me siento algo indigno de estar sentado con ustedes. Pero escribo, soluciono mis asuntos escribiendo. No creo que sea un talento, ni una virtud; es lo que haces cuando ya no queda más, el último escrito ingresado al juzgado, en un caso perdido. Se escribe por urgencia, como el único recurso que te queda frente a los problemas, escribes por defecto.
Nos conocemos hace casi 10 años, cuando salía del colegio. Me diste ese pequeño retazo de felicidad, cuando era un monstruo pajero y nada querible. Siento amor por ti. Creo que conozco la locura, pero hasta de eso tengo que dudar. Enfermos mentales, sí, pero incluso de ese adjetivo dudo. Ellos sólo tienen otra postura frente a esta realidad. Lo que sí conozco es una cosa, enorme y triste, que no te deja ser libre ―y tratas de entenderla, o domesticarla, con palabras; «pero hace falta más para comprender la muerte»[1]. Escribes, como yo (disculpa el atrevimiento) que jalé los exámenes de taquigrafía en la primaria; pero uno aprende cuando necesita hacerlo. Hay trabajos de mierda donde sólo quieres estar por tener una computadora a la mano, para seguir escribiendo, porque has empeñado la tuya para pagar tus vicios. Se cuelga, no guardaste lo que habías avanzado. El autoguardado no lo salva todo. Entonces es como si se cortara la luz en plena cirugía al corazón. La máquina vuelve a funcionar y tienes que ser cirujano mental-emocional para reconstruir aquello que habías estado curando en la pantalla. Llevas la vida de Kafka, pero no tienes su talento, como decía un profe. Igual, sigues en esa oficina. Eres un «bucle, un algoritmo vergonzante»[2]. Estás programado para hacer todos los días la misma cosa. Eres el marginal, el excéntrico, el inútil de la familia. Escribir no es mi vocación, es mi defecto. No puedes evitarlo. El tiempo se te va de las manos con tantos trabajos «sensatos», el tiempo ―y las lágrimas― también. 
Me jode aceptarlo, y espero que lo tomes a bien: te veo como a mi hermano mayor, pero más defectuoso, porque escribes. Y disculpa que confunda la ficción con los hechos, pero, como en tus historias, mi flaca también fue una prostituta que se enamoró de mí, y me regaló un libro de Paulo Coelho que terminó por gustarme, aunque sea pecado decir algo así en este lugar. Narraba la relación entre un artista y una puta. Pero ella terminó enamorada de Henry Miller, y espero que nunca más vuelva a leer a ese señor.
Para mí todo comenzó en la universidad, con profesores que me hicieron más tolerante, donde conocí a Mariátegui y la marihuana. Me dijeron que allí no podían entrar los tombos. Sin embargo, siempre está la policía de la mente, que manda tus crímenes al olvido. Fumas o tomas, y ruegas, que si están muriendo neuronas, que sean las que te hacen mal. Chocas la camioneta de tu viejo, incluso queda volteada de cabeza en medio de la calle. Te salvan los air-bags. Llegan unos indios de mierda, con sus cámaras y micrófonos a hacerte preguntas cojudas; cuando sientes que estás vivo porque eres el hijo favorito de Dios. Te llega al pincho su micro, su filtro, su vida. Ya se olvidarán de ti. Sacrifícate en el papel para salvarnos de nuestras miserias. Saca al demonio de la oscuridad. No lo venceremos así, pero sabremos dónde atacarlo cuando regrese. Las verdades amargan, luego liberan, y al final desconciertan. Benditos sean tus despreciables personajes. A veces busco cualquier trabajo en el periódico, ni siquiera es la urgencia de dinero, sino para tener un horario, una responsabilidad, un compromiso que me aleje de la muerte: vendiendo chocolate caliente por la calle, o haciendo delivery para una pizzería. Cuánto quisiera encontrar ese aviso que diga URGENTE: Necesito un retazo de felicidad. Quien esté en condiciones de ayudarme, por favor llame. 
Una canción de Calamaro pregunta ¿Cuál es la verdadera libertad? Es eso que conoce el preso, o es una forma de practicar la verdad salvaje, de ponerse el único traje, porque no hay ninguna fiesta, o de organizar una protesta violenta contra la vida lenta. Espero no haber hecho mal a nadie, necesitaba ser libre. Puedo soportar el dolor, pero no el vacío; es algo que te arranca la carne de los huesos. Es lo que tienes afuera del teatro de la vida, sales y no sabes cómo volver. Si regresas sólo encuentras las cosas de las que escapaste, y querías olvidar, prefieres la nada. Te leen, y ellos hacen funcionar el circo sin ti. Sigues viviendo, construyendo nuevos escenarios, rodeando al viejo teatro abarrotado, o lejos de él, donde ya nadie pueda reconocerte. 
Los hijos de puta y las putas madres, te están agradecidos por intentar comprenderlos un poco. Son personas como todos, incluso no sospecharías quiénes; salvo que los reconozcas por la valentía que tienen cada día para sonreír, dar amor, y ser lo que sea menos cobardes. Tras la puerta, antes del vacío; puede estar el psiquiatra, o la persona que amas. No los puedes ver, en medio tu violenta desesperación. Quieres matar a toda tu familia, comenzando, o terminando, por ti. Eliminarla de la humanidad estaría mejor. Matémonos ya. No soporto ser parte de esta célula cancerígena de la sociedad. No encuentras cómo cerrar las puertas del infierno ¿Quién puede, además? Sientes la multitud protestar en tu cabeza, los llamas delincuentes; y los haces callar. Siempre regresan, son tu defecto. No te atreves a amarlos y ordenarlos, aunque estén adentro tuyo. No puedes amar a nadie así. Ya ni siquiera odias lo que ves en el espejo, simplemente ya no lo reconoces. «Todos los que no queremos prosperar somos inocentes»[3]. Hay que matar para llegar la muerte verdadera, la que duele y perdona. No la del suicida, sino la que se vive. El amor, para ser completo, también tiene que dañar; su arte es su equilibrio. Lo único que tiene un escritor para enfrentarse al mundo son sus palabras, por eso estas deben tener el valor y la fuerza para enfrentar lo peor, o sea, a sí mismo. Será entonces cuando ya no tengas secretos. 
En tus historias[4] al fin encuentro algo de amor, el coro de voces, buscando entenderse y definirse. Incluso el fetiche más oscuro puede formar parte del amor más puro, como el oxígeno inflamable. Tú tienes que darle sentido a las cosas. Enamorarse de una puta, amarla bien, como madre de tus hijos. Ése tipo de cosas puras, inocentes, totales, que nos enfrentan en la lectura y nos preparan para una vida de putamadre. 
Tú eres la máquina de escribir, lanzándonte como un Kamikaze contra lo que te toque enfrentar: Una madre que ame hasta la muerte, el temor a nadar en el mar de la locura, las cartas urgentes, el padre obsceno, la muerte perdurante de la pasión, la endogamia, lo imposible. Tienes que morir funcionando. La vejez mata, y por eso también perdona, hasta lo más sórdido de ese padre puede ser redimido por el paso del tiempo.
Talento perdido es lo que sobra en algunas Facultades de Derecho, en el goce de la libertad, en cada mensaje que enviaste y borraste de la bandeja de entrada, en la «estólida vanidad que dan los premios a quienes no estamos preparados para ellos»[5]. La enfermedad es tu talento, para vivir mirando a la muerte. 
Al otro lado siempre están los sueños, incluso el eterno. Es lógico morir por llegar allí. En Bitácora de los últimos veleros, comienzas invocando mi sexo confuso, y mi piel oscura. Una habitación se convierte en catedral de voces e imágenes. La ira de este inútil que quiere ser abogado, para tener un hijo escritor. Renuncio a un sueño vano, por la prosperidad de ganarme la vida escribiendo demandas. 
Soy Zico, el perro chusco ―el que las niñas bonitas, de las residenciales enrejadas, espantan; asqueadas de que me acerque a las perritas de raza que ellas sacan a pasear, a sus hermosos parques. He sido una rata llena de tumores y odio, un ser al que nadie podría querer. Eso, y un ángel de armadura sagrada, en la que rebotaba el odio, y el dolor. He sido un perro entrenado para atacar. He tenido que matar perros muy amados, viendo la vida apagarse en sus ojos. Nunca he visto una corrida de toros, pero estoy seguro de que hay algo muy importante para los hombres, al enfrentarse con una bestia; aunque sea en un combate decoroso y arreglado. No estoy seguro de lo que soy, ni donde estoy ahora; sólo de que todavía puedo caminar sobre dos piernas, y que tengo manos para hacerme humano, mientras pueda.
Escribes y ordenas. Lo arreglas por amor. Escribes para amar. No recolectamos especímenes, los amamos con palabras impresas desde las venas. Lucho Hernández decía conocer muy bien a las personas, tanto, que a veces sentía ganas de pegarles. Suena gangsteril, pero es así. Escribiendo te planteas problemas que de otra forma no puedes resolver. Hay gente que se aventura al mar sin un cuaderno de bitácora. Por lo que nunca pueden ordenar lo que vivieron en el viaje. De pronto, al llegar a un nuevo continente, aterradores monstruos marinos brotan de sus bolsillos; sin que nadie dé explicación. Tal vez buscan volver al mar, quién sabe si esta vez con un cuaderno, o no. Recomiendo mucho el uso de estos, sobre todo si tienen tapas de color azul. 
Después de cualquier historia, larga o corta, tormentosa o apacible; pero por fin terminada… lo que mejor que puede seguir no es el reconocimiento, ni la fama; sino una página en blanco. Una que te horrorice, o te motive. Un nuevo vacío contra ti, que tenga a la máquina de escribir, de vivir, funcionando. La relación que tienes con tu padre me conmueve más que todo el lamento por Micaela. Esa admiración por una peculiar idea de la decencia, que te define en tu lucha y encuentro con él. Al final, reconocemos la que nuestros padres tuvieron en nuestros ideales, aquellos que también fueron los suyos; y no es sino a través de ella, que la vida les da la posibilidad de alcanzarlos. Pero ahí estamos nosotros, para mandarlo todo a la mierda, y comenzar  a decepcionarlos; diciéndoles que no somos como ellos, sino que por ellos, nosotros no queremos ser padres. Leyendo más entre líneas, lo perdonas y aceptas lo que te negaste. Ya ha llegado tu edad de ser padre, de ti mismo, aunque sea. Por algo hay que comenzar. Hace poco vi una obra de teatro, en TVPerú: Cuerdas. Entendí que el hijo pródigo era el que termina teniendo la gracia, o el «defecto» del padre. El Código Civil define al hijo pródigo como aquel que ha perdido todos sus bienes sin control. Mi papá es ingeniero químico, pero siempre ha sido taxista. Todos mis tíos murieron alcohólicos, sólo él estudió, y sigue vivo. No está aquí. No crecí con él. Pero cuando estaba en el mejor colegio que pudo pagar mi madre, dirigí un boletín literario llamado «Taxi». Taxiar es una de las mejores maneras de lidiar con la soledad, y conocer infinidad de personajes. En estos últimos días he querido conocerlo más. Esta mañana estuve con él, redactando una carta notarial, contra unas personas que querían difamarlo. Y si me dejan seguir ventilando cosas personales, le cuento que mi hermano es policía motorizado y me regaló una moto. Creo que hizo algo malo para dármela. A veces quiero venderla, porque hay días en que no tengo ni para una combi. Amo caminar, cruzando de extremo a extremo la ciudad. A veces quiero venderla, pero es tan barata… y es lo una de las pocas cosas que me unen con él. 
Afirmas que el fantasma de tu escritura ―la historia en proceso― te persigue como un engendro. Imagino que cuando terminas de escribir ―y lo ves formado― ya no te resulta tan incómodo, pero te resulta más monstruoso, aunque ya está completo. Ya no te seguirá. Ya se puede ir. Página en blanco, o párrafos rengos. Vacío, o mala compañía. Claudicar ante la realidad, y pintarla del color más tolerable. 
«Escribo porque me voy a morir».[6] Te mueres escribiendo odio. Las palabras del padre nos definen vértices, dobleces, «defectos», singularidades; que llevamos escritas como un San Benito. 

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[1] Frase de Urgente: necesito un retazo de felicidad. 
[2] El mismo libro. 
[3] La prosperidad reclusa, cuento del libro homónimo.
[4] En el mismo libro.  
[5] Talento perdido, «Ídem» 
[6] Afirmas en Bitácora de los últimos veleros.  



2016/12/10

Última llamada: homenaje a Oswaldo Reynoso

Oswaldo Reynoso (1931-2016)
Hoy, sábado 10 de diciembre, al mediodía (12.00 horas), le rendiremos un homenaje a Oswaldo Reynoso en la Sala Mariano Melgar de la UNSA (calle San Agustín). Recordemos que el año pasado Reynoso fue invitado al Hay Festival y visitó Arequipa por última vez.
Acá Última llamada, una nota-homenaje a mi querido amigo.

ÚLTIMA LLAMADA* 
Oswaldo Reynoso me llamó por teléfono aquella semana del mes de mayo para contarme que acababa de terminar un nuevo libro el título tentativo era Capricho en azul, pero que un editor capitalino lo estaba meciendo. No le llamaba la atención. Es más, de alguna forma le causaba satisfacción, pues él siempre había ido contracorriente: ateo sexual, narrador homosensual sí, homosensual, como se autodenominaba, callejero como nadie, marxista sin fisuras, cantinero pertinaz, maldito entre los más malditos, muy al estilo del Choro Plantado (uno de sus personajes de Los inocentes). Es decir, dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.
Hace tiempo que no te leo. ¿Cómo estás?
Bien le mentí, no era necesario hablar de cosas desagradables. Todo bien.
Te noto medio ronco me dijo algo preocupado. ¿Cuándo vienes a Lima para almorzar en mi casa?
Espero que pronto respondí sin saber que nunca más volvería a verlo. Le he mandado a Ruhuan el primer borrador del libro
Otra vez publicaría en Arequipa para apoyar a la editorial de un joven estudiante de la Escuela de Literatura de la UNSA que Oswaldo había descrito en alguna de sus historias: «no es blanco ni fornido como los muchachos loncos de la campiña ni tiene rasgos europeos de los chocollos decentes de la ciudad. Es deslumbrantemente mestizo de tez gualda atemperada con delicados destellos de vainilla. Me dice que es arequipeño de segunda generación pues su abuelito por eso de la guerra interna tuvo que abandonar su pueblo ayacuchano famoso por sus contadores de cuentos y danzarines de tijeras situado en el límite con Arequipa. Se sonríe: Es el rostro de mi patria».
            Antes de colgar, hablamos de política y de la casi inevitable victoria de Keiko Fujimori en la segunda vuelta.  
         —Si esa desgracia ocurre, estoy pensando en formar parte de una tribu amazónica antes de morir, como la Machiguenga: ellos no tienen patria.
           Ahora recuerdo lo que le dijo su padre en su lecho de muerte: «Oswaldito, nunca te olvides de que yo muero sin patria». Fue para él muy doloroso, sin duda. Algo ha escrito sobre su visita juvenil a Tacna para conocer a sus ancestros, allí uno de sus tíos le contó que «en la década del veinte sus primos Reynoso Vigil, de diecisiete y diecinueve años, más o menos, vieron cómo una turba de soldados chilenos, vestidos de paisanos y haciéndose pasar como peruanos, saquearon la casa del doctor Basadre y le prendieron fuego. En este operativo, murió, por descuido, un oficial chileno. Cuando los altos mandos del ejército de ocupación se enteraron que estos jóvenes eran testigos de tal crimen, los secuestraron. Luego, los desaparecieron. Su madre no pudo soportar tal desgracia y murió de un paro cardíaco. Poco después, el padre falleció de pena. Por eso la  calle en la que vivían era conocida como Los Hermanos Reynoso».
            —¿Y sigue llevando ese nombre?
            —Durante la dictadura sangrienta de Fujimori no faltó un áulico que propuso cambiar el nombre de aquella calle por «Keiko Fujimori». Por fortuna, no prosperó esa vergonzosa iniciativa.
            «Quizá pronto ocurra», pienso para mis adentros y sé que Oswaldo fue el hermano mayor que no tuve. Pero también fue el hermano menor al que siempre tienes que acompañar y proteger porque sientes que nunca deja de ser inocente (porque comprendes que es más lábil y sensible que tú). Tuvo toda la razón Manuel Morales cuando le dijo: «hemos salido a la calle, a la cantina con radiola, al billar, al burdel, porque hemos comprendido que ha llegado la hora de desahuevar a la literatura peruana».
            Reynoso —compañero urgente, narrador subversivo— te desahueva con cariño, picardía, con jerga en estado puro que gracias a él se torna poética: te inicia, te jode, te inquieta, pero por sobre todas las cosas te seduce. Deja huella. Impronta. Te hace parte de su séquito de rebeldes, nocturnos y callejeros irredentos.
¿Cómo conocí su obra? Gracias a una de mis hermanas, quien solía robar libros de la biblioteca de los abuelos. Íbamos todos los domingos a donde la Mamá María y, luego del almuerzo, ella aprovechaba la siesta de la prole para escabullirse por los  cuartos de la añosa vivienda y accedía a la biblioteca donde uno podía encontrarse con Arguedas, Cortázar o Camus.
Cuando nos despedíamos de la Mamá María, mi hermana empezaba a leer en el coche los libros que había escondido entre su ropa. Recuerdo con nitidez aquella ocasión cuando la vi sostener dos novelas: El coronel no tiene quien le escriba y En octubre no hay milagros. Abrió la novela de Reynoso para, ávida, echarle una ojeada y, de pronto, la noté turbada, un enigmático rubor se había apoderado de ella: negó moviendo la cabeza —insobornable señal de reprobación— y cerró el libro. Luego acudió apresurada a la notable historia de García Márquez y, ahora sí, todo volvió a la normalidad. ¿Qué había encontrado en aquel libro que generó en ella tal rechazo? Lo supe llegando a casa cuando ese «giragiragiragira» de la cabeza de don José de San Martín me hizo ponerme en la piel de Leonardo y sentir aromas inéditos: «el olor arrecho del mar en mis manos. Olor a Cigarro Inca, fuerte. Olor de ruda con incienso. Olor de puta morena.  Olor azulino en lengüitas amarillas como llama de cirio prendido. Olor de procesión. Y los morenos de la Santa Hermandad estarán sacando de Nazarenas al Señor. Y las velas encendidas estarán quemando pelos y rabos de beatas putas. Y los giles, serios, haciéndose los rezadores, se juntarán a las hermanas. Y con el pretexto del Señor, muy de mañana, comenzará el cochineo general».
            El último libro que publicó Oswaldo Reynoso incursionaba en el género epistolar: un narrador experimentado le escribía cartas —consejos— a un poeta en ciernes. Leí junto a él el borrador y tuve el privilegio de sugerirle el título: Arequipa lámpara incandescente. Aquella tarde, en su casa de Jesús María, acabábamos de comer unas pastas preparadas por él y la ventana abierta nos dejaba ver a un grupo de niños jugando en el parque Rafael Alberti. Hablamos mucho de la culpa. Ese sentimiento de mierda (que podía servir de mucho a la hora de escribir).
—¿Después de escribir este libro sientes que la culpa por fin se fue? —indagué.
—Sí —me dijo con voz entrecortada—, la culpa ya se fue.
Él me estaba mintiendo, por supuesto. El Profe Reynoso se sentía más culpable que nunca. Y no por mentirme, sino por otras cosas que no llegó a escribir.
Se puso de pie y se alejó de la mesa. Luego volvió con un viejo álbum de fotos que puso en mis manos:
—Avanza despacio —me ordenó, y empecé a pasar varias imágenes en blanco y negro hasta que me pidió que me detuviera. Un cúmulo de muchachos fotografiados junto a su maestro.
Oswaldo señaló al penúltimo de la segunda fila y me dijo:
—Él es Cara de Ángel.
En ese instante quise alzar mi teléfono celular para fotografiar la primicia, pero no lo hice. Llevado por el morbo me atreví a preguntar:
—¿Pero cómo se llama?
—Eso no te lo puedo decir.
—¿Por qué?
—Es una persona pública.
¿Acaso me mentía? No sé. No sé. No sé. Sólo estaba seguro de algo: la culpa, su culpa, mi culpa. «Y entonces en lo más hondo de mi estómago comenzó a ovillarse una angustia física que luego se desmadejaba dolorosamente en mis venas y acuchillaba mis sueños y azotaba inmisericorde mis memorias duermevelas y a esa angustia visceral había que darle un contenido psíquico y entonces venía la búsqueda desesperada en los olvidos de una palabra dicha al desgaire o de un mal gesto indeliberado o de un acto no pensado que hubiera podido desencadenar a mis espaldas un conflicto o una situación gravísima y entonces toda actitud vivida se hacía sospechosa y era el mismo proceso de exploración de culpa en el recuerdo que me atormentaba cuando adolescente caía de rodillas en el confesionario o cuando me metieron en una celda en el Perú sin formularme cargo alguno y entonces y entonces, ¿por qué te has quedado más de diez años en China?, ¿por masoquista?, ¿o a lo mejor porque querías expiar una culpa?, ¿o tal vez porque creías de verdad que ibas a encontrar en medio de tanto derrumbe y soledad la clave que te daría la felicidad?».
Oswaldo no ha muerto, faltara más: que se jodan todos los que se han tragado ese cuento.  Él está en alguna cantina con radiola esperándonos (a todos sus lectores) para celebrar la vida, para reírnos de la muerte. Para beber contigo hasta la última cerveza. Para asustarte con su mirada (o atraparte con su juventud ornada con canas): con su ternura, extraña, terrible. Para decirte al oído una verdad tan grande que bien te podría hacer temblar o lanzarte a vivir de veras: la vida sin libertad no es sólo fea, sino sucia.
Oswaldo Reynoso es por sobre todas las cosas una lámpara incandescente.
Espero tu llamada, chochera: no tardes mucho, las chelas se pueden calentar.
*Publicado en el semanario Hildebrandt en sus trece. Edición 301.