2011/08/22

El sentido del arte

Entiendo que las ideas o experiencias que nos educan –las que valen la pena de ser retransmitidas– son las que encontramos en aquellas lecturas que nos liberan y hacen de nosotros, otros, y en donde todos los otros, pese a su lejanía y excentricidad, caben en nosotros. Todos, como Simone de Beauvoir, somos conscientes de que no se vive más que una sola vida, pero a veces –por simpatía, desdén, amor, espanto, curiosidad, asco, atracción, odio o una mera necesidad vital– es posible salir de la propia piel y adentrarnos en La vida de los otros, como Gerd Wiesler, aquel capitán informante de la República democrática alemana que practicaba el 'chuponeo' para espiar, día a día, la vida de sus compatriotas sin saber que, por azar o destino, su vil oficio lo iba a llevar a una inevitable introspección que, antes que redimirlo, lo iba a ser merecedor de una Sonata para un hombre bueno.

Pensar que una sonata, una película o una novela pueden redimir a los rufianes y corregir a los pobres diablos es, sin duda, pretender darle alguna utilidad al arte. Paul Auster al recibir el premio Príncipe de Asturias se cuestionaba al respecto, y él mismo intentaba proyectar una respuesta: "¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. (…) Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más? ".

Quizá Paul Auster acierta y lo único que nos queda, a los que quisiéramos contradecirlo, es agachar la cabeza y reconocer que la literatura no puede cambiar al mundo y que cada día que pasa el compromiso sartreano se empolva un poco más en la galería de grandes recuerdos del siglo XX. Y es cierto, también, que La Náusea no sirve de nada ante un niño que se muere de hambre; pero me parece que aún sirve para abrir jaulas e invitarnos a agitar las alas, que no es otra cosa que desmontar los moldes más rígidos de nuestro pensamiento para que éste se estire en todas las direcciones como le sea posible.

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