2013/11/04

Un libro sobre un diván

Por José Villanueva Criales

Para leer el libro Mi familia y otras miserias de Orlando Mazeyra Guillén es aconsejable disponer de un cuarto ventilado y tranquilo con un diván y una silla, similar a la oficina de un psiquiatra. En la silla nos sentaremos nosotros y en el diván apoyaremos el libro. Luego, devotos de la rapsodomancia, abriremos una página a la suerte.

Las historias con las que nos toparemos; entre la crónica, la ficción y los recuerdos súper lúcidos del tercer día de la borrachera, tienen la habilidad de vaciarse en el lector poco a poco, con gran calma y parsimonia. Este es un libro que se absorbe por goteo, son pequeños alfileres los que pinchan las yemas de los dedos con una naturalidad premeditada que aleja totalmente la idea de un dolor trágico para convertirse en un complot de memorias exiliadas y reunidas por el autor. Mazeyra ha decidido liberarse de sus demonios poniéndoles títulos. El libro llora en el diván lo que él ya no quiere llorar en su casa en Arequipa.

Mi familia y otras miserias tiene la curiosa facultad de gritar silenciosamente una pesadumbre que rueda siempre más acá de los recuerdos. La lejanía, condición esencial en la obra, ha perdido su connotación temporal para ganar una nueva connotación narrativa. Si bien es claro que en el libro se habla sobre relatos del pasado que el autor ha vivido y mucho más importante: recuerda; nada hay más equivocado que pensar en esta obra como una galería de memorias tristes. El autor no ha evocado nada que no esté en su bolsillo en este preciso momento, nada que no lleve consigo todos los días como un bocio lleno de alcohol barato en el cuello. La lejanía habita la narración. Las historias son contadas de una manera tan ausente que, aun aberrantes y grotescas, es imposible pensar que no sigan transcurriendo ahora mismo y nunca dejen de hacerlo. La cura de Mazeyra es la eternidad. Sólo eternizando los momentos trágicos como si hubieran sido grabados con una cámara oculta es posible revisitarlos con serenidad; recuerdos que se hacen más claros y menos dolorosos.

Es muy latente el retrato de relaciones familiares intensas y descarnadas en la obra, pues para Mazeyra la familia se expone en tanto dimensión biológica, como un sino genético insalvable del que no se puede huir y cuyo estandarte se lleva siempre en un lugar profundo del cuerpo. Este pensamiento otorga al libro una de sus facultades más apreciables: la de no lamentarse. El libro es pesado como un tótem, y con este “pesado” no nos referimos a la complejidad narrativa o estilística del mismo, el libro es pesado porque si bien una versión final de su manuscrito ha sido entregada a la editorial Tribal, la versión original del autor ha sido rociada con alcohol y quemada. El último de sus puntos finales es una invocación al olvido. Si se sigue el consejo inicial se podrá probar que el diván ha quedado marcado por el peso de las palabras después de la sesión de lectura y el lector, atónito y conmovido, sólo podrá dar un último consejo: Señor Mazeyra, cuide mucho de sus hijos.


La Paz, octubre de 2013.
Fuente: http://www.letras.s5.com/omaz101113.html

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