París, invierno del 2000.
Señor Editor,
Aunque le suene a cuento, y a riesgo de quedar en soberano ridículo, tengo algo muy mío que testimoniarle. Empiezo, pues, de buen talante y en este mismo instante: es una extravagancia personalísima y no podría explicársela con mucha claridad, pero haré el intento. Desde que empecé a garabatear mi primer manuscrito, he tenido la extraña costumbre de cambiar de nombre devotamente. Así –y como quien nunca deja de mudarse de antifaz– he procurado poner mi verdadero nombre a buen recaudo. Todas mis elucubraciones han sido publicadas bajo un piélago de seudónimos trashumantes con los que podría levantar una torre del tamaño de la que todos visitan por acá. ¿El motivo? No sé si es miedo a los reflectores… llámelo pudibundez o, si gusta, estupidez, pero lo que le digo no es cuento: es la verdad de la milanesa. Además, a mi parecer (y espero que en esto usted me lleve el apunte), lo importante es el texto y no el autor.
Mire: por cada seudónimo nuevo, intento ser –como es obvio– otra persona (el personaje central de mi ficción de turno, para ser más específico); y, por lo tanto, llego incluso a ejecutar disfuerzos que en ocasiones me resultan atroces: vestirme distinto, cambiar radicalmente de hábitos, inventar nuevas manías, frecuentar bares inéditos, y hasta llego al extremo de crearme una nueva cuenta de correo electrónico en la primera cabina pública de internet que encuentre a mi paso (la cuenta de ahora, desde la cual le remito esta inusual epístola, es una más de tantas… Toda esta descomunal locura ojalá me sirva de algo: espero, algún día no muy lejano, empezar a escribir una novela al respecto… novela, lo sabemos ambos, que nadie querrá publicar, pero que por ese mismo motivo quiero escribir… y talvez esta carta ya sea una primera tentativa).
Soy, para bien o para mal (creo que más para mal), muy pertinaz, y por eso he dedicado toda una vida a este disparate de ocultar bajo muchas llaves mi verdadera identidad (que, trémula y beata, se oculta detrás de cada llave: todas ellas, a su manera, abren los cerrojos de puertas dispares que convergen en una misma plazoleta vivencial; ésa que, como en el caso del célebre Charles Foster Kane, cobija a mi Rosebud personal). Pero a pesar de este inconveniente que puede resultarle ilusorio, tengo un pelotón de cuentos y, también un manojo de poemas regados en importantes revistas literarias, en reputadas páginas electrónicas, e incluso en algunas antologías poco exigentes en cuanto a mi talón de Aquiles: los datos verídicos del autor. El problema es que ya han llegado a ser tantas mis publicaciones que ya no sé discriminar entre las mías y las ajenas. ¡No se ría!, hablo muy en serio. Usted dirá que cualquier escritor que se precie nunca podría olvidarse de algo que ha pergeñado. Yo pienso lo mismo, pero debo ser la excepción que confirma la regla (porque, ¡vanidad de vanidades!, sé que no soy un escritorzuelo más).
Bueno, me he ido por las ramas y no lo he dicho lo más importante. Quiero reunir toda mi extensa obra en su reconocida editorial y por eso le propongo algo muy interesante: voy a empezar a recoger sin descanso todos los cuentos y poemas en los que encuentre algún guiño mío. Le prometo ser muy riguroso, pero, ¡toquemos madera!, es posible que, contrabandeada, se me pase alguna creación que no deba llevar mi rúbrica. Es un riesgo que correremos ambos… además, usted, como editor curtido, ya debe haber lidiado en más de una oportunidad con este tipo de contingencias: el oficio de escritor es tan arriesgado como el de editor: usted y yo estamos, al fin y al cabo, en la misma vereda.
El total de mi obra está en manos de su buena fe (y, claro está, de la capacidad de persuasión de mis sinceras palabras).
Un cordial abrazo a la distancia,
Tito Monterroso
PD: Tenga, por favor, la gentileza de responderme a esta misma dirección electrónica lo más pronto posible, ya le expliqué lo de los correos electrónicos.
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Imagen: Augusto Monterroso.
Este texto lo acabo de publicar en Palabras Diversas.
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