2013/05/18

Almuerzo de perros

Hace un año, el 18 de mayo de 2012, pude conocer  

la biblioteca de Mario Vargas Llosa. (Foto: Orlando Mazeyra Guillén)


«O comes o te comen, no hay más remedio.
A mí no me gusta que me coman»
Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros

Me gusta estar al lado del camino
fumando el humo mientras todo pasa…
Fito Páez, Al lado del camino

—¿Quieres uno?
—Gracias —le respondí y alargué la mano para sacar un cigarro de la cajetilla. Luego, Boris me alcanzó la cajita de fósforos Inti y empezamos a fumar mientras contemplábamos la inmensidad del mar barranquino. Se me vinieron a la mente algunas historias de Hemingway. Recordé su suicidio: había terminado siendo el cazador de sí mismo, la presa definitiva. Tal vez la literatura consistía en eso: ajusticiarse, ir de safari tras de uno mismo (exhibir grandezas y miserias, méritos y vergüenzas). Quise inmortalizar esa fecha: no todos los días se podía realizar turismo literario: acceder al refugio de alguien que, como el autor de París era una fiesta, había ganado un asiento en el gran teatro de la posteridad.         
—¿Me puedes tomar una foto? —pregunté. Al fin y al cabo, yo, por suerte, en Lima siempre seré un turista.
—Claro —me dijo y lanzó el pucho del cigarro—. ¿A qué hora vamos a subir?
—Me citó a las diez en punto —le informé—. Todavía faltan cinco minutos.
Me volví a acomodar el cuello de la camisa y le señalé la puerta del edificio: «vamos». El portero nos miró con desconfianza:
—¿Qué desean?
—Tenemos cita con la secretaria de Vargas Llosa.
—Un momento —y apretó un intercomunicador—. ¿Sus nombres?
—Orlando Mazeyra, reportero; y Boris Mercado, fotógrafo.
—Ya pueden pasar —nos informó señalando el ascensor.
La noticia del momento era la represión policial contra los manifestantes que rechazaban las minas en Conga, allí muchos cajamarquinos se resistían a entregar su agua a cambio de la falaz prosperidad minera. El presidente de la República, durante la campaña electoral, les había dicho a aquellos incautos: «Chugur, Bambamarca y Hualgayoc son una cicatriz en el rostro de Cajamarca, la cicatriz de los pasivos medioambientales. He visto un conjunto de lagunas y me dicen que ustedes las quieren vender. ¿Ustedes quieren vender su agua?»
—No.
—Porque, ¿qué es más importante? ¿El agua o el oro?
—El agua —respondían al unísono. Al asumir el poder, el camaleón había tenido buenas migas con las transnacionales mineras. «¡Vendepatria!», lo llamaban.
Un poblador de Conga le había preguntado a un iracundo policía:
—¿Por qué nos golpean? ¿Acaso somos sus enemigos? ¿Por qué se abusan de nosotros?
—¡Porque son perros! —había respondido el hombre con su vara en la mano.
Fuimos recibidos por la secretaria de Vargas Llosa, una señora muy educada y formal:
—¿Cuál es tu plan?
—Sólo queremos investigar, conocer la biblioteca, sus libros favoritos, y de paso tomar algunas fotografías.
El archivo personal de Vargas Llosa era inmenso. Tomé al azar a uno de los portafolios y examiné la primera página. Databa de noviembre de 1964. Un artículo del escritor cubano Ambrosio Fornet, publicado en la revista de La Casa de las Américas de La Habana, que hacía especial énfasis en un instante de la novela, una pregunta cruda, definitiva:
¿Usted es un perro o un ser humano?
No importaba. El dilema no existía: muerto el perro se acababa la rabia y a otra cosa, mariposa. Éramos una peste rabiosa para el presidente, un cero a la izquierda en las encuestas «prepago». Pero esa  biblioteca, atestada de anaqueles con libros forrados en cuero, parecía otro país, el descansillo de los ensueños. El sobrio escritorio de Vargas Llosa tenía una vista espléndida de los acantilados que asedian las costas de Lima.
Mientras pasaba revista a la lista de autores, perdí de vista a Boris, el fotógrafo, y éste se colgó de la ventana con su enorme cámara fotográfica a cuestas e intentó hacer una toma panorámica para contrastar el paraíso libresco con el océano Pacífico. Fue muy temerario, pues estábamos nada menos que en el sexto piso del edificio:
—¡Por Dios Santo! —exclamó espantada la secretaria—. ¿Qué haces ahí? ¡Te puedes matar!
Corrimos a sujetarlo. La señora lo amonestó de una manera incontestable:
—Tu vida vale más que toda biblioteca de Vargas Llosa, hijo —reflexionó y, luego de insistir con la comprensible reprimenda, gentilmente nos invitó a retirarnos para no pasar más sobresaltos, mientras Boris lanzaba otra ráfaga de flashes. Me quedé pensando en aquella frase cuando regresábamos a la revista en la unidad móvil:
—Boris.
—¿Qué hay?
—¿Crees que tu vida valga más que toda esa biblioteca? —indagué, provocador, consciente de la invalidez de mi pregunta.
Me mostró un gesto reluctante y siguió revisando las fotos.
—¿No me vas a responder? —insistí y aguardé en silencio.
Cuando llegamos a la revista, Boris por fin habló: «¿Quieres uno?». Acepté y fumamos antes de pisar la redacción. Al mediodía llegó el director: el Negro Cano.
—¿Qué novedades, Mazeyra? ¿Cómo te fue en la casa de Vargas Llosa?
—Creo que muy bien.
—Vamos a comer un chifa, ¡yo te invito!
Lo acompañé y disfrutamos de un pantagruélico almuerzo. Le conté mil y un anécdotas de lo que pasó en la biblioteca, había libros autografiados por el propio Cronopio argentino. Aproveché para decirle que Boris casi se mata por conseguir una foto digna del bronce: «La secretaria nos dijo que la vida de Boris valía más que toda la biblioteca». A Cano la aseveración de  la dama le supo a helado de arvejas. Se quitó la cuchara de la boca y me miró con desdén y aires de suficiencia:
—¿Sabes una cosa?
—Dígame, señor Cano.
—La vida de Boris no vale nada. No vale ni mierda.
—¿Y por qué lo dice?
—Boris es un perro, ya te vas a dar cuenta.
Seguimos comiendo en silencio. El bocado me resultó amargo cuando entendí que para él, todos sus empleados (periodistas, diseñadores, correctores y fotógrafos) éramos perros. Al parecer nuestra patria era una enorme y caótica perrera y yo recién la estaba conociendo. «¿Quieres uno?», me preguntó Cano apenas ganamos la avenida Gregorio Escobedo: eran Pall Mall, los mismos que fumaba Boris. Antes de responder, sentí un ladrido. No era Batuque —el perro de Zavalita en Conversación en La Catedral—, sino una ciudad y ciertas gentes que ya me estaban engullendo.
«Algún día escribiré sobre esto», pensé mientras le daba la primera calada al cigarrillo.



Jesús María, Lima, 2012.


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