2018/09/25

"De niños eran perfectos": una lectura del libro de Orlando Mazeyra Guillén

No hace mucho fuimos compañeros de clases. La maestría que realizamos fue por diferentes motivos. La decepción compartida.
Nuestra única escapatoria eran esas tardes en La Ramadita, local predilecto de fines de semana. Conversaciones de todo tipo, sobre nuestras vidas, añoranzas, pero sobre todo de literatura, música y películas.
Este libro empieza con una cita de Ernesto Sábato: «Dios no escribe ficciones: nacen de nuestra imperfección, del defectuoso mundo en el que nos obligaron a vivir». Y solo puedo recodar esas tardes en que la literatura era nuestra escapatoria, nuestra forma de sentir y expresarnos. Otro punto importante en el tema, en esas conversaciones por los sábados, era el que se refleja con otra fase en el libro, esta vez de Truman Capote: «Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando descubrí lo diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte, una diferencia sutil pero brutal».
Esas eran nuestras tardes de fines de semana. No había escapatoria. Éramos víctimas de nuestras debilidades. Como la mujer en el primer cuento, que descubre o se siente siempre o casi siempre la más gorda del grupo, del barrio, de la ciudad. Emprendiendo una lucha equívoca por  tratar de pertenecer al estereotipo frívolo  y muchas veces calculado de nuestra sociedad. Y digo esto último por la descarnada lucha de la publicidad, del marketing por tratar de vender una imagen falsa de los que somos. La chica en su intento, como señala el autor por tratar de estilizar su fofo cuerpo, la lleva a la desilusión, lágrimas y depresiones sin rostro. No podía ser otro final.
Estos relatos que datan del año 2005, nos muestran a un Orlando Mazeyra con diferentes preguntas que se vuelcan en su prosa, muchas veces esenciales y sin respuesta a pesar del tiempo transcurrido y, al contrario, las dudas se ahondan; se vuelven más complejas.
Los amigos del barrio, la patota, las palomilladas, las decepciones amorosas y de otra índole, esas primeras experiencias que se intentan olvidar con tragos, pero que nunca se olvidan, sobre todo cuando te dedicas a la miserable tarea de escribir. Sí, no todo es malo, pero normalmente vuelves a ese mismo lugar, a ese mismo recuerdo, te atrincheras y es lo peor que te puede pasar hasta que lo expulsas en letras negras o el color que prefieras, dibujándose en alguna hoja en blanco, garabatos sobre garabatos;  imágenes de rostros, recuerdos que nos flagelan por las noches de insomnio, de mensajes repentinas cuando pensabas que ya todo estaba olvidado, ella escribe sin saber que tú intentabas inútilmente apartarla, borras los mensajes luego de embriagarte con los amigos, te envalentonas y dices que ya no sientes nada por ella o eso al menos quieres creer, ya sabemos que no hay peor mentira. Tus amigos te felicitan por la acción, luego en la noche, mientras tratas de dormir en tu cuarto y los recuerdos  imperan, te llega un nuevo mensaje: es ella, no tienes ni idea de lo escribe,  y solo te queda preguntarte: ¿y ahora qué mierda quiere?
Luego tenemos a un tipo que no recuerda su nombre y mucho menos haberse enamorado, ni tampoco haberse casado. ¿Qué afortunado, no?, pensarán algunos. Pero la realidad dentro de la ficción es otra, el hombre está casado y la mujer sufre. Ella tiene que repetirle a él que su mal, su falta de memoria, es debido a lagunas mentales, o como le dijo su médico de cabecera: Alzheimer. Él por supuesto no le cree. Y se propone la difícil tarea de recordar su nombre. Los días son iguales para ambos, él despertando sin saber quién es ni quién es la mujer a su lado, y ella explicándole todo de nuevo. La idea que plantea el autor me parece extraordinaria. Y juega con eso en el transcurso de la narración. Y me pregunto si a pesar de recordar, sabemos en realidad quiénes somos y si el nombre que llevamos es el nuestro, el que merecemos.  
También tenemos otro personaje que al ver a su abuela sufriendo en esos días difíciles, delirantes, previos a la muerte, preferiría estar loco como su tío, para no ver la realidad o para verla con otros ojos. Un personaje, como muchos, me sumo a esa incertidumbre, que no comprendemos aún la muerte ni lo haremos.
La tarea de escribir, tratando de huir de todo, viviendo realidades alternas, complejas, es otro de los temas del libro, donde un nuevo personaje plantea preguntas en las que se recrimina  por no poder escribir los grandes cuentos que se había prometido. Quería ser una persona diferente a la que se estaba convirtiendo, a veces el día a día te termina por ganar la partida, pero lo peor es que odia al tipo en que se estaba convirtiendo, lo desprecia. Y sus días son miserables. Aquí el autor refleja una de las preguntas que planteaba en un inicio sobre la tarea de escribir, esa gran diferencia entre escribir mal y bien y sobre todo entre escribir bien y el verdadero arte, como lo propone Truman Capote, diferencia brutal, de eso no nos queda duda. Pero también la idea de estar haciendo algo que no nos termina de convencer, de trabajar para alimentarnos, donde el gusto por lo que verdaderamente uno quiere hacer  se pierde, y te carcome, llenándote de inseguridades, ansiedades lacerantes. Y más aún si vives en un país donde dedicarte a la literatura, es una verdadera odisea, una tarea titánica. Conversando con Orlando Mazeyra, coincidimos en que si uno pretende escribir termina con el tiempo destruyéndose. Es inevitable pero necesario.
Asimismo, Mazeyra nos relata la primera vez de un muchacho: esa experiencia única, rocambolesca, traumatizante, inolvidable, quien despierta con la voz de una mujer desnuda, los tragos le han ganado, y ella insiste en preguntarle si es su primera vez, diciéndole: «Pero dímelo, ¡ya pues, dímelo!... quiero escuchar tu voz, ¿con quién has tenido tu primer polvito?».  La mujer, como habrán sospechado o empiezan a sospechar, es una mujer pagada por sus servicios sexuales o una prostituta, como prefieran decirle. No importa en este caso. Pues el relato trata sobre la añoranza de la infancia y que me hace pensar en una frase de Henry Miller, sacada del libro Trópico de Capricornio, y cito: «Me dan ganas de llorar al pensar en lo que la vida ha hecho de ellos. De niños eran perfectos…».
Luego sigue una historia atípica, la de un hombre que sufre de la vista, con el ojo derecho ve perfectamente, pero con el izquierdo aparentemente ve cosas que él no desearía ver: esas verdades ocultas, como la de una mujer que fue infiel y que le oculta a su esposo una enfermedad que la llevará a la muerte. Después seguirán microrrelatos, historias cortas, de palabras controladas, medidas, calculadas, como confesiones en un diario; idea que en el siguiente cuento se expande, desarrollándose con la prolijidad de un narrador de raza, en la confesión de un supuesto asesino, historia que en un principio parece resumirse a un simple ajuste de cuentas pero que con el transcurrir de las páginas toma un giro inesperado, sorprendiendo al lector. Es sin duda, desde mi punto de vista claro está,  uno de los cuentos más logrados junto con «¿Y ahora qué mierda quiere?», «Cierra los ojos y muere», «Escribes», «Mi primera flaca» y también el cuento que le da el nombre a este libro: «Urgente: Necesito un retazo de felicidad». Y ya saben los interesados pueden llamar al  teléfono: (054) 256290, como bien se señala en la portada.


Gustavo Pino

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