Cuando empecé a crecer y a tomar conciencia de sus actos, papá me había dicho, con bastantes resquemores, que el tío Julio estaba «enfermo de la mente». Sería por eso que conversaba con los focos del comedor o, por las noches, bajaba la palanca de la electricidad dejándonos a oscuras y averiando, en más de una oportunidad, el viejo refrigerador de la abuela.
En sus momentos más complicados, se transformaba en un personaje inefable e intratable. Por suerte, estos episodios eran bastante infrecuentes. Y, a su vez, el tío Julio nos resultaba perspicaz y bromista en sus instantes de lucidez extrema.
En año nuevo salía, ocultando un vaso en los bolsillos, a tomar sus buenas cervezas con los vecinos de al frente de la casa, y por las mañanas encendía el televisor a todo volumen en el canal en donde transmitían un programa de ejercicios aeróbicos:
–Tío Julio, baja un poco el volumen –le reclamábamos, bostezando.
–Ellas me lo piden, las chicas lo piden –reponía él señalando a las esculturales mujeres de la pantalla chica–. Siempre me dicen: Julio, ¡te estamos siguiendo!
Cuando la abuela nos dejó yo lo vi llorar como un niño. Mas, al poco rato se repuso. Parecía otra persona, mudó su comportamiento como aquellos eximios actores de cine, y hasta encontró un buen pretexto para fumigar las penas:
–La mamá María está de viaje –nos informó a todos con aquel convencimiento con el que se deberían de decir las grandes verdades. Era (lo sigue siendo hasta el día de hoy) la mejor forma de soportar su desaparición. Y a todos nos gustó hacernos a la idea de que la abuela no estaba muerta. Después de todo, estar «enfermo de la mente» no era del todo malo, ¿verdad?
* * * *
–¿Y tú nunca piensas en irte de viaje, tío?
–Bien podría hacerlo: ya he cumplido, me he roto el lomo por la familia. Tengo millones en el banco y ustedes disponen de mi dinero como les da la gana.
–Bueno fuera, tío, bueno fuera...
–¿Sabes un gran secreto, Vicente? –me dijo una tarde en la huerta.
–Dímelo, tío.
–En esta casa, ¡nuestra casa!, he aprendido cómo es el mundo.
–¿Y cómo es el mundo? –indagué con afanoso interés.
–Es un poco más o menos así –me dijo y se agachó para arrancar una margarita–. Así empezamos: nos arrancan de buenas a primeras... y, poco a poco, nos vamos deteriorando... Al final quedamos de esta manera: una mutilación, una maldita mutilación, ¿comprendes?
Y me entregó la margarita sin pétalos. No sé por qué todavía la tengo guardada. La encontré reseca entre mis cosas, justo ahora que él decidió “irse de viaje”.
Dicen que salió de casa hace seis tardes, aunque podría jurar que no lo veo hace sólo cinco días. Vestía un pantalón café, sus raídos mocasines y la camisa de franela que le gustaba ponerse cuando lo llevaban al peluquero del centro de la ciudad.
Quisiera pensar que anda vagando por ahí. Que no se ha cruzado con ningún malhechor, ni mucho menos que haya retado a algún veloz microbús en las grandes avenidas.
–¿Qué será del loquito? –le escuché murmurar a mi vecina con cierta malicia cuando entraba a la bodega del barrio a comprar pan.
–¡A usted que mierda le importa! –le dije furioso y me quedé sin panes para el desayuno.
Yo sé que está loco, o «enfermo de la mente», como dice mi papá con cierto decoro. Pero cómo odio que los chismosos se llenen la boca comentando sobre su enfermedad, o fabricando motivos que supuestamente lo llevaron al desvarío: el sexo, las drogas, la brujería...
Ahora que camino por las calles de la ciudad pegando su foto en las esquinas concurridas y en los paraderos de autobuses, me doy cuenta de que, gracias a él y a su mutilada margarita, aprendí en casa cómo es el mundo.
Aguardo por las noches, mirando de reojo por la ventana que da a la avenida y sueño con ver asomar su silueta. Sé que se aparecerá de pronto y me dirá que el mundo no era así:
–Es peor, Vicente, es peor –concluirá con sabiduría.
–Sí –asentiré–. Pero yo no estoy loco, tío. A mí nunca me han hecho convulsionar a punta de electroshocks, ni tengo un par de hijos ingratos que nunca me visitan. Tampoco tengo esposa, cosa que agradezco pues, ¿quién dice que no me hubiera dejado por acostarse con un psiquiatra? La vida es una mentira, tío Julio, y me gustaría estar loco para no saberlo.
–A mí también –y se irá a conversar con algún foco o a dejarnos sin luz para echar a perder los artefactos de su madre, mi abuela viajera.
La Pampilla, 20 de agosto de 2010.
Este cuento aparece en la edición de
Setiembre del Proyecto Sherezade
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