2010/09/28

Mi viejo y Los Rodríguez: oxímoron privado 28/09

Hace 64 años, nació mi viejo. Y, hace 20, aparecieron Los Rodríguez.
Mi mamá, en su adolescencia, aparte de estudiar, no hizo otra cosa interesante (tuvo una juventud muy "retraída", para utilizar un adjetivo de mi papá).
Mi papá, en cambio, no fue un alumno destacado, seguramente por eso se dio tiempo para tirarse la pera -Colegio La Salle, por supuesto- con uno de sus hermanos... tiempo para enamorarse varias veces... y para escuchar mucha, muchísima música.
En fin, si algo de música escucho (Calamaro, Fito, Charly, Daniel F, Mar de Copas, etcétera) se lo debo a mi viejo. Y, si escribo, también.
El 28 de septiembre es un día importante. Este texto, encontrado en Efe Eme, va como homenaje a mi papá biológico y a mi cuasi papá musical. No tienen comparación, es cierto. O quizá sí, lo cual sería, desde ya, una falta de respeto. Algo en lo que soy experto. Pero no es la intención. Feliz día a mi viejo... y te estamos esperando, Andrés.
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A Los Rodríguez hay que agradecerles que airearan un ambiente con olor a rancio, que despacharan tres discos de estudio de los que hoy, de tan imponentes como son, cuesta seleccionar el mejor. Y a Calamaro hay que estarle infinitamente agradecido por implantar un modelo de estrella del rock completamente disparatada, endiabladamente creativa y fumeta, tan distinta a las que conocíamos por aquí

Hoy hace justo veinte años que Andrés Calamaro aterrizaba en Madrid para fundar Los Rodríguez. Nadie imaginaba entonces que aquel grupo pondría patas arriba el rock español y que Calamaro acabaría por ser la figura esencial sobre la que pivotaría el rock en español. Recordamos a Calamaro y la grandeza de Los Rodríguez con este breve texto-homenaje de Juan Puchades.
El 28 de septiembre de 1990, Andrés Calamaro llegaba a Madrid con la intención de probar fortuna, de pasar una temporada en la capital, de intentarlo en un nuevo país y con un nuevo proyecto. Venía con poco equipaje, una maleta y un teclado, la historia (Raíces, Los Abuelos de la Nada, cuatro discos en solitario), de poco servía ahora. En Barajas le esperaban dos ex componentes de Tequila, Ariel Rot y Julián Infante. Al segundo lo conocía poco, de un encuentro años atrás en Buenos Aires, pero fue quien metió en el cuerpo de Ariel el bicho de dar forma a un nuevo grupo, y éste pensó que Andrés sería pieza clave para ese proyecto, pues hacía tiempo que venían trabajando juntos en Argentina, con Ariel integrado en la banda de Calamaro y como coproductor de sus dos últimos discos, “Por mirarte” y “Nadie sale vivo de aquí”.
En Madrid, aquel mismo día, nacían Los Rodríguez, con el rotundo Germán Vilella en la batería y con la siempre cambiante plaza de bajista (ocupada en el tiempo por el propio Calamaro, Guillermo Martín, Daniel Zamora, Candy Caramelo y, de nuevo y hasta el final, Daniel Zamora). Aunque les costó tres discos (dos de estudio y, entremedias, un directo) y tres años hacerse oír más allá del circuito de los entendidos, desde el primer momento fueron la necesaria patada en la boca del rock español del momento, el revulsivo imprescindible en el momento preciso. Con muchos de los nombres surgidos de la movida instalados en el éxito, la autocomplacencia, la rutina y los conciertos financiados (e inflados en su caché) en verano por los ayuntamientos (ese modelo que ahora mismo agoniza y que, algunos de aquellos mismos, pretenden apurar hasta el último estertor), Los Rodríguez nos hicieron creer de nuevo en el rock español. Frente a tanta abulia (de la que habría que eximir a los siempre creativos Radio Futura y a los por entonces jóvenes Ronaldos), Los Rodríguez trajeron ideas nuevas y renovadoras, canciones incontestables y, como ya hicieran Tequila y Moris doce años antes, ese sentido musical y poético tan propio del rock argentino inyectado en una solución musical desclasada que, desde el clasicismo de la escuela stone, se antojaba inédita.
A Los Rodríguez hay que agradecerles que abrieran la ventana y airearan un ambiente con olor a rancio, que despacharan tres discos de estudio de los que hoy, de tan imponentes como son, cuesta seleccionar el mejor. Y a Calamaro hay que estarle infinitamente agradecido por implantar un modelo de estrella del rock completamente disparatada y fumeta, endiabladamente creativa, tan distinta a las que conocíamos por aquí, abierta a colaborar con los demás, espontáneo, franco y generoso en sus opiniones. Además, nos brindó la oportunidad de verlo en un momento irrepetible, cuando estaba hilvanando todo un discurso propio y posicionándose, poco a poco, en la estratosfera. Claro, que el éxito a Los Rodríguez sólo les llegó cuando giraron con Sabina en 1996, con el grupo ya roto; y las grandes ventas los saludaron con el álbum de despedida. Bonita moraleja de cómo se escribe la historia del rock en este país tan cabroncete.
Tras Los Rodríguez, Calamaro se alejó del sonido del grupo con el imbatible y sofisticado “Alta suciedad”, y se fue en vida (o hecho pedazos) y directo al Olimpo del Rock con “Honestidad brutal” y “El salmón”, en un pulso creativo consigo mismo, pues ya no tenía rival con el que medirse: nadie escribía como él, nadie levantaba discos como aquellos, nadie tenía esa voz, sus directos (hasta que los abandonó) eran algo muy serio. Para entonces, pertrechado con su doble nacionalidad, tenía un pie en Argentina y otro en España. En ambos países éramos espectadores privilegiados de cómo se gestaba la mayor leyenda del rock en nuestro idioma, el único creador que podía tutearse con cualquiera en cualquier rincón del globo. Era lo nunca visto y merecía la pena seguir su carrera de cerca. Pero en el camino se aceleró demasiado y tuvo que echar el freno, poner sus asuntos en orden. Formatear el disco duro. Atrás dejaba cientos de grabaciones, o miles, poco importa, mientras recuperaba el camino, con Javier Limón o con Litto Nebbia como directores artísticos. Para deleite de sus nuevos y jóvenes seguidores, que en su mayoría nunca lo habían visto en directo, regresó a los escenarios como el que vuelve victorioso tras larga batalla. Al final, después de más de un lustro de probar, investigar y romper todos los convencionalismos compositores-grabadores, incluso se reconcilió con los discos posibles, y ahí sigue. Han sido veinte años que se han pasado volando (“veinte años no es nada”, cantaba Gardel). Veinte que ya forman parte de la Gran Historia del Rock en Español, con capítulo de gala.
Es Andrés Calamaro, el músico más influyente (la suya es música admirada por los músicos) de las dos últimas décadas, sobre el que ha pivotado, en gran medida, mucho del rock facturado en los últimos once años, a unos gusta, a otros deja indiferentes, incluso hay quienes lo detestan. Sin embargo, otros hace tiempo que podemos decir que no tuvimos el placer de haber conocido ni a Picasso ni a Dylan, pero sí el honor de compartir algunos momentos (y arrastrar decenas de canciones pegadas a la memoria) con Andrés Calamaro. Que vengan veinte más, ahora que va a por sus cincuenta. La diversión y el arte están asegurados.

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