2009/02/26

Trayectos (*)


Tomados de la mano, acabábamos de llegar a la casa de reposo. No quise mirarla una vez más, porque mejores días fueron los ciegos, los de la oscuridad rampante que abrazó nuestras angustias antes de la explosión amatoria que nos desparramaba por el suelo. Abrí el maletín y le entregué la carta de presentación que redactaron sus padres. "No temas. No hay nada importante", le confesé. ¿La leíste?, preguntó asediada por la incertidumbre. "No hace falta", le dije y me arrodillé presuroso. Le levanté la falda y arranqué sus bragas.
Lamí su sexo una y otra vez, con raptos incontenibles de rabia, que al sentir el umbral de la excitación, se tornaba en fetichismo absoluto. De pronto, una vieja rancia con aires de monja de clausura abrió la puerta y se persignó espantada antes de lanzar un grito enloquecido. Acudí al fondo de mi alma para espetarle en la cara: ¡no es ninfómana, ella no es ninfómana, es sólo una mujer que sabe amar!
Follamos, follamos y follamos sin el permiso de la policía. Cuando llegaron ellos, nos encontraron como siempre: con los ojos cerrados, sintiendo la rigidez del suelo, felices de la vida. "Esta gente está enferma, hacer eso con una niña", musitó un gendarme y me sentí más sano que nunca. El amor era un trayecto que seguía aguardando. Un trayecto enrevesado en el que si había alguien que cometía un delito, éste era el de la benigna pasividad, un trayecto donde el timón del velero errabundo era mi cuaderno de bitácora, y el olor de su sexo el afrodisiaco que abría las puertas del cielo. O del infierno, qué se yo. El placer tiene un poco de ambos. Además, ver a Dios transformarse en el diablo ya era una alquimia tan cotidiana que seguramente por eso nadie podía comprendernos.
Cabía la posibilidad de ser sólo sexo. Sexo y nada más. ¿Y eso, en un mundo tan hipócrita, realmente importaba? La mendicidad moral de los demás revierte todos sus insultos. ¿Pederastia? ¿Con qué se come esa palabra, imbéciles?
La idea del sexo como única verdad se había presentando ante mí desde que conocí a Camila, una muchachita de apenas catorce abriles. Todavía no recuerdo sí leí Lolita antes o después de conocerla. Aunque a la luz de los hechos acontecidos, eso era lo de menos. Lo que de veras importaba era el nuevo trayecto: los juicios, las insidias y calumnias de gente que juzga, pero no vive. Un trayecto repleto de ignorantes que ahora me miran perplejos sin saber que, ella y yo, siempre estuvimos por encima del resto. A eso es a lo que yo llamo Arte. Ahí, donde finaliza el trayecto, logro ver a Nabokov persiguiendo mariposas, mientras los fisgones hacen su ridícula tarea: criticar y exhibir sus estúpidas anteojeras revestidas de cojudez ampulosa. Cosa tan ridícula como la imagen de ese viejo que resbala luego de capturar un insecto que finalmente escapa de la red: el trayecto, entonces, no termina nunca. "Ponte a escribir", parece decirme. Y aquí estoy, haciéndole caso. Prefiero esto a cazar mariposas.

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