Lorenzo y Maura cumplen mañana seis años de casados. Ella lo ama. Él, en cambio, la acepta a regañadientes; como si la presencia de ella en su vida no fuese una libre elección, sino una batalla perdida. Algo genético, irreversible.
Desde enero pasado se mudaron a Santiago de Chile huyendo del vástago que les salió raro. ¿Quién tuvo la culpa? Lorenzo no tiene reparos en disparar dardos contra Maura y contra sus excesos universitarios con la marihuana. Ella calla, muy en el fondo piensa que Lorenzo bebe en demasía y, como para lavarse las manos, asocia esto al retardo de su primera criatura.
Los papás de Maura –un metódico Coronel retirado y una afable cobradora de impuestos– aceptaron el tedioso encargo de convertirse en padres postizos de un neonato con síndrome de Down que, para colmo de males, cuando lo acogieron no tenía ni siquiera un nombre de pila:
–Le pondré Lorenzo como su padre –le dijo el Coronel a su hija.
–¡Lo harías sobre mi cadáver, papá! –exclamó Maura.
El Coronel no insistió, el gesto de su hija lo dijo todo. El nieto era una vergüenza, un descendiente indeseado que seguramente traería muchos inconvenientes. "Entonces serás Anselmo como tu abuelo", pensó mirándolo apenado, "siempre quise tener un nieto y eso es lo que vale".
Lorenzo quedó traumatizado con la amarga experiencia y le propuso a Maura que se ligue las trompas:
–Ya no quiero más hijos –le confesó–. Una ligadura sería la solución.
–¿Qué te pasa, Lorenzo? –preguntó ella, aterrada–. Si apenas tengo veintiséis años.
–Con uno me parece suficiente –mintió, juntando las cejas.
–¿Acaso no quieres tener un hijo sano como tú, o una hija normal como yo?
–Maura, no hables cojudeces. Ni yo soy sano ni tú eres normal.
–¡Tienes razón! ¡Somos unos anormales como Anselmo!
El matrimonio va camino al desfiladero. Nadie quiere arreglar las cosas: él, ni siquiera trabajando puede sacarse de la cabeza a Anselmo; ella, rompe a llorar apenas escucha el llanto del hermoso niño de los vecinos: "Maldita la hora en que te parí, Anselmo", piensa sintiéndose la mujer más desdichada del mundo. Y lo es.
Lorenzo está ahora sumido en el licor como nunca antes lo estuvo en su vida. La botella siempre fue su válvula de escape, pero hoy lo ha minado hasta ese delirio que algunos llaman diablos azules.
Hinchado de alcohol, agota un vaso de ron y se parte:
–Mañana es mi aniversario de bodas –murmura decepcionado mientras sus ojos humedecen–. Mi mejor que regalo, Señor, me lo darías si lo recoges.
"Si mañana me dijeran que estoy embarazada… ¡sólo eso podría salvar mi matrimonio!", reza Maura mirando la imagen del Divino Niño.
Ni lo uno ni lo otro. Mañana festejarán su aniversario sin regalos: Anselmo, a la distancia, disfrutará de un helado de chocolate e irá al circo con los abuelos. Lorenzo caerá sobre el sofá de la oficina cuando por fin el trago lo desconecte del mundo. Maura preparará una cena que sólo ella verá… y que nadie consumirá.
A veces los hombres le pedimos a Dios regalos macabros pensándolos justos y, por ende, divinos. ¡Qué diferencia insondable entre pedir vida y rogar muerte! ¡Qué brutal embargo de infelicidad debe haber en el padre que niega al hijo!
Anselmo crecerá y será un eximio nadador. La medalla de oro en los Juegos Para-olímpicos llevará su nombre para orgullo de sus abuelos. Es cierto que no enterrará a sus padres como suele suceder, pero no importa: él es un regalo de Dios, al menos así lo llama su abuelo, el Coronel que dio sentido a su vida contándoles esta historia
Desde enero pasado se mudaron a Santiago de Chile huyendo del vástago que les salió raro. ¿Quién tuvo la culpa? Lorenzo no tiene reparos en disparar dardos contra Maura y contra sus excesos universitarios con la marihuana. Ella calla, muy en el fondo piensa que Lorenzo bebe en demasía y, como para lavarse las manos, asocia esto al retardo de su primera criatura.
Los papás de Maura –un metódico Coronel retirado y una afable cobradora de impuestos– aceptaron el tedioso encargo de convertirse en padres postizos de un neonato con síndrome de Down que, para colmo de males, cuando lo acogieron no tenía ni siquiera un nombre de pila:
–Le pondré Lorenzo como su padre –le dijo el Coronel a su hija.
–¡Lo harías sobre mi cadáver, papá! –exclamó Maura.
El Coronel no insistió, el gesto de su hija lo dijo todo. El nieto era una vergüenza, un descendiente indeseado que seguramente traería muchos inconvenientes. "Entonces serás Anselmo como tu abuelo", pensó mirándolo apenado, "siempre quise tener un nieto y eso es lo que vale".
Lorenzo quedó traumatizado con la amarga experiencia y le propuso a Maura que se ligue las trompas:
–Ya no quiero más hijos –le confesó–. Una ligadura sería la solución.
–¿Qué te pasa, Lorenzo? –preguntó ella, aterrada–. Si apenas tengo veintiséis años.
–Con uno me parece suficiente –mintió, juntando las cejas.
–¿Acaso no quieres tener un hijo sano como tú, o una hija normal como yo?
–Maura, no hables cojudeces. Ni yo soy sano ni tú eres normal.
–¡Tienes razón! ¡Somos unos anormales como Anselmo!
El matrimonio va camino al desfiladero. Nadie quiere arreglar las cosas: él, ni siquiera trabajando puede sacarse de la cabeza a Anselmo; ella, rompe a llorar apenas escucha el llanto del hermoso niño de los vecinos: "Maldita la hora en que te parí, Anselmo", piensa sintiéndose la mujer más desdichada del mundo. Y lo es.
Lorenzo está ahora sumido en el licor como nunca antes lo estuvo en su vida. La botella siempre fue su válvula de escape, pero hoy lo ha minado hasta ese delirio que algunos llaman diablos azules.
Hinchado de alcohol, agota un vaso de ron y se parte:
–Mañana es mi aniversario de bodas –murmura decepcionado mientras sus ojos humedecen–. Mi mejor que regalo, Señor, me lo darías si lo recoges.
"Si mañana me dijeran que estoy embarazada… ¡sólo eso podría salvar mi matrimonio!", reza Maura mirando la imagen del Divino Niño.
Ni lo uno ni lo otro. Mañana festejarán su aniversario sin regalos: Anselmo, a la distancia, disfrutará de un helado de chocolate e irá al circo con los abuelos. Lorenzo caerá sobre el sofá de la oficina cuando por fin el trago lo desconecte del mundo. Maura preparará una cena que sólo ella verá… y que nadie consumirá.
A veces los hombres le pedimos a Dios regalos macabros pensándolos justos y, por ende, divinos. ¡Qué diferencia insondable entre pedir vida y rogar muerte! ¡Qué brutal embargo de infelicidad debe haber en el padre que niega al hijo!
Anselmo crecerá y será un eximio nadador. La medalla de oro en los Juegos Para-olímpicos llevará su nombre para orgullo de sus abuelos. Es cierto que no enterrará a sus padres como suele suceder, pero no importa: él es un regalo de Dios, al menos así lo llama su abuelo, el Coronel que dio sentido a su vida contándoles esta historia
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